La Presidenta siente que el país es ella
Cristina Kirchner tiene la cualidad de resultar a veces mucho más explícita por las formas que por el contenido. En su último discurso, ayer en José C. Paz, abordó por fin el tema de la crisis migratoria que involucra a Europa desde hace por lo menos diez años y que llegó a las primeras planas locales junto con la disruptiva foto del niño Aylan Kurdi muerto.
"No quiero parecerme a países que expulsan inmigrantes y dejan morir chicos en las playas", dijo la Presidenta con voz quebrada, tras varios días en los que sólo había emitido opinión sobre un artículo del Financial Times referido a la crisis mundial.
En rigor, las probabilidades de que ella se parezca a un país son bastante bajas, digamos nulas. Una comparación así, plausible en el terreno literario, en términos políticos sólo tendría algún sentido si el sujeto de la ecuación fuera un monarca absoluto que tuviera la pretensión de asimilarse con su nación para luego establecer las equivalencias y diferencias internacionales que su paladar le dictase.
Suele aceptarse que ese monarca arquetípico fue Luis XIV, a quien se le atribuye haber dicho el 13 de abril de 1655 ante el Parlamento "l’Etat c’est moi" (el Estado soy yo). La frase no quedó registrada en ningún lado, pasó a la posteridad de boca en boca y por eso están los que dicen que fue inventada para redondear un estereotipo. El kirchnerismo quizá la tenga clasificada como un invento mediático. Al estereotipo de Luis XIV, en todo caso, se lo evoca cuando un jefe de Estado sin sangre azul ni poder vitalicio conjuga la primera persona en forma indistinta para ordenar el almuerzo y para saberse la nación misma.
Las probabilidades de que Cristina se parezca a un país son bastante bajas. Una comparación así, plausible en el terreno literario, en términos políticos sólo tendría algún sentido si el sujeto de la ecuación fuera un monarca absoluto que tuviera la pretensión de asimilarse con su nación.
Cristina Kirchner, a quien sólo le faltan tres meses para cerrar un ciclo de 4582 días, no se asimila con el Estado por descuido. Si fuera así no hubiera dicho ya en 2011, el mismísimo día que asumió la presidencia por segunda vez: "La falta de conexión muchas veces y de armonización entre las propias áreas del Estado nos convierte en un Estado bobo y yo quiero ser cualquier cosa menos boba". O sea, avisó que el Estado era ella.
Como analizó en su momento Beatriz Sarlo ("La oratoria del yo", publicado en la revista Noticias) "ese yo monumental, que piensa y dice, da a entender que no hay otra autoridad intelectual o política que pueda comparársele ni, mucho menos contradecirlo (para los contradictores, el sarcasmo)".
Cuando asumió por primera vez, en 2007, Cristina Kirchner le dijo a Joaquín Morales Solá que le gustaría que la Argentina, no ella, se pareciese a Alemania. Junto con la forma de hablar, pues, le cambió el gusto. Alemania, que según el gobierno a esta altura produce más pobres que la Argentina, es una de las naciones acusadas en José C. Paz por la Presidenta de dejar morir chicos en las playas y de echar –alusión a la canciller Angela Merkel- a una "piba" que quería estudiar. Europa y Estados Unidos son para la presidenta casi lo que eran Irán, Irak, Corea del Norte, Libia, Siria y Cuba para George W. Bush: el eje del mal.
Cuando asumió por primera vez, en 2007, Cristina Kirchner dijo que le gustaría que la Argentina se pareciese a Alemania
Se dirá que todo esto es sabido. La arrogancia, el reduccionismo, el discurso maniqueísta, el orgullo por el crisol de razas, lo malos que son los capitalistas del primer mundo, lo gauchos que somos acá con la inmigración. Es cierto. La novedad, o lo inesperado, es que la Presidenta renueva ese nacionalismo ramplón de resonancias rosistas para complacencia de la militancia cautiva y aprovecha para marcarle el terreno a Scioli (quién conserva el poder, cómo debe continuar la política exterior) cuando se supone que ella tiene urgencia en seducir a votantes de clase media refractarios al poder concentrado. El discurso presidencial con Lula como actor de reparto repite la consabida intención proselitista (el proselitismo del Frente para la Victoria siempre es solventado por el erario público), pero su ineficacia lleva a pensar que prevalecen rencores no saldados, centros de escena difíciles de abandonar, antes que una experimentada estrategia de campaña.
Tampoco la forzada equiparación del escándalo de Fernando Niembro con un choripán de oro mostró la destreza de antes para hacer campaña negativa. ¿Un choripán de oro? Cristina Kirchner debió estar pensando en Tucumán, donde el propio gobernador José Alperovich admitió que se repartió comida a cambio de votos. Quería reforzar la idea de que todos hacen las mismas cosas, que Cambiemos no es mejor que el kirchnerismo, que no se vengan a hacer los virtuosos. Si no se pueden conseguir más votos para el oficialismo, entonces que los opositores encojan.
Para colmo, como aquel día que la Presidenta bailó en Plaza de Mayo mientras la combinación de insubordinaciones policiales con saqueos dejaba diez muertos, ayer se dio otra coincidencia desafortunada. La frase "no quiero parecerme a países que expulsan inmigrantes y dejan morir chicos en las playas" coincidió con la noticia de la muerte del desnutrido quom Oscar Sánchez, de 14 años. La Casa Rosada intentó explicar más tarde que en la muerte de Oscar Sánchez intervinieron factores singulares. Algo parecido -que fue un caso especial- pudieron haber dicho sobre Aylan Kurdi el gobierno sirio o los países a los que Cristina Kirchner, magnánima, no quiere parecerse.
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