Crónica de una derrota increíblemente no anunciada
Muchos se sorprendieron por los resultados de las elecciones del domingo. Las encuestas anticipaban un triunfo nacional del oficialismo. Se especulaba acerca de cómo se leerían esas cifras. Si la distancia no superaba los cinco puntos, Juntos por el Cambio podía considerar que había hecho un papel digno.
Y, sin embargo, salvo por esas encuestas, era natural imaginar que el kirchnerismo sufriría una derrota. Todos los indicadores económicos y sociales la presagiaban. El humor social y las expectativas de los consumidores, por ejemplo, que miden habitualmente estudios de la Universidad Di Tella y la Universidad de San Andrés, estaban por el piso. El salario real, es decir, la capacidad adquisitiva de las personas, era el más bajo en décadas.
A esos datos objetivos había que agregar la profunda indignación social provocada por el pésimo manejo sanitario de la pandemia y los irritantes privilegios de los vacunatorios Vip y el Olivosgate, que terminaron por minar la poca confianza que despertaba un gobierno zombi, errático, tan confundido en el plano doméstico como en el internacional. Un gobierno que hizo de la mentira su única política coherente.
En ese contexto, solo las estimaciones de los encuestadores nos podían hacer dudar de lo que, de otra forma, debía parecer evidente: la debacle del Frente de Todos y el fortalecimiento de Juntos por el Cambio. Pero no podemos dormirnos en los laureles. Con toda su significación política, la del domingo pasado fue una elección primaria. Recién en noviembre se dirimen las bancas en el Congreso. Debemos seguir trabajando con seriedad y responsabilidad para que los resultados del domingo pasado se afiancen en las elecciones generales. Si así ocurre, como es muy probable, una vez más el pueblo argentino les habrá puesto límites a los sueños hegemónicos del kirchnerismo.
Algunos podrán decir ahora que la comparación con Venezuela era exagerada, que la Argentina tiene un sistema político equilibrado. Es verdad, pero eso es así a pesar de las intenciones del kirchnerismo. No hay dudas de que si pudiera, tal sería su modelo, como lo es en Formosa o Santa Cruz. Por eso es necesario marcar cada día los desbordes autoritarios. La grieta es funesta, pero no la hemos construido nosotros. Hay una grieta que no debemos cerrar nunca: la que separa a las democracias pluralistas de los populismos autoritarios. No podemos ser tímidos a la hora de dar esa imprescindible batalla cultural.
¿Qué hará ahora el gobierno? ¿Girará hacia la racionalidad o profundizará el populismo? Lo sabremos en los próximos días. Si la prudencia indica lo primero, algo muy arraigado en su ADN lo puede empujar a lo segundo: un festival de emisión monetaria que le permita en estos dos meses dar una sensación, necesariamente efímera, de bonanza. Si así ocurre, las consecuencias posteriores serían devastadoras.
¿Cómo se traducirá la colosal derrota en el curioso esquema de poder del oficialismo? ¿Intervendrá el Instituto Patria, ahora de manera desembozada, la presidencia? ¿Aceptará la paridad parlamentaria que obliga a negociar con la oposición o avanzará en una deriva decisionista que margine al Poder Legislativo? ¿Intentará mantener la presión sobre la justicia para lograr la impunidad de su jefa espiritual?
El autoritarismo es siempre malo, pero en algunos casos sirve para adoptar medidas eficaces y urgentes. La particularidad del gobierno de los Fernández es que su vocación autoritaria ha disimulado a veces, en la consideración pública, la espantosa calidad de su gestión. Esa constante mala praxis tiene múltiples causas: el desdén por la eficiencia y la transparencia, un sistema decisorio extravagante, en el que para no irritar a nadie no se termina por hacer nada, un ideologismo adolescente anacrónico y una fijación por los eslóganes fáciles, que eluden la complejidad de los problemas.
Se abre una etapa de incertidumbre. Es impensable que Alberto Fernández pueda seguir gobernando dos años más de esta forma. Los mercados celebran hoy su derrota y la esperanza cierta de un cambio de timón en 2023, que reencauce a la Argentina en el sendero de la sensatez, pero no hace falta ser un analista muy agudo para imaginar los hondos conflictos que habrán de aparecer en el seno del oficialismo.
Hay, no obstante, dos noticias excelentes. La primera es que la sociedad argentina ha expresado su firme voluntad de ponerle límites claros a un gobierno de vocación hegemónica y gestión torpe e irresponsable. La segunda es que el malestar social se ha canalizado a través de una coalición que se demuestra cada día más sólida, que ha sabido superar una derrota electoral en 2019 y que, con diversos matices que la enriquecen, se prepara para gobernar en 2023. La democracia argentina sale robustecida.
Diputado Nacional (Juntos por el Cambio- Pro) - CABA