Crímenes de odio: de la Semana Trágica a las mezquitas neozelandesas
Hace tiempo que Nueva Zelanda es un modelo a imitar. Una democracia dinámica e inclusiva; una economía moderna, abierta y competitiva; una sociedad diversa que parecía un ejemplo de tolerancia y pluralismo. Por eso fueron tan impactantes las imágenes del ataque a dos mezquitas de la localidad de Christchurch -transmitidas en vivo a través de la red social Facebook- llevado a cabo por el australiano Brenton Tarrant.
Supremacista blanco y admirador de Trump, Tarrant es apenas un eslabón más en la lamentable e interminable cadena de delitos de odio que a diario ocurren en todos los rincones del planeta. Nadie parece quedar exento, ni siquiera los sitios más remotos de un mundo hipercomunicado y asediado por grupos e ideas cada vez más extremos, intolerantes y violentos. Países desarrollados y en desarrollo; ciudades grandes, medianas y pequeñas; grupos y personas supuestamente educados y socializados en un entorno de reglas de juego estables y con Estados capaces de garantizar el imperio de la ley... Puede ocurrir tanto en la apacible Utrecht, en Holanda, como en Suzano, una localidad cercana a San Pablo, en Brasil. El objetivo puede ser un templo religioso, una escuela, un centro comercial, un cine, un hotel, un restaurante o hasta transeúntes que se dirigen a completar sus actividades cotidianas o se distraen en un paseo público.
Los crímenes de odio son resultado de la existencia de grupos que rechazan y agreden a otros individuos o comunidades sobre la base de sus ideas, religión, forma de vida, orientación sexual, cultura o por cuestiones étnicas o vinculadas a una identidad nacional. Independientemente de los motivos, suelen ser muy violentos y pueden perpetrarse de manera individual o como parte de una organización o red, real o virtual. Durante muchísimo tiempo, estos delitos quedaron impunes o no fueron debidamente sancionados por la inexistencia de una legislación especifica y apropiada, de la que muchos países siguen careciendo. En los Estados Unidos, con arraigadas prácticas de discriminación y segregación racial cuyas cicatrices pueden verse hasta nuestros días, se regularon a nivel federal recién en 1968, en el contexto de la lucha por los derechos civiles. En algunos estados persisten enormes agujeros legales que impiden una adecuada prevención y el eventual castigo.
Las redes sociales son un ámbito particularmente propicio para la difusión, expansión y consolidación de estos delitos. Potenciales avances en la inteligencia artificial y mejoras regulatorias permitirían que videos como los de Nueva Zelanda sean en el futuro identificados a tiempo y se interrumpa su difusión. Pero por una cuestión de libertad de expresión es muy probable que sobreviva cierta ambigüedad que permita a los fanáticos diseminar sus discursos y coordinar nuevas acciones. De todas formas, no todos los desafíos están relacionados con tecnologías de la información. A pesar de los avances legislativos y de los debates públicos sobre respeto a las minorías, diversidad y cuestiones de género, hay un fenómeno de inercia de prácticas y valores anacrónicos muy establecidos y amparados en la asimetría de poder e influencia entre víctimas y victimarios. Esto se profundiza y se vuelve dramático en casos como la persecución de inmigrantes, a menudo ilegales y con acceso muy limitado a una justicia digna.
Resignificados y potenciados desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, existen innumerables antecedentes de delitos de odio a lo largo de la historia. En los últimos tiempos un gran número -incluyendo el de Nueva Zelanda- se encuadra en lo que Samuel Huntington denominó "choque de civilizaciones": un conflicto inevitable entre un Occidente siempre contradictorio y complejo con el abigarrado universo del islam. Si se toman en cuenta las posiciones extremas de sendos bandos, el fundamentalismo islámico y la supremacía blanca, predomina una concepción de suma cero: la vida de uno depende de la desaparición del otro. No hay lugar para la convivencia, el diálogo o el entendimiento. Solo para la violencia: ambas posturas terminan siendo las dos caras de la misma e interminable grieta.
