¿Cuáles son los límites del pragmatismo K?
La visita de Sergio Massa a los Estados Unidos consolida el giro pragmático que experimentó el Frente de Todos en los últimos tiempos de la mano de la propia Cristina Fernández de Kirchner. El eclipse de un Alberto Fernández cada vez más ignorado en las consideraciones de los propios integrantes de la coalición gobernante parece definitivo: oficia de presidente part time, pasa escasos momentos en la Casa de Gobierno y se entera por los diarios de los movimientos de su exsocia política. Su función, al menos en teoría, era la del líder mesurado y sereno que compensara las credenciales de Cristina y su necesidad de contener a los sectores más radicalizados del FDT. Frustrada por los múltiples errores no forzados de su otrora compañero de fórmula, la vice no solo le permitió al ministro de Economía recuperar centralidad e intentar, desde la gestión, reinventar su relación con los sectores medios independientes. También parece haber redescubierto las bondades del diálogo y la apertura con quienes piensan (muy) diferente.
Hasta dos connotados dirigentes gremiales ultra-K como Hugo Yasky y Roberto Baradel aparecieron fotografiados con el embajador de los Estados Unidos, Marc Stanley, abogado texano que ya había recibido en su residencia a otros notables dirigentes de la CGT y que ingresó en la globalización del peronismo gracias a las declaraciones de Pablo Moyano. No hace falta que los próximos invitados sean Luis D’Elía o Fernando Esteche para comprender que el kirchnerismo está dispuesto a hacer todo lo necesario para recuperar competitividad electoral. Eso implica por ahora la quimérica posibilidad de volver a seducir aunque sea a una porción de los votantes moderados y apartidarios, muy defraudados con el funcionamiento de la democracia en general, distantes de la oferta partidaria existente y, sobre todo, mayoritariamente anti-K.
En este marco, Cristina decidió hacer una suerte de “albertismo sin Alberto”: no necesita de mediadores ni lobistas para mostrarse flexible y práctica. En esa lógica debe interpretarse su reunión con el senador bonaerense José Torello (para decepción de los atribulados tuiteros ultramacristas), uno de los supuestos integrantes de la “mesa judicial” que según la liturgia K comandaba el banco de arena donde se desplegaban las fuerzas del lawfare con el único objetivo de perseguir a la familia Kirchner y sus funcionarios y empresarios amigos. Ese encuentro se concretó mucho antes del frustrado atentado contra su vida. Las contorsiones ideológicas extremas y el hiperpragmatismo son atributos tradicionales del justicialismo. En este re-reencuentro tardío con sus raíces e identidad peronistas, acosada por el avance de causas judiciales y afectada por el trauma de haber sufrido un intento de asesinato, la señora de Kirchner aspira a redimirse con un segmento de la sociedad que la abandonó hace casi una década, volvió en parte a votarla en las elecciones de 2019 y le dio nuevamente la espalda en noviembre pasado. Ese electorado escurridizo, exigente y cambiante no parece conmovido por las andanzas de la “banda de los copitos”: sus múltiples demandas insatisfechas se centran en la economía (inflación, incertidumbre, caída del ingreso) y la inseguridad.
Cristina tiene una variada experiencia en esto de amagar con el “vamos por todo”, ilusionar a muchos (¿también a ella misma?) con una eventual radicalización y terminar, más temprano que tarde, resignada, con un volantazo hacia el centro que evita un descalabro mayúsculo. En ese sentido, puede considerársela una eximia alumna de Néstor Kirchner, que en especial durante sus primeros años de gobierno entendió el potencial de cooptar a viudas y huérfanos del “campo nacional y popular”, incluyendo a la mayoría de los organismos de derechos humanos y los restos de la quiebra del Frepaso, para consolidar su autoridad y tener margen de acción para “borocotizar” a otros egregios integrantes del fragmentado espectro partidario. Más aún, muchos provenían de posiciones ideológicamente antagónicas.
La lista es larga e incluye la designación de Gustavo Beliz como ministro de Justicia, del fiscal Norberto Quantín como secretario de Seguridad, del exfiscal Pablo Lanusse, letrado del expresidente Macri, como interventor en Santiago del Estero, la “concertación plural” y ese brioso fenómeno de transfuguismo conocido como “radicales K”. Así llegó Julio Cobos a compartir la fórmula presidencial de 2007. Muchas realidades provinciales, como las de Santiago del Estero y Corrientes o en su momento las de Río Negro y Tierra del Fuego, quedaron redefinidas y realineadas a partir de ese proceso. En efecto, el ADN del propio kirchnerismo parece estar conformado de esta amalgama exótica entre la pasión por mostrar los dientes afilados y con ciertos contornos idealistas y el más frío y calculador pragmatismo, sobre todo en términos electorales. Algo similar ocurrió en el mundo de los negocios.
¿Cuánto más está dispuesta a hacer la vice, en especial en materia económica? ¿Cuál es la elasticidad con la que podría enfrentar los enormes desafíos de su administración en ese terreno? La cifra de inflación de agosto ratifica lo que la mayoría de los argentinos percibían: antes de la llegada de Massa al Poder Ejecutivo, el país se hallaba en medio de un torbellino que muy probablemente hubiera terminado en una hiperinflación. La aceleración de los últimos meses había adquirido una dinámica tan compleja que, para revertirla, era necesario un shock de expectativas. ¿Alcanzan la mera presencia del ministro de Economía y de sus colaboradores, las medidas que lleva anunciadas (junto a la formidable suba de la tasa de interés por parte del Banco Central) y la ratificación del compromiso de cumplir con las metas acordadas con el FMI? A juzgar por los resultados iniciales, se produjo un cambio en el clima y la restauración de una relativa calma. Pero los temas de fondo siguen sin resolverse.
Es prematuro pretender que en tan poco tiempo esto implique algún rédito en materia electoral. ¿Qué ocurriría si, dados los costos esperables por el ajuste macroeconómico que implementa el Gobierno, no se registra ninguna mejora en ese sentido? ¿Continuará el apoyo tan contundente a las metas propuestas por Massa? ¿O aparecerán presiones como para interrumpir el volantazo ortodoxo que imprimió el exintendente de Tigre con el expreso consentimiento de Cristina? Si, por el contrario, el actual programa se asienta y se desacelera la inflación, pero sin que se alteren las tendencias electorales que favorecen a Juntos por el Cambio… ¿Estaría dispuesta la vicepresidenta a que Massa implemente un plan de estabilización –similar a lo que fueron en su momento el real en Brasil y el austral o incluso la convertibilidad en la Argentina–, con el objetivo de modificar las expectativas e intentar la patriada de competir con chances en las presidenciales? ¿Sería ella misma la candidata en ese caso, o preferiría una banca en la provincia de Buenos Aires para asegurarse los fueros y le cedería más protagonismo a la figura más promercado de aquel descarriado triunvirato que conformó el FDT?
Ese giro ortodoxo adicional parecía utópico hasta hace poco tiempo. Para evitarlo, o para acotar su alcance y no ganarse enemigos internos, existe un camino que el Gobierno está transitando: intentar dividir JxC, en especial mediante la suspensión de las PASO. Esto complicaría la selección de candidaturas en un espacio opositor que difícilmente podría improvisar una elección interna de forma autónoma. Las chances de una implosión aumentarían exponencialmente. Macri ya había buscado eliminarlas antes de los comicios de 2019 y muy probablemente su suerte hubiese sido otra si lo hubiera logrado. Los que conocen la Cámara de Diputados aseguran que el FDT está a muy pocos votos de alcanzar su cometido.