Cualquier tentativa de diálogo rebota contra el mito
Perón era un reaccionario de derecha, no el líder emancipador que había fraguado la “juventud maravillosa”
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Dos descendientes de familias patricias se hicieron compinches en un bufete de abogados: Diego Muniz Barreto y Miguel Coronato Paz (hijo). A pesar de su adhesión a la organización Montoneros, se mantenían en la superficie y, a principios de los años 70, solían organizar fiestas a las que concurría lo más granado de la sociedad porteña. Coronato Paz, que había entablado relación con Juan José Sebreli a fines de los años 60, lo invitó a una de esas glamorosas reuniones que hacían en un departamento muy grande, de los años 20, que quedaba sobre la avenida Las Heras. Estaba toda la crema y nata de Buenos Aires, desde el novelista Manuel Puig hasta el guerrillero Rodolfo Galimberti. Los canapés circulaban entre los coágulos de contertulios que se armaban y desarmaban al compás de las conversaciones inestables. Sebreli balanceaba descuidadamente una pierna y sintió de pronto que, por detrás del faldoncito del sillón, su talón chocaba con algo: espió y descubrió un arsenal. Al rato decidió irse, saludó y se dirigió a la salida. Ya cuando estaba esperando el ascensor lo abordó Galimberti, precipitada y resueltamente: “Vos fuiste de los primeros que pensaste que el peronismo podía ser revolucionario. Ahora tenés que venir con nosotros a Montoneros”. Sebreli, que había ya emprendido una profunda autocrítica respecto de aquel artículo de Contorno del año 56, “Aventura y revolución peronista”, sonrió con su mueca característica de ironía y, escurriéndose dentro del ascensor, le largó la frase póstuma: “Cuando Perón vuelva, a los primeros que va a matar va a ser a ustedes”.
En este pase de torero se cifra gran parte de la confusión argentina. En efecto, en 1973 Perón mandó al Congreso una ley para modificar el delito de asociación ilícita e incorporar explícitamente la violencia política. Los diputados que respondían a la izquierda, entre los que estaba justamente Diego Muniz Barreto, se resistieron a votar esa ley represiva, porque entendían que el objetivo era amedrentar a la “organización popular”, y Perón, para quien su brazo armado era ya el ejército y la policía y no los montoneros, les contestó: “Nadie está obligado a permanecer en una fracción política, el que no está contento se va”. Los ocho diputados de la JP renunciaron el mismo día que se aprobó la reforma. Este episodio fue la antesala de lo que sucedería unos meses después, cuando Perón los echó de la Plaza de Mayo y los montoneros se retiraron al grito de “¡Qué pasa, qué pasa General, que está lleno de gorilas el gobierno popular!”. Declaración de guerra respondida con la implementación, desde los sótanos del Ministerio de Bienestar Social, de la macabra Triple A. Ese era el verdadero Perón, un reaccionario de derecha, no el líder emancipador que había fraguado la “juventud maravillosa”.
¿De qué nos habla este trágico desencuentro si no del disparatado mito según el cual el peronismo encarna el espíritu del pueblo? Los mitos son representaciones que captan deseos y temores latentes en las masas y, al mismo tiempo, moldean esas conciencias sociales con una pedagogía paternalista. El mito produce la conexión simbólica de ciertas imágenes icónicas (la foto de Eva con traje sastre en la CGT) con aspiraciones colectivas (mejorar el sueldo, comer el asadito) y obtura el acceso a los hechos reales.
Mucha gente soñó con Evita el sueño colectivo, era la que había llegado y vengaba a todos los que no podían llegar. Su vertiginosa carrera genetiana, su reivindicación de los “grasitas”, sus regalos publicitados hasta el hartazgo de colchones, muñecas y máquinas de coser y su muerte prematura contribuyeron a organizar la idea de una santa que pasó fugazmente por la tierra y se entregó de cuerpo y alma a los desposeídos. La Cenicienta colectiva. Como si no hubiera muerto de un cáncer común y silvestre, sino heroicamente en un campo de batalla, al compás de esa deidad redentora, el peronismo urdió su progresismo fantasmagórico.
Pero los regalos de Eva no ponían en marcha ningún dispositivo de cambio y funcionaban como simples analgésicos para mantener entretenidas a las masas. Perón fue siempre un líder militar, católico y afín al fascismo de Mussolini, Franco, Pío XII y Trujillo; no por nada accedió al poder en 1943 mediante un golpe militar. Evita era rompehuelgas en la época de los grandes paros de ferroviarios. En las comisarías de Buenos Aires el peronismo canónico torturaba obreros y estudiantes con el comisario Cipriano Lombilla a la cabeza. Del mismo modo que en 1973 designarían a los policías Villar y Margaride para perseguir “subversivos”, en 2002 matarían a Kosteky y Santillán en el Puente Pueyrredón y en 2010 a Mariano Ferreyra en las cercanías del Puente Bosch. ¡No es casualidad que durante la cuarentena de 2020 los herederos de esa tradición apañaran la desaparición de personas humildes como Luis Espinoza o Facundo Astudillo Castro, implantando regímenes represores en Tucumán, Formosa, San Luis y varias provincias más gobernadas por caudillos feudales que muy lejos están de cualquier garantismo! Fue el candidato Ítalo Lúder quien, en 1983, se expidió a favor de convalidar el indulto a los genocidas mientras que Alfonsín hizo el histórico Nunca Más y el ejemplar Juicio a las Juntas. Fueron todos presidentes peronistas los que produjeron los tres sucesos económicos más traumáticos del último medio siglo, que hundieron al país en la miseria: el rodrigazo en 1975, la devaluación de Duhalde en 2002 y la cuarentena salvaje en 2020.
Ahí está el lote de hechos, inexpugnable. El peronismo no hizo más que consolidar y agravar la pobreza (que hoy supera el 40%) y sin embargo el imaginario popular tercamente lo sigue identificando con la protección de los humildes, con el industrialismo y con la defensa de los derechos humanos. Nunca atacó la causa, que es la falta de ahorro, de inversión y de trabajo, sino que apuntó a maquillar los efectos mediante el asistencialismo proveedor: los colchones de mitad del siglo XX adquirieron la forma de planes sociales, electricidad subsidiada y fútbol gratis al entrar en el siglo XXI. Caramelos envenenados.
Lo mismo hizo con los derechos humanos: solo intervenciones gestuales y espuma tribunera. Actos como la quema del Jockey Club, la expropiación del diario La Prensa, la remoción de un cuadro de Videla, la batalla contra el diario Clarín, la prédica contra los presuntos “poderes concentrados” o la guerra contra el campo de 2008 le sirvieron para enmascarar su conservadurismo. Pero ¿produjo acaso alguna revolución real en cuanto a la “oligarquía” más que cambiarla de manos, trasladándola de los viejos terratenientes a la nueva “lumpenburguesía” de sindicalistas y jerarcas amigos? ¿Accedieron masivamente los pobres a ser clase media o, por el contrario, se multiplicaron los asentamientos, la desocupación y el hambre, siendo los débiles cada vez más débiles? La mitología atávica del evitismo, seguida por Cristina Kirchner –y su dedito acusador– hasta en sus calculados excesos, es muy eficaz: disuelve cualquier consenso sobre los datos y administra esta gigantesca anorexia discursiva, esta distancia, este abismo entre lo imaginario y lo real. Cualquier tentativa de diálogo rebota contra el mito.
Escritor, periodista y jurista