El ataque de Nueva Zelanda me encontró trabajando en una presentación que tendrá lugar el próximo martes en la Biblioteca Nacional, organizada por el Centro Simon Wiesenthal, y que trata sobre un aniversario muy singular: el centenario de la Semana Trágica, el primer y único pogromo latinoamericano y una de las matanzas más sangrientas de nuestra historia. Hace un siglo, la Argentina era todavía un ejemplo de éxito, una nación abierta al mundo en la que hombres y mujeres podían encontrar una tierra fértil y generosa para trabajar y vivir en paz. Sinónimo de esperanza y de sueños de prosperidad, millones de inmigrantes, incluidos mis abuelos, eligieron este país para desarrollar sus proyectos de vida, formar sus familias y escapar del hambre, las guerras y, precisamente, de los crímenes de odio. Nunca es fácil adaptarse a otro idioma o "vivir una cultura diferente", León Gieco dixit. Pero aquella gran Argentina que muchos añoramos (y, tal vez, idealizamos) se nutrió de esa pluralidad de acervos y costumbres para forjar una nueva y original identidad.
No fue un proceso sencillo, lineal ni ausente de conflictos, algunos muy violentos. Nunca la historia es plana. La realidad no escapa a los matices ni a las contradicciones. El mismo país de la Reforma Universitaria, el de la magnífica Buenos Aires y su aún impactante Teatro Colón, anidaba los embriones de la intolerancia, el fanatismo autoritario y la cerrazón mental, causas de su ulterior decadencia. Así, entre el 7 y el 14 de enero de 1919, tras una huelga en los talleres metalúrgicos Vasena, una empresa muy importante ubicada en Nueva Pompeya, se desató una ola de violencia política y racial sin precedentes. Un grupo integrado por sectores de la elite local con ideas de extrema derecha, denominado Liga Patriótica, se ensañó particularmente con los judíos ("rusos", en la jerga de la época) a quienes acusaron de haber sido los organizadores de la huelga. Con el apoyo o al menos la connivencia de las fuerzas policiales, estos grupos de choque (que algunos han llegado a comparar con el Ku Klux Klan, que en la misma época aterrorizaba a negros y católicos en buena parte del territorio norteamericano) destrozaron hogares, escuelas, templos y comercios, en particular en los barrios de Once y Villa Crespo, donde se concentraba gran parte de la colectividad judía. El saldo fue escalofriante: numerosos trabajadores muertos (no existen cifras oficiales fidedignas, pero según registros diplomáticos hubo más de 1000 fallecidos y cientos de heridos), unas 3500 personas detenidas y una represión terrible por parte de las fuerzas de seguridad, incluyendo las Fuerzas Armadas, que se involucraron en este conflicto interno. Hubo mujeres violadas y mutiladas, y hasta niños víctimas de abusos y violencia extrema.
Estos pogromos eran muy comunes en la Rusia de los zares y la Semana Trágica en parte se explica por la paranoia experimentada en el país como consecuencia de la revolución soviética. Con pretensiones internacionalistas y un discurso romántico que resignificaba las amenazas que el anarquismo y los grupos socialistas venían generando en los segmentos más cerrados de las elites locales, ese miedo a lo diferente en general y a la inmigración en particular se volvió incontenible con un conflicto gremial cuya escalada no pudo evitar un gobierno radical de transición, aún endeble para enfrentar el conflicto.
Un elemento clave es que, tal como ocurrió más tarde con los sucesos de la Patagonia Rebelde, la Semana Trágica se produjo durante un gobierno democrático y popular que implicó un avance notable en términos de ampliación de derechos políticos. Nadie puede dudar de que Hipólito Yrigoyen contribuyó a la democratización de nuestro país. Pero su gobierno no pudo evitar semejante proceder de grupos parapoliciales. La Liga Patriótica perdió influencia en la segunda mitad de la década del 20, pero la intolerancia, la violencia y los crímenes de odio continúan hasta nuestros días. Avanzamos mucho en materia legislativa y tenemos el Inadi, que lucha contra la discriminación, es cierto, pero hay un largo camino por recorrer y, dado el reverdecimiento del populismo autoritario, debemos estar más alertas que nunca.