Costos y aprendizajes de la desvinculación externa
Desconectados del resto del mundo, la cerrazón ha sido una máscara para esconder nuestro defendido desorden estatista, y la apertura futura requerirá correcciones que ahora parecen inevitables
- 6 minutos de lectura'
La Argentina es un país más desvinculado del resto del mundo de lo que se suele advertir, especialmente en su ámbito socioeconómico. Al evaluar los resultados se lo advierte fácilmente: la proporción de inversión extranjera directa operando en nuestro territorio descendió 75% desde que comenzó el siglo XXI (hoy ronda apenas 0,2% del total planetario); nuestra participación en el comercio internacional mundial se achicó 25% en el mismo lapso (y este año orillará meramente el 0,25% del total global –la menor ratio histórica–); el financiamiento exterior que permita invertir a nuestras empresas es el más bajo relativo en la región; la cantidad de empresas internacionalizadas es mucho menor que en países comparables (son argentinas apenas 6 de las mayores 100 multinacionales latinoamericanas y la inversión de empresas argentinas en el exterior solo representa el 0,1% del total mundial), y la proporción del empleo en nuestras actividades exportadoras es la menor de todo el subcontinente como consecuencia de que la relación entre las exportaciones y la dimensión de nuestra economía es solamente la mitad de la ratio mundial (esa ratio mundial es del 30%).
Como efecto, tenemos una proporción de exportaciones por habitante que es la mitad de la mundial y 20% inferior a la latinoamericana (siete países nos superan en esta medición en América Latina). Lo referido no es algo ajeno a cada uno de los argentinos. Se sufren altos costos por estar “tan lejos”. Los países menos vinculados con el resto del planeta pagan siete grandes costos: gozan de menos inversión, generan menos empleo de calidad, sufren menor crecimiento económico, debilitan su desarrollo tecnológico, se enfrentan a más frecuentes crisis financieras y cambiarias, reducen su capacidad de recaudación fiscal y atrasan el desarrollo de su capital humano.
Antiguos mitos (fácilmente desactivables al constatar la realidad) han mantenido vigencia persistentemente, pese a todo, entre nosotros. Las viejas palabras aislacionistas han prevalecido por mucho tiempo sobre las evidencias. Ya advertía Marco Aurelio que todo lo que escuchamos es una opinión y no un hecho y que todo lo que vemos es una perspectiva, no una verdad. Pues, a la luz de los resultados, convendría escarbar más allá de los discursos.
Los países más abiertos tienen menor tasa de desempleo (y no mayor) y sus empresas son más competitivas (y no más vulnerables); muchos mercados más avanzados tecnológicamente tienen mejores salarios (y no padecen “el fin del trabajo”) y sus sociedades son más prósperas. Si se acude al índice de apertura mundial (World Openess Report), se advierte que los países más participativos en el resto del mundo son aquellos en los que mejor se vive: Alemania, Irlanda, Singapur, Suiza, Países Bajos, Canadá, Reino Unido, Hong Kong, Nueva Zelanda o Australia.
En los últimos años, el planeta asiste a una profunda transformación que es necesariamente supranacional. Es cierto que se ha temido por un regreso a los nacionalismos por diversas razones –como algunos movimientos políticos populistas, ciertos acontecimientos naturales o climáticos, la última pandemia y hasta determinados problemas geopolíticos o militares globales–, pero la evidencia muestra que la internacionalidad, aunque cambia de condiciones, está resultando indetenible: el comercio internacional total llegó en 2022 al récord de 32 billones de dólares (40% más que hace diez años); el stock mundial de inversión extranjera superó la marca de 45 billones de dólares (creció a más del doble en un decenio), y el flujo de datos, conocimiento e información transfronterizos (el mayor motor de la nueva globalización) se incrementó 45 veces en una década.
El mundo asiste a un proceso basado en una revolución tecnológica; el desarrollo del saber productivo aplicado; la integración de empresas en ecosistemas creativos formados por inventores, innovadores, financiadoras, trabajadores, productores y comercializadores, y el avance productivo basado en estándares sofisticados para atender las necesidades de la época. Y hasta señala la World Intellectual Property Organization (WIPO) que los procesos de invención y patentamiento con valor económico son crecientemente transnacionales y hasta transcontinentales.
Más que a empresas, la nueva internacionalidad integra a ciudadanos (a través de las nuevas tecnologías), conocimiento (que se alimenta en las redes mundiales de innovación), trabajo (por el telecommuting), países (por medio de estrategias geopolíticas) y tendencias sociales (activadas por nuevos líderes –no políticos– planetarios). ¿Por qué entonces la Argentina se autoinflige los altos costos propios de ser un país con muy débiles vínculos exteriores?
Básicamente por cuatro razones: nuestra desinstitucionalización desalienta la competitividad, el desorden macroeconómico impide la productividad, la sobrerregulación rigidiza la economía y obstruye la innovación, y (especialmente) nuestra ancestral cultura de evitar acuerdos de integración internacional y apertura recíproca con socios potenciales hace más difícil la participación de nuestras empresas en cadenas de valor internacionales (donde accedemos en una proporción que es la mitad del promedio mundial).
Los países exitosos están desarrollando una nueva agenda externa: seleccionando y eligiendo aliados, y, sobre ellos, creando coaliciones normativas comunes. Hay ya más de 360 acuerdos de integración económica internacionales vigentes en el planeta, y en ellos, crecientemente, se forman alianzas basadas en confluencias específicas: de los free trade agreements se pasa a los deep trade agreements. Y esos países apoyan a sus empresas competitivas (dice John Seaman en el Ifri que, como novedad, mientras ahora las empresas de tercer nivel exportan productos y la de segundo nivel exportan tecnología, las de primer nivel exportan estándares). Los países exitosos, así, fomentan la participación de sus actores sociales y económicos en la generación de innovación (que, por su complejidad, como ha enseñado Henry Chesbrough, requiere alianzas y apertura).
Pero la Argentina se ha quedado lejos de todo esto. Y como efecto, nuestro PBI per cápita (medido a tipo de cambio de mercado) es 30% inferior al total latinoamericano y equivale solo al 50% del mundial. La naturaleza humana es inviolable. Y no admite el progreso en aislamiento. Pero asistimos a una oportunidad: el fracaso enseña lo que la victoria oculta, dice Enrique Rojas. La cerrazón ha sido una máscara para esconder nuestro defendido desorden estatista y la apertura futura requerirá correcciones que ahora parecen inevitables. Precisamente la palabra progreso proviene del latín progressus, que significa “avance” (y proviene del verbo progredior: “ir adelante”). Y quizá precisamente nuestra sensación de malestar actual sea un punto de nuevo inicio.
Escribió Sarmiento en el Facundo: “Las convulsiones traen también la experiencia y la luz, y es ley de la humanidad que los intereses nuevos, las ideas fecundas y el progreso triunfen al fin desde los hábitos ignorantes y las preocupaciones estacionarias”. Una nueva estrategia internacional argentina es requerida. Y deberá basarse en una visión antes que en una técnica. Casi en una cultura antes que un plan. Ya no se tratará de “exportar más”, sino de generar vínculos varios en las múltiples disciplinas de la compleja interacción mundial. Porque la desvinculación empobrece. Y dice George Gilder que la auténtica pobreza no es tanto un estado de los ingresos como un estado de la mente.
Especialista en negocios internacionales, presidente de la International Chamber of Commerce (ICC) en la Argentina