Crimea, en clave realista
Supongamos que Vladimir Putin fuese el malo de la película y Rusia la nación agresora en el conflicto que sacude hoy no sólo a Crimea sino al orden planetario de la posguerra fría. ¿Qué agregaría ello a la compresión del problema? En realidad, los planteos de carácter moral o los análisis hechos con base en el derecho internacional público sirven de poco o nada para entender la política.
Una lectura, consagrada sin derecho a apelación en distintos foros académicos y medios periodísticos, insiste en considerar inconstitucional el referendo llevado a cabo en Crimea y violatoria del derecho la acción de Moscú a expensas de Ucrania. Las dos afirmaciones son ciertas y forman parte del problema, a condición de mirar las cosas de uno y otro lado de la colina. Porque Moscú también tiene argumentos.
La caída de Viktor Yanukovich, celebrada con bombos y platillos en Occidente, en Rusia fue recibida como un revés geopolítico de envergadura. Para un país que nunca ha disociado -ni en tiempos del zarismo ni durante el régimen soviético- la seguridad de la profundidad del territorio, cualquier corrimiento de las fronteras representa un hecho gravísimo. En la óptica de Putin, que un golpe de estado haya depuesto a su aliado en Ucrania y que, en su reemplazo, aparezca un gobierno orientado hacia Occidente, es peligroso no por razones morales. Por razones estratégicas: la frontera ucraniana lindante con la Federación Rusa está a 480 kilómetros de Moscú. Pero, además, cuál es el sentido de defender y reconocer el derecho a la secesión en Kosovo o Sudán del Sur y, en cambio, rasgarse las vestiduras cuando algo similar ocurre en Crimea. La forja de un régimen apoyado por Washington y Berlín y opuesto a Moscú, precisamente en una región clave del este europeo o, más precisamente, en la periferia rusa, era lógico que disparara una respuesta.
Crimea no es un territorio rico. La base de Sebastopol no estaba en juego, salvo que el gobierno de Kiev hubiera deseado incumplir el tratado vigente. Algo que nunca pensó, dicho sea de paso. Por lo tanto, la decisión de Putin no estuvo ligada ni a factores económicos ni a ese vital asentamiento naval en el Mar Negro. El fait accompli -los norteamericanos y los europeos no están en condiciones de revertir la ya consagrada anexión de Crimea- resultó, en rigor, producto de un ejercicio cuyo disparador fue el derrocamiento de Yanukovich. En cuanto a su lógica, descansó en una elemental ecuación costo-beneficio.
Putin llevaba las de ganar en virtud de que Europa es apenas un concepto geográfico, sin poder de fuego, y los Estados Unidos se hallan demasiado lejos para intervenir. Tragarse Crimea, pues, y con ello dar nuevos bríos a la empresa de reconstruir Rusia luego de la catástrofe soviética, lucía relativamente fácil. El nuevo zar moscovita perdió credibilidad en Tokio, Berlín, Londres, París y Washington, pero tuvo el apoyo indisimulado de sus compatriotas e, incluso, de algunos de sus más encarnizados adversarios políticos. Respecto de esta cuestión, ha sucedido en Rusia cuanto en la década del treinta del pasado siglo, después del diktat de Versalles, pasó en Alemania: los territorios perdidos no fueron reivindicados pura y exclusivamente por los partidos nacionalistas. Casi la totalidad del arco político germano, más allá de sus abismales diferencias en otros temas, abrazó esa causa.
No hay motivos de alarma. La idea de que podría repetirse la crisis de los misiles cubanos peca por antojadiza y anacrónica en tanto y en cuanto apela a categorías de la Guerra Fría para entender una crisis en donde aquéllas no hacen pie ni tienen sentido. Tampoco resiste el análisis trazar un paralelo entre marzo del 2014 y julio de 1914. Un siglo no ha transcurrido en vano.
Mientras en Moscú a alguien no se le ocurra invadir la Ucrania oriental -escenario este tan posible como harto improbable- las represalias tomadas por el G-7, Washington y la Unión Europea quedarán circunscriptas a lo económico. Nadie está dispuesto a morir por Crimea: los ucranianos porque no tienen fuerza suficiente; los tártaros, que, desde el punto de vista histórico, poseen más derechos que ninguno de los actores involucrados, porque Stalin los borró del mapa, y los países occidentales porque apenas saben dónde se halla ubicada Crimea.
La inocultable vocación de grandeza rusa -de la cual Putin es su actual portavoz- no debe confundirse con la voluntad de rearmar el tinglado geopolítico clausurado con el fin del comunismo. El mandamás del Kremlin conoce sus capacidades y sus límites. Acaba de ofrecerles a los iraníes construir dos reactores para uso no militar como antes intervino en la guerra civil de Siria. Lo último que desearía es un enfrentamiento con la OTAN. Al mismo tiempo, no parece dispuesto a dejar pasar las oportunidades que puedan presentársele en el Cáucaso o en el Báltico si volviese a estallar el problema de las nacionalidades y estuviese de por medio una gran minoría rusa.
Han quedado en evidencia varias cosas a la vez: la vigencia inalterable de las zonas y esferas de influencia como también de los principios clásicos de la geopolítica; el peso irrelevante del derecho internacional público cuando los protagonistas en disputa son potencias de primer orden; el deseo de la mayoría de los vecinos de Rusia de unirse a la OTAN o a la Unión Europea o a las dos organizaciones juntas; la convicción rusa de que puede quedar cercada por naciones hostiles y, por último, la obligación norteamericana de aceptar las consecuencias derivadas de su apoyo a un régimen antirruso en Kiev.
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