Crónica de una niña sola: Emma Reyes

Creció sin papá, sin mamá, sin despegarse de su hermana mayor, Helena, y tras los pasos de la Sra. María, una joven fría y desconsiderada que hacía las veces de cuidadora, primero en un cuarto mugriento y sin baño de Bogotá, luego en diferentes pueblos de Colombia. Eso fue hasta el día en que las dejó olvidadas en una estación de tren y las chicas terminaron recluidas en un convento, luego de esperar en vano a que la mujer volviera por ellas. Emma Reyes (1919-2003) pasó quince años entre monjas y niñas abandonadas lustrando bronces, repasando pisos y mármoles, remendando ropas viejas y bordando sábanas, manteles y las piezas del vestuario de los sacerdotes, que era lo que mejor le salía, aunque también la hacía sufrir: "Cuando me picaba los dedos con las agujas y me salía la sangre, sor Carmelita me decía que por el hueco se me iba a salir el alma?".
De piel oscura, pelo rebelde y algo bizca, dentro de los claustros no aprendió ni a leer ni a escribir, aunque sí a dibujar. También conoció el amor a través del ojo de una cerradura y sufrió el intento de abuso de un cura, una conmoción que la despertó al mundo real, al que salió una tarde a escondidas para nunca más volver. Fue analfabeta hasta los 18 y se ganó la vida al principio con picardía, luego con el arte y muchas veces con ambos recursos. Recorrió Latinoamérica por tierra. Tuvo un primer esposo colombiano con quien se casó en Uruguay; tuvo con él -se dice-un bebé que fue asesinado a los pocos meses por guerrilleros en Paraguay, y tuvo un segundo marido, médico y francés. Los primeros materiales para pintar se los regaló en Buenos Aires Raúl Soldi; su obra se hizo conocida en París, donde pasó décadas y donde a los 84 le llegó la muerte.
Cuando ya era un personaje del circuito cultural parisino, su amigo, el escritor colombiano Germán Arciniegas, la convenció para que contara por escrito su infancia, esa versión latina de los niños de Dickens cruzados con los irlandeses de Las cenizas de Ángela. Así nacieron las veintitrés cartas que Emma le escribió entre 1969 y 1997, donde relata su iniciación a la vida en una lengua atropellada y sustantiva, sin juicios morales y con la frescura de la niña que tal vez nunca dejó de ser.
Como si faltaran elementos de interés en su vida, hay fuentes que arriesgan que Emma pudo ser hija o nieta extramatrimonial del ex presidente conservador Rafael Reyes. No quiso que las cartas se conocieran mientras vivía; pidió que dejaran pasar diez años de su muerte para publicar su historia de sordidez y desamparo. Y ahí está Memoria por correspondencia (Edhasa), un libro distinto, conmovedor. Un libro que se lee con una enorme compasión y con la urgencia y el deleite que sólo regala la literatura mayor.