Coronavirus: ¿un nuevo pacto educativo?
La pandemia del coronavirus nos enfrenta a un nuevo escenario: por primera vez en la historia, de manera simultánea, instituciones educativas de todo el mundo deben apelar a la tecnología como resultado de una necesidad autoimpuesta e insoslayable.
Afortunadamente, la tecnología educativa progresó mucho. En 2017, especialistas de Oxford anunciaron la creación de la Woolf University, la primera universidad Blockchain del mundo. Su fundador prometía una experiencia educativa ubicua y sin intermediarios, que no resignara ni la calidad de los contenidos ni el carácter personalizado de la interacción entre docentes y alumnos.
El éxito o fracaso de este proyecto, que algunos caracterizaron como "un Airbnb para académicos", aún es materia de análisis. Más allá de sus eventuales limitaciones, resulta innegable que desafía la manera tradicional de concebir e implementar la educación superior.
Especialistas en educación escolar de nuestro país promueven escenarios igualmente disruptivos. En mayo de 2018, el Cippec presentó su propuesta del Sistema de Educación Digital (SED) que recomienda, entre otras cosas, crear una "Escuela en la nube", y utilizar plataformas adaptativas para combinar las exigencias curriculares obligatorias con los intereses particulares de cada alumno. Esto permitiría a los docentes -indican los autores- dar clases a distancia ante un problema de acceso (catástrofe natural, enfermedades, etc).
Las plataformas educativas del futuro ya son una realidad en diversos países. Como verdaderos Netflix de la educación, algunas de ellas pretenden adaptar su oferta a partir de la interacción con el alumno, basándose para ello en la analítica de datos y el machine learning. Si bien su uso permanece acotado, algunos entusiastas auguran que provocarán el fin de la escuela tal como la conocemos.
Hoy cualquier docente tiene a la mano una variedad de aplicaciones que permiten el desarrollo de actividades interactivas con alumnos en tiempo real (sincrónico), sin sincronicidad horaria (asincrónico), o con una combinación de ambas. Nos referimos a recursos tan familiares como el Skype, Zoom, EVA, Hangouts, Meet, Classroom, o Teams, por mencionar unos pocos. En casi todas las universidades y escuelas se extendió el uso plataformas de código abierto, gratuitas y de alto impacto como Moodle.
¿Cuánto de toda esta innovación está siendo verdaderamente aprovechada por los docentes e instituciones educativas? La pandemia pone al descubierto varias brechas o problemáticas que los especialistas en la temática conocen desde hace tiempo. Destaco sólo 3:
La brecha didáctica. Muchos docentes estarán familiarizándose con la tecnología por primera vez en su vida. Más allá de haber tenido incursiones ocasionales, la novedad reside en su uso regular y compulsivo. Un añoso profesor confesaba días atrás su reticencia a hablar frente a una cámara sin audiencia. Nada más anacrónico, en tiempos del microlearning, scroll-learning, la gamificación y la simulación virtual.
Todavía hoy numerosos docentes admiten su preferencia por lo presencial sin haber vivido jamás una experiencia de aprendizaje virtual completa. No hay nada de malo en predicar esta preferencia. El problema reside en denunciar sin haber experimentado.
La brecha tecnológica. Un informe del Defensor del Pueblo de la Nación de 2017 indicaba que, de las cerca de 50.000 escuelas de gestión estatal a lo largo del país, el 53% no contaba con conectividad a Internet. Las expectativas para 2019 llevarían este porcentaje aproximadamente al 40%. Resulta auspicioso desde el punto de vista del progreso, aunque insuficiente para garantizar el acceso a la educación virtual por parte de numerosos alumnos y docentes.
Del lado de las familias, el cuadro es más alentador. Un informe del Indec de 2019 señala que 78 de cada 100 personas utilizan Internet en sus hogares y 84 emplean teléfono celular. Sin embargo, apenas el 40% cuenta con computadora, una herramienta más amigable para la educación.
Un desafío cultural. La pandemia del coronavirus nos retrotrae de alguna manera a un tiempo en que los hijos aprendían en sus casas, tutelados por sus padres, hermanos o institutrices. Para niños y padres de aquella época el valor del aprendizaje, su necesidad para la promoción humana y el ascenso social, era incuestionable. Por diversas razones, esta valoración se fue deteriorando. El cuestionamiento a la evaluación, la desautorización de docentes, la banalización de la sana exigencia, la judicialización de los conflictos, entre otras cosas, son síntomas de una crisis que no sólo atañe la dimensión técnico-profesional, sino principalmente, a la valoración social de la educación.
La pandemia eliminó súbitamente el andamiaje de recursos y "tecnologías disciplinarias" propias de los ámbitos y modalidades educativas tradicionales. Esta circunstancia desafía la capacidad de autorregulación y motivación de los alumnos. Padres y docentes conocemos las dificultades que tienen los niños y adolescentes para organizarse y encontrar motivación para aprender. En consecuencia, extremamos los mecanismos de supervisión y control; un círculo vicioso que retroalimenta los mecanismos defensivos y estrategias de escape.
Nuestros hogares son hoy un pequeño "laboratorio doméstico educativo". Tenemos una oportunidad única para reflexionar con nuestros hijos y entre nosotros acerca de la importancia que verdaderamente asignamos a la educación. También para acordar sobre el grado de responsabilidad y autonomía que cabe exigir a cada uno de quienes formamos parte del proceso de aprendizaje. Las circunstancias ameritan forjar un nuevo pacto educativo.
Doctor en filosofía (Universidad de Navarra) y profesor de la Universidad Austral