Cristina Kirchner ya controla el Gobierno y el Congreso, y ahora va por la Corte
La situación se aclara de una vez. Una porción significativa de las acciones del Gobierno son parte de la estrategia de defensa penal de una persona, la vicepresidenta Cristina Kirchner. Son decisiones coordinadas y alineadas con el propósito de salvarla del fuego de una o varias condenas en las causas de corrupción.
De eso se trata, en esencia, el plan para ablandar, subordinar o modificar en forma radical a la Justicia. La dimensión de la llamada reforma judicial(un eufemismo en un país que elige ignorar el valor de la palabra) se adecuará a la intensidad que requiera el operativo para liberar a Cristina de las pruebas, los testimonios y las investigaciones que se acumulan en su contra.
Tal vez convenga no entretenerse demasiado con el trámite parlamentario de la reforma ni con la posterior instrumentación de las leyes que sean aprobadas por el oficialismo y sus aliados. La evolución de todo ese proceso está atada a los signos de resistencia o de sometimiento que lleguen de los tribunales.
La vieja lógica del kirchnerismo está de regreso. A quienes no pueda sumar a sus filas y convertirlos en una herramienta política más –como hizo con los organismos de derechos humanos y los grupos piqueteros– tratará de dividirlos o, por fin, de destruirlos.
La reforma es por lo tanto la corporización de un mensaje que, a criterio de la vicepresidenta, no termina de ser escuchado en los tribunales. Lo primero fue hacer notar que, con el regreso al poder, los votos la hacían inocente. Las causas en su contra y las que afectan a sus funcionarios sufren alguna demora y varios de los exministros salieron de la cárcel. Pero no es suficiente. Es lo que explica el proyecto de reforma judicial.
¿Quería el Presidente llevar adelante esta operación? No mientras fue candidato; sí desde el primer minuto de su presidencia. En su discurso inaugural se comprometió ante Cristina a colaborar con librarla de su situación judicial.
Si Cristina hizo candidato a Albertofue con el compromiso de que ella también dispondría del poder presidencial que le estaba delegando para cumplir su propósito. Dicho al revés: si Fernández omite cumplir su palabra estará dando el primer paso hacia un rompimiento.
Es aquí donde se quiebra la esperanza de quienes imaginan un albertismo sin reparar en el detalle de que quien no lo desea es el propio Fernández. El Presidente parece dispuesto a cumplir el rol que tuvo siempre, que no es otro que el de ejecutar las decisiones de la jefatura. A cambio, tiene el privilegio de ocupar el máximo cargo del país. Para mandar está Cristina.
No hace falta ser un experto para ver con claridad que la reforma solo apunta hacia donde se deciden las causas de corrupción: Comodoro Py y la Corte Suprema. Lo que Cristina quiere cambiar es a los jueces que juzgan los casos que la involucran. Y para eso quiere multiplicar la cantidad de juzgados nacionales en la Capital Federal y, también, usar la llave maestra de los nombramientos de los nuevos magistrados.
La otra cuestión es la Corte, donde duermen varios recursos planteados por sus defensores para frenar o anular los juicios en contra de la vicepresidenta. El nombramiento de su abogado, Carlos Beraldi, en la comisión para dinamitar el actual funcionamiento de la Corte es un mensaje en sí mismo. Beraldi está en ese equipo de juristas no por su reconocida competencia en derecho penal, sino para advertir que es la líder política del país quien está golpeando las puertas de los tribunales.
La Corte, aun con sus enfrentamientos internos, mandó dos mensajes como primera réplica. Respondió con estadísticas de su actividad y dejó trascender que podrían abocarse al tratamiento de temas delicados para el Gobierno. No hay buenos y malos en la pelea por el poder; solo fuerzas cruzadas. Fue dicho y Beraldi es una prueba más de esa situación: las decisiones del Gobierno son parte de la estrategia penal de su líder.
Cristina tiene el control del Senado, maneja las líneas maestras del Gobierno y ahora, para ser inocente, necesita poner bajo su supervisión la última palabra de la Corte. "Vamos por todo".