Reseña: Camino al este, de Javier Sinay
Para el cronista, el viaje deja de ser una actividad intransitiva (viajar por placer, disfrute, hábito) para convertirse en un telos, aquello en virtud de lo cual se hace algo: viajar para contarlo. En Larga distancia, Martín Caparrós reflexiona que en este último caso el viajero está obligado a pensar sobre la acción de viajar y de escribir, a intensificar la mirada, a ver lo que quizá no miraría sin la amenaza del relato.
A Javier Sinay, periodista y cronista, no le interesaba viajar para escribir hasta que el amor le movió el tablero y, circunstancias sincrónicas mediante, decidió lanzarse a una travesía, recorriendo medio mundo en busca de una mujer. Higashi, su novia, ganó una beca para estudiar Chado, la ceremonia del té, en Kioto, y ante la perspectiva de una separación tan prolongada junto con la noticia de que se había quedado sin trabajo, Sinay decidió organizar un viaje desmesurado movido por su amor. Su propio gesto lo llevó a preguntarse qué cosas hace la gente por amor, así que se propuso contar, junto con la suya, algunas historias de amor y desamor de cada uno de los sitios que visitaría. España, Francia, Alemania, Bielorrusia, Rusia, Mongolia, China, Corea y Japón fueron hitos en los que el cronista buscó investigar casos conocidos o donde aparecieron relatos inesperados.
El libro se abre in medias res, justo a mitad del viaje, con el relato de una ceremonia oficiada por un chamán en Baikal, Siberia. Allí, Sinay se entera de cuán poderosos son sus ancestros y que su camino está protegido por ellos. La elección de este comienzo no es simple recurso narrativo; a pesar de la aparente distancia que muestra el narrador con lo que sucede, la ceremonia supone una entrega y una creencia en algo no visible, tanto como diferenciar entre la casualidad y los acontecimientos sincrónicos que lo determinaron, de alguna manera, a lanzarse en ese viaje. El viaje del cuerpo también es una forma de viaje del alma, afirma.
Hay historias de amor tiernas, felices y otras escabrosas. Sinay investiga algunos tópicos en particular: en Barcelona, por ejemplo, las parejas que lo son en la vida real y también actúan como tal en las películas o documentales porno ("Quizás el porno pueda enseñarnos a amar mejor"); en París, los candados de los puentes de la Île de la Cité, tema apasionante por los efectos colaterales de esta fiebre que terminó por hundir parte del Pont des Arts bajo las 70 toneladas del metal; en Berlin, David Bowie, Iggy Pop y Lou Reed además de la historia del Muro y de algunos personajes que intentaron cruzarlo; la mafia rusa, en la tierra donde el amor puede convertirse rápidamente en odio; el amor exprés en el Transiberiano; los amores de inmigrantes, de gente que está en movimiento. Sinay no solo va en busca de su amor, sino también de sus raíces: llega a Grodno, ciudad de Bielorrusia desde donde partieron en 1894 sus ancestros hacia la Argentina con el grupo del Barón de Hirsch, un alemán que organizó una empresa colonizadora para liberar a los pobres de su pueblo del yugo zarista y los trasladó hasta Moisés Ville, historia registrada en un libro previo del autor. Los relatos se entremezclan con referencias a los lugares visitados, su cuento personal y la información histórica documentada; el Tao esencial del viajero de Paul Theroux, un haiku de Matsuo Basho, sus reflexiones y el contrapunto del quehacer diario de Higashi en Japón, tan en otra frecuencia, aportando un aire templado, aplomado y sutil.
"Hay pocos viajes que no conozcan, desde el principio, sus palabras", afirma Caparrós. No es posible saber hasta dónde le cabe esta certeza a Sinay, pero sí intuirlo en la efectividad de la estructura, en la solidez de lo investigado, en la precisión de las ideas y, sobre todo, en la celebración amorosa del periplo hacia Higashi, que en japonés quiere decir "Este".
Camino al Este
Por Javier Sinay
Tusquets. 336 páginas, $ 539