¿Cuál es el precio de no cambiar la educación?
Desde el regreso de la democracia, en 1983, no se han modificado las condiciones estructurales de un sistema que sostiene y reproduce un circulo vicioso de permanente degradación
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A la hora de pensar las políticas educativas en los diferentes sectores que componen la alianza opositora, se vislumbran varias coincidencias en el diagnóstico y en las rectificaciones que deberían hacerse para su mejora. Incluso, me atrevería a pensar que son limitadas las disidencias respecto de qué líneas de innovación se quieren desarrollar.
Hay también coincidencias a la hora de definir las prioridades. La mayor dificultad se plantea cuando se trata de encontrar los caminos de implementación. Cuando se llega a este punto hay solo dudas y la reflexión se limita a la identificación de las principales problemáticas que es necesario resolver si se quiere intervenir en las prácticas del sistema educativo. Las deliberaciones rondan sobre dos preocupaciones centrales.
La primera de ellas es la relación con las provincias, que genera las preguntas: ¿cómo recrear un federalismo educativo que permita instrumentar líneas comunes de cambio y a la vez aliente y sostenga las iniciativas y creatividad de las jurisdicciones? ¿Qué perfil de ministerio nacional se requiere para alimentar un sistema que no pierda la unidad y a la vez sostenga la riqueza de la diversidad que aportan las provincias? Y, al mismo tiempo, ¿qué hacer para impulsar un cambio en aquellos territorios signados por la inmovilidad en educación?
A partir de estas preguntas se abren otras muchas cuando se piensa en el resto de los niveles del Estado. ¿Cómo hacer para que las políticas provinciales lleguen a la escuela? ¿Qué características deberá tener el Estado provincial para fomentar los cambios que deben implementar las escuelas? En este punto hay ya experiencias positivas que pueden iluminar el camino del futuro. En lo positivo quiero rescatar las experiencias de redes y comunidades de aprendizaje que ponen en la puerta de la escuela los elementos que se requieren para la transformación: capacitación, materiales pedagógicos y acompañamiento experto. Una propuesta así requiere mutar las características de los ministerios (tanto nacional como provinciales), que deberían abandonar el perfil burocrático en favor de la recreación permanente de ideas y propuestas que se vuelquen a las escuelas. Centros dinámicos e inteligentes que olfateen los tiempos, las condiciones y las posibilidades y construyan con ellos alternativas para hacer avanzar el sistema al ritmo del mundo que vivimos. Para eso se necesita mucha capacidad técnica, construcción política de apoyos y, como siempre, dedicación y esfuerzo.
El otro tema recurrente y tan complejo como el anterior es ¿cómo construir los acuerdos que posibiliten la concreción de los cambios que se espera hacer? Si se revisa nuestra historia desde el inicio de la democracia hasta este momento, ese tránsito ha sido muy difícil. Sin embargo, durante el menemismo se pudo llevar adelante una reforma más allá de los desacuerdos que suscitó.
La contrarreforma posterior a los 90 no resultó de una evaluación de lo hecho; muy por el contrario, se lo deslegitimó a través de un discurso ideológico que de allí en más ha sido utilizado para acusar de neoliberal todo aquello que no es populismo. A pesar de que el signo político de los que reformaron y de los que vinieron después era el mismo, se decidió que, en adelante, la conducción del sector estaría guiada por los preceptos del buen gobierno que dictan los sindicatos de educación.
El hecho es que desde los inicios de la democracia en el 83 no se han modificado las condiciones estructurales de un sistema que sostiene y reproduce un círculo vicioso de permanente degradación. Por ejemplo, no hemos podido cambiar los criterios de creación de los institutos de formación docente, ni la calidad y pertinencia de sus prestaciones. No hemos logrado perfilar una carrera profesional basada en la capacitación y los méritos de quienes se desempeñan en una de las actividades más sensibles para la construcción del futuro de una sociedad.
Hasta ahora la política se ha limitado a acrecentar el número de docentes, otorgarles múltiples licencias, no hacer uso de los mecanismos de evaluación de sus prácticas, permitirles discrecionalidad a la hora de hacerse presentes a cumplir con su trabajo y, a cambio, se les ofrecen salarios magros, una pésima formación profesional y abandono a la hora de proveerlos de los instrumentos que requiere la buena enseñanza. Como consecuencia de estas políticas, los maestros y profesores han perdido toda credibilidad y respeto social, lo que se intenta contrarrestar con un discurso que apela a su valoración emocional por sus supuestos sacrificios.
Para concretar una política que profesionalice los recursos humanos que se emplean en el campo de la educación, ¿qué concesiones deberán hacerse a las corporaciones, tanto de formación como sindicales, para que no destruyan esta posibilidad? ¿Qué concesiones serán requeridas para poder usar con mayor justicia los recursos públicos? ¿Es justo seguir manteniendo una carrera de profesorado para lograr cinco egresados por año, o mantener en un radio geográficamente cercano varias instituciones de formación con idénticas prestaciones y un nivel igualmente pobre de calidad y eficiencia? ¿No es justicia cambiar estos despropósitos?
En la misma línea de los esfuerzos que se vienen haciendo y han fracasado en los últimos veinte años está el cambio de las metodologías de enseñanza para procurar mejorar los aprendizajes de los chicos. Los datos de las evaluaciones muestran que algo anda mal en la propuesta pedagógica de nuestras escuelas y que es necesario recuperar la eficacia de los procesos de enseñanza y aprendizaje, a la luz de los avances científicos que hoy iluminan esas prácticas. ¿Qué debe entregarse a cambio de la alfabetización de nuestros niños y jóvenes? ¿Cuáles son los intereses cuya consideración está por sobre el derecho a aprender de las nuevas generaciones?
¿Podremos al fin diseñar una escuela secundaria acorde con la cultura contemporánea, donde se aprendan contenidos y se desarrollen habilidades que hoy sabemos son necesarias para dialogar con una realidad cultural, económica, política y social muy distinta de la que acompañó el surgimiento de los sistemas educativos nacionales? ¿O debemos seguir pagando el precio de la deserción, el aburrimiento de los chicos y la ignorancia de los egresados del nivel? ¿Continuaremos rindiendo culto al enciclopedismo del siglo pasado, o podremos avanzar en la aplicación de metodologías que permitan acceder al conocimiento complejo que exige la comprensión de nuestra realidad? ¿Quién o quiénes pueden alegar un derecho que impida satisfacer esta necesidad de la sociedad?
El equilibrio de gobernabilidad en democracia se construye, en nuestro país, mediante un tejido de intereses corporativos que necesariamente tienden a la reproducción del estado de cosas que satisfacen estos intereses. Ese es un camino que no lleva al futuro, sino que, por el contrario, nos ancla en una sociedad cada vez más desigual y marginal. Avanzar necesariamente implicará romper este entramado y tejer el futuro atendiendo a las posibilidades que existen hoy para la educación de las nuevas generaciones.
Investigadora de Flacso Argentina, miembro del Club Político Argentino y de la Coalición por la Educación