Cristina no habla con el Presidente, pero con el embajador de EE.UU. sí
Cristina Kirchner no le atiende el teléfono al presidente de la Nación, pero recibe con la mayor cordialidad al embajador de Estados Unidos. “It’s too much”, deben rezongar sus seguidores camporistas antiimperialistas, “los pibes para la liberación”.
No hay que inquietarse: como ella dejó dicho en 2012, cuando celebró la designación del sindicalista inglés Guy Ryder al frente de la OIT, en lengua cristinista “it’s too much” no significa, como para la mayoría de los angloparlantes, “es demasiado”, o “es el colmo”, sino “está todo bien”.
¿Pero está todo bien?
Bueno, no es tan común que un vicepresidente le corte el rostro, para expresarlo en crudo castellano coloquial, al presidente. En cuanto a embajadores norteamericanos, como presidenta Cristina Kirchner nunca fue de audiencia fácil, salvo, quizás, con Vilma Socorro Martínez, la enviada de Obama, primera mujer que se desempeñó como embajadora de Estados Unidos en Buenos Aires, quien concurrió un par de veces a la Casa Rosada acompañando a visitantes de su país.
Esto fue diferente. Primero, porque en el organigrama nacional las relaciones exteriores no son un resorte vicepresidencial, por lo menos desde la época en que el coronel Juan Domingo Perón era vicepresidente de una dictadura militar y acaparaba el área a expensas del limitado Edelmiro Farrell, expansión que le permitió, entre otras cosas, construir un entuerto legendario, bien rendidor, con el embajador Spruille Braden. Segundo, porque la vicepresidenta no sólo no se habla ahora con el Presidente, tampoco se habla con el canciller, cuya responsabilidad se supone que es manejar todas las relaciones exteriores, no el sobrante. Y tercero, porque la visita del embajador Stanley a uno de los despachos del Congreso por los que acaba de pasar el vidriero encastra con su proyecto de cobrarles un impuesto de 20 por ciento en dólares a los bienes y capitales radicados en el exterior, en criollo una remake del blanqueo pero con interesantes estímulos a la delación. Proyecto que agrada a quienes creyeron a pies juntillas que la deuda con el FMI sólo fue tomada por Macri-vos-sos-la-dictadura para fugar divisas. De nuevo la política imita a Netflix: si te gustó fugadores canallas te va a gustar repatriadores heroicos.
En 2006 Néstor Kirchner injertó en el tema deuda el concepto de soberanía y le descerrajó de un saque 9800 millones de dólares al FMI a la manera de la compra de los ferrocarriles de Perón en 1949: más relato que buen negocio. Cristina Kirchner, que venía sin explicar qué plan tenía para descartar el acuerdo de Martín Guzmán, propone sacarles plata a los ricos para humillar con el fangote que se recaude a los burócratas del FMI, esta vez tirándoles sobre la mesa quién sabe cuántos miles de millones y que se queden con el vuelto.
Autopercibida líder internacional, busca aparecer haciendo gestiones con Estados Unidos para que nos ayude con información (¿no estaba en ruinas el secreto financiero internacional?) a recuperar la plata de los malvados que se la llevaron, algo que, si es por lo que argumentaron en su momento expatriadores de mucho renombre como Néstor Kirchner, no se debería tanto a una perversidad congénita como a la falta de confianza en los gobiernos y en las movedizas reglas argentinas.
Lo importante, en definitiva, salió ayer en todos los diarios: la foto de la vicepresidenta recibiendo en el Senado al embajador de Estados Unidos. Ella puso su proyecto en el centro del escenario y usó a la visita, como si se tratara de un Braden invertido, para darle a su lanzamiento de producto –el fondo para pagarle al Fondo- una especie de ISO 9000.
La foto equilibra el álbum. Es que Cristina Kirchner se había estrenado como presidenta del Senado recibiendo al embajador chino (quien la visitó junto con la delegación venida de Pekín para la asunción del nuevo gobierno). Más tarde recibió al ruso, intermediario con su admirado Vladimir Putin. Recuérdese que ella manejó, mediante funcionarias que le respondían en forma directa -asiduas viajeras a Moscú-, las negociaciones iniciales de la vacuna Sputnik. Esos sonoros pasos de los representantes de China y de Rusia por el Senado en la primera mitad del mandato de los Fernández, lejos de ser protocolares, ilustraron la existencia de una línea diferenciada de la política exterior. La que en su peor juego pendular (lo que es mucho decir) hizo suya Alberto Fernández en vísperas de la guerra de Ucrania, cuando en nombre del país se regaló frente a Putin, a quien además intentó hacerlo sonreír hablándole mal de Estados Unidos. Estados Unidos venía de interceder con su 17 por ciento en el FMI para que la Argentina no cayera en default.
Al sumar al álbum al embajador norteamericano Cristina Kirchner parece querer decirnos que ella es más práctica que izquierdista y que tiene una receta, no sólo slogans como eso de que primero nos dejen crecer para poder pagar o como el que ahora reflotó su hijo, que es con la gente adentro. Bajar el gasto achicando el populismo, cualquier cosa que pueda ser llamado ajuste de las cuentas públicas, jamás.
