Crónica de un voto marciano
Se busca describir con palabras inocentes lo que se desconoce. Hay mucho asombro en las mentes de los cronistas de Indias, que desde los vericuetos y espejismos de su mentalidad renacentista buscaban describir lo antes nunca visto, como cuando oímos a Gonzalo Fernández de Oviedo dar noticia de la naturaleza tan pródiga del nuevo mundo, como si se tratara del primer día de la creación, y así describe el cacao: “echan por fruto unas mazorcas verdes y alumbradas en parte de un color rojo, y son tan grandes como un palmo y menos, y gruesas como la muñeca del brazo, y menos y más en proporción de su grandeza…”.
Oviedo anota con ingenua precisión, como haría un marciano en su bitácora, después de contemplar el paisaje desconocido que tendrá que describir, con las palabras más veraces, cuando regrese a su planeta en su platillo volador. A mis años, y viniendo ya de vuelta de tanto ver y andar, entrar en un recinto electoral para depositar libremente un voto, gracias a mi nueva nacionalidad española, se convierte en una experiencia parecida a la de Oviedo con el fruto del cacao, o a la del marciano frente al paisaje desconocido, solo que, en mi caso, el mucho olvido es lo que mueve el asombro.
La última vez que voté en Nicaragua fue en el ya lejano 2006, hace casi ya dos décadas, tiempo pasado que si se mide en términos de democracia puede equivaler a dos siglos. La democracia real es constante, nunca esporádica, y solo existe mientras se ejerce. El esfuerzo de construcción democrática que comenzó en Nicaragua en 1990, cuando el sandinismo reconoció la derrota electoral ante la coalición opositora que llevaba como candidata a Violeta de Chamorro, duró apenas tres lustros. Un gran momento de nuestra historia, que fue a dar al tacho de desperdicios.
Mi antiguo recuerdo es el de una democracia desconfiada, por incipiente. Tras depositar la papeleta, al votante le manchaban el dedo pulgar con tinta indeleble, una manera de evitar el doble voto. Las instituciones electorales, tan precarias, requerían de seguros; pero para burlar las virtudes de transparencia que la ley quería imponer por medio de cerrojos, ha habido siempre expertos en ganzúas en nuestras tierras: las urnas ya previamente llenas, o secuestradas a punta de pistola, las actas falsificadas, los votantes acarreados como ganado, los votos con precio en metálico o en comida, y hasta en raciones de aguardiente.
El viejo Somoza, maestro en trampas y ardides, que en 1947 se vio impedido de reelegirse, decretó que hubiera dos filas de votantes en las mesas electorales: una para su candidato, otra para el candidato de la oposición. Cuando se presentó a votar, las filas contrarias daban vueltas a la manzana, y depositó su voto entre sus pocos adláteres, entre sonoras rechiflas. Les hizo la guatusa, la higa, que se dice en España. Mandó esa noche secuestrar las urnas en los sótanos del Palacio Nacional, y allí estuvieron tres días, hasta que su candidato fue proclamado ganador. Hoy en Nicaragua ya ni siquiera son necesarias esas trampas burdas. Los candidatos opositores son apresados de antemano, y el candidato oficial, siempre el mismo y para siempre, gana por el 98% de los votos, aún sin necesidad de filas de votantes.
Cuando el domingo me pongo en la fila para votar en el recinto que me toca en mi barrio de Madrid, el patio de recreo del Colegio Salesiano, me siento como lo haría Oviedo frente a la mazorca de cacao, o el marciano que acaba de aterrizar en un planeta desconocido. A mi buzón de correo han llegado puntuales las papeletas de votación de cada partido, y cuando salgo de mi casa llevo ya en sobre cerrado la que he escogido. Delante de la mesa electoral enseño mi cédula, me buscan en la lista, y me indican que puedo meter mi sobre en la urna transparente. No hay dedo manchado, no es requisito perforar la cédula. Casi estoy por preguntar si eso es todo, si ya puedo irme, porque la operación ha tomado diez segundos.
Las urnas se cierran a las ocho de la tarde. Las encuestas de boca de urna están ya en las pantallas de televisión, y poco después comienza el conteo de los votos, que progresa de manera constante, hasta que, antes de la medianoche, y apenas han pasado tres horas, el ministro del Interior está ofreciendo los resultados del 90%. Que el ministro del Interior mismo anuncie los resultados, es asunto que tampoco está en el radar del marciano. No hay impugnaciones, ni alegatos de fraude, no hay un solo incidente de violencia reportado, y decretar la ley seca, para que el licor no exacerbe los ánimos belicosos entre contrarios, no está contemplado en este proceso electoral. Prohibiciones, ninguna.
Tampoco es que esta haya sido una campaña inocente. Se manipularon encuestas, hubo mentiras martilladas hasta remacharlas como verdades –bulos, como se dice en España–, un ambiente de polarización –crispación como se dice en España–, que a veces le recordaba al marciano a su propio planeta. Pero el domingo electoral ha sido como un domingo cualquiera, de terrazas veraniegas llenas, de colas en los museos tan largas como las de los recintos electorales, de gente que después de votar se ha ido a los cines de estreno a teñirse de rosa los ojos con Barbie, o a ver Oppenheimer.
Las calles frente a los cuarteles del Partido Popular y del Partido Socialista, los dos grandes contendientes, se llenan a medianoche de partidarios en espera de los discursos de sus candidatos. Las elecciones han dejado un panorama incierto, para el que está democracia, que se ha probado una vez más a sí misma en su fortaleza, se halla preparada. Gobernará quien sume más votos en el nuevo parlamento, y si no, habrá nuevas elecciones.
Y el marciano se va a dormir, porque mañana es otro día de levantarse a escribir temprano.