Cristina, un ancla que tiene al país atado al pasado
“Es necesario que todos aquellos que creen que es posible todavía cambiar algo en este país reflexionemos sobre las cosas que están pasando. Esto no es un juicio a Cristina Kirchner, es un juicio al peronismo, a los gobiernos nacionales y populares”, dijo la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner en su presentación, fuera del trámite judicial, realizada el martes pasado a través de las redes sociales, que los medios de comunicación cubrieron de modo directo, lo que hizo se pareciera a una cadena nacional. Fue así como los argentinos asistimos a una especie de lanzamiento informal de su candidatura a senadora nacional por la provincia de Buenos Aires. La doctora sabe que será condenada y necesita de esos fueros, como los necesitó Carlos Menem y que utilizó por casi 20 años.
Cristina involucra a todo el peronismo en su padecer, busca abrazarse a todos basada en una lógica perversa y egoísta: si a ella le va mal, les tiene que ir mal a todos, peronistas y no peronistas. La solidaridad de la mayoría de los gobernadores, intendentes y dirigentes peronistas con aspiraciones a algún cargo electivo, todos incapaces de plantarse con firmeza ante la Jefa, no se da solo por el convencimiento de su inocencia, que no pregonan como sí lo hacen con la supuesta “falta de pruebas”, sino por la necesidad de mantener a todo el Frente de Todos unido para poder contar con chances de retener el poder territorial y político que hoy ostentan. Cristina lo sabe y especula con ello.
En esa suma de adhesiones están los fanáticos que creen que una marcha popular puede torcer la decisión de un tribunal o el trazo de una investigación, como si la prepotencia callejera estuviera por encima de la independencia de los poderes de una república. Definitivamente el populismo no cree en el sistema democrático cuando éste no se somete a sus arbitrios, afecta sus intereses o castiga a sus líderes, allí no duda en intentar romper el orden institucional si fuese necesario. Ese tipo de voces se escucha estos días de modo violento. Para ellos no es importante si Cristina es culpable o inocente, lo que no deben permitir es que sea juzgada.
Y no lo hacen solo militantes con comportamiento de barra brava, lo hacen dirigentes, diputados, senadores que ni siquiera hacen honor a la investidura que el mismo pueblo les otorgó con su voto. Pero el caso más reprochable e inadmisible vino de parte del juez de la nación Juan Ramos Padilla, que señaló: “Que a Luciani le pongan un psicólogo para que no se suicide”, banalizando así uno de los hechos más trágicos de nuestra democracia, como fue el asesinato del fiscal Nisman, que el kirchnerismo sostiene aún como un suicidio. Una frase intimidatoria y demasiado desubicada, que se sentiría más cómoda en boca de un “capo mafia” que en la de un magistrado, justo horas antes que militantes kirchneristas pidan hacer públicos en las redes sociales los domicilios de los jueces del TOF 2 y los fiscales que participan del juicio a Cristina.
Cristina y el kirchnerismo son una apelación al pasado contante, lo hicieron cuando gobernaron entre 2003 y 2015 y lo vuelven a hacer ahora. Todas sus ideas y exposiciones políticas rememoran, de modo sesgado, a un pasado que no todos los argentinos vivieron de la misma manera. Néstor y Cristina se inventaron un pasado de lucha por los derechos humanos durante la dictadura militar que nunca tuvieron, ni siquiera les importó. Hacer plata era lo que los movilizaba, enriquecerse era su motivo de vida, jamás, siendo abogados, presentaron un habeas corpus por algún desaparecido. Esto se sabe y se dijo, pero ellos insistieron en demostrar algo que, al no poder probar con hechos, los obligó a construir una verdad en base a un relato falso. Casualmente es la misma estrategia que utiliza Cristina para defenderse en el juicio, no derriba una prueba de la acusación, no confronta los hechos, se dedica a contar otra historia, se victimiza con la persecución e intenta emular la proscripción a la que fue sometido Juan Perón. Como la inocencia parece muy difícil de demostrar, entonces apela a la construcción paralela de la situación, utilizando el pasado como espejo, sin importar si impera la verdad que, en definitiva, es lo que se busca en un proceso judicial.
La vicepresidenta habla del pasado siempre, del pasado histórico y del pasado reciente, donde intenta mostrarnos un país que no existió. “Me persiguen porque goberné bien”, piensa y nos dice, algo absolutamente debatible. Sus gobiernos nunca perforaron el piso duro de la pobreza estructural, que lleva tres décadas en el país y alcanza un 28%. Con todo el poder y con las arcas públicas acaudaladas, decidieron un modelo de asistencia social a la pobreza, para cautivar ese voto, pero nunca le dieron a esos sectores una chance de salir de la pobreza, prefirieron un estado clientelar antes que promover derechos y condiciones para el ascenso social. Deterioraron las instituciones, manosearon la justicia, la misma que hoy la pone contra las cuerdas. No existió un país de maravillas mientras ella gobernó, el país real era el de la inflación escondida, la baja calidad educativa, los subsidios corruptos al transporte, las tragedias que ello generaba como fue la de Once. En esos años se respiraba corrupción en cada rincón de su gobierno. Pero si esto no fuese así, y el país que dice Cristina gobernó hubiese sido el que nos vendían en las extensas y caras campañas publicitarias, no sería suficiente para exonerarla, ni siquiera debería ser tomado en cuenta la calidad de una gestión a la hora de rendir cuentas frente a la justicia por hechos de corrupción, fraude a la administración pública y lavado de dinero, que forman parte de las acusaciones que ella y varios de sus funcionarios enfrentan en distintas causas.
Quizás hablar del pasado es una estrategia para ocultar este presente espantoso que vivimos y que la misma vicepresidenta reconoció en su presentación cuando auto elogió los mandatos de Néstor y los suyos y los comparó con el presente: “¡No como ahora!”, dijo alzando la voz, mostrando que antes se gobernaba mejor. El que supo sacar ventaja de esta situación fue el “superministro” de Economía, Sergio Massa, que aprovechó que el lunes la agenda mediática y la atención social iba a estar puesta en los pedidos de condena del fiscal Luciani para presentar un “superajuste” que le quitó, entre otros recortes, 70 mil millones de pesos al presupuesto educativo. Lástima que los combativos dirigentes gremiales docentes estaban tuiteando y firmando comunicados contra el lawfare y no tuvieron tiempo de protestar contra uno de los ajustes más grandes que recibió el sector en décadas. Para ellos, defender a Cristina era más importante que la quita de fondos a la educación, tan necesarios luego del estado de desastre en que quedó nuestro sistema educativo pospandemia.
Mientras Cristina absorba la centralidad de la política argentina, mientras el peronismo se encolumne detrás de sus desgracias, mientras todo lo que suceda en el país deba ser aprobado o rechazado de acuerdo a su impresión -bajo esa tutela gobierna Alberto Fernández- la Argentina no tiene chances de salir adelante, ni de forjar un destino mejor.
Cristina tiene al país aferrado al pasado, todos bailan alrededor suyo, de su conveniencia o desdicha, ese juego retorcido hace que vivamos congelados en un tiempo que ya no es y que, de algún modo, nos hace sentirnos derrotados bajo la certeza de que el futuro no solo está cada día más lejos sino que también ya se cansó de esperarnos.