Por suerte pasó el momento en que Estados Unidos era una amenaza. “Si me pasa algo que nadie mire hacia oriente, miren hacia el norte”, avisaba Cristina Kirchner un año antes de terminar la presidencia. Ahora Estados Unidos nos va a ayudar a encontrar, parece, a los que se la llevaron afuera. Bueno, en algún sentido ya venía ayudando, eso lo saben los herederos y presuntos testaferros de la fortuna amasada por Daniel Muñoz, el secretario privado de Néstor Kirchner fallecido en 2016, que sumó inversiones por el mundo del orden de los ochenta millones de dólares. Martín Lousteau dijo ayer que el nuevo proyecto de Cristina Kirchner es una ley Daniel Muñoz, porque busca en realidad blanquear capitales en negro de la corrupción kirchnerista. El link que hizo Lousteau subraya la ironía de que quien está procesada por actos de corrupción con rentas que, muchos argentinos creen, aún no fueron halladas en su totalidad, propone salvar al país mediante el descubrimiento de fortunas escondidas. Que su proyecto fomente la delación agrega curiosidad, sobre todo después de que por la causa de los cuadernos el kirchnerismo quería derogar la figura del arrepentido en cuestiones de corrupción, por considerarla inapropiada.
Las informaciones oficiales de lo que pasó en la tarde del lunes en la reunión del despacho vicepresidencial resultaron notablemente disímiles. La vicepresidenta dijo que los temas tratados fueron lavado de dinero, trata de personas y derechos humanos y que le solicitó al embajador la colaboración de su país con el proyecto que busca “crear un fondo nacional para la cancelación de la deuda con el FMI, con recursos recuperados en el exterior del lavado y la evasión”. El embajador, en cambio, informó que compartieron “el amor por la familia, el amor por nuestros países ¡y por los chocolates patagónicos!” (los signos de admiración le pertenecen).
Para quienes están habituados al arte de descubrir verdades agazapadas detrás de las palabras, el tweet del embajador fue más franco que el de la vicepresidenta. Fuentes confiables dijeron a este cronista que el embajador Stanley contó ayer en privado que la conversación había sido vacía de contenido. No habría que desconfiar entonces de la importancia que tuvo el tema de los chocolates de Bariloche.
Acreditado hace dos meses, amigo de Joseph Biden, el embajador Stanley es un abogado especialista en demandas colectivas a nivel nacional y litigios complejos a quien sus interlocutores atribuyen un gran sentido del humor. Además es líder de la comunidad judía, en Texas, gran recaudador de fondos de campaña y filántropo. Filantropía no sólo material: en 2014 le donó un riñón a un rabino enfermo en Dallas. Entre las muchas virtudes de Stanley todavía no está su dominio fluido del castellano y como la vicepresidenta tiene un nivel de inglés considerablemente inferior al del canciller se puede inferir que en el encuentro, de más de una hora de duración, la traducción de ida y vuelta se llevó una parte del tiempo.
El mismo lunes, al volver a la embajada, Stanley debe haberse sentado a escribir un informe clasificado al Departamento de Estado. Allí tiene que haber volcado sus impresiones personales tras semblantear a quien probablemente sea la persona más poderosa del país.
Las preguntas que se hace con urgencia el gobierno de los Estados Unidos sobre ella, cabe imaginar, no son demasiado diferentes de las que se formulan acá los factores de poder, todos los políticos y una respetable cantidad de ciudadanos de a pie. Tal vez no sean más de media docena:
1) ¿Hasta dónde piensa llevar Cristina Kirchner el enfrentamiento con el presidente?
2) ¿Tiene un plan para desplazarlo? ¿Acaso querría asumir ella al producirse una acefalía o es conciente de que una resistencia popular mucho mayor que la que la disuadió a ser candidata a presidenta en 2019 ahora probablemente le impediría gobernar? ¿Piensa en Claudia Abdala? ¿En Massa?
3) ¿Calcula, como se dejó trascender hace dos semanas, que la situación social y económica podría explotar en breve?
4) ¿Cuánto incide en sus análisis y en sus cálculos el problema pendiente de sus causas judiciales?
5) ¿Qué piensa que hará Alberto Fernández? ¿Seguirá en forma indefinida con la resistencia pasiva?
6) Si controlara el gobierno en forma plena, ya fuera como presidenta o a través de terceros, ¿profundizaría una alineación con Rusia y China?
Es obvio que ninguna de estas preguntas directas ni nada parecido se formula en un encuentro diplomático, lo que no significa que la atención no esté centrada en buscar indicios que ayuden a encontrarles respuestas.
En estos momentos en el Departamento de Estado deben estar leyendo el cable cifrado que, probablemente, haya despachado a Washington el flamante embajador con sus conclusiones. Nosotros también vamos a poder leerlo, pero dentro de unos cuantos años, cuando se desclasifique.
Antes tendremos el privilegio de conocer en vivo los verdaderos planes políticos de la vicepresidenta.