Coronavirus: tres imágenes de la pandemia
La crisis actúa como una radiografía de los líderes mundiales, expone sus virtudes y miserias sin contemplaciones
La primera imagen es de desconcierto.
La mirada atónita, consternada por lo que sucede ante sus ojos, pertenece a la doctora Deborah Birx, coordinadora del equipo médico que acompaña a Donald Trump en sus conferencias de prensa diarias en la Casa Blanca. Birx está sentada a un lado del atril presidencial mientras el mandatario lanza, impertérrito, otra de sus absurdas sentencias, en una rutina que desde el comienzo de la crisis mantiene perpleja a la opinión pública norteamericana.
Luego de mostrar interés en averiguar si podía inyectarse desinfectante, como la lavandina, a personas contagiadas con el coronavirus para curarlas, Trump miró a Birx y volvió a la carga con otra idea descabellada: le pidió que hablara con médicos para ver si existía alguna forma de aplicar "luz y calor" para erradicar el virus en la gente. "Deborah, ¿has escuchado algo de esto?", lanzó el mandatario en la sala de periodistas más importante del mundo.
La experta en salud pública, que, junto con el doctor Anthony Fauci, es un personaje extraordinariamente popular en los Estados Unidos porque enmienda con serenidad y rigor científico las extravagancias del presidente, salió del paso como pudo: "No como tratamiento", balbuceó. Las cámaras capturaron en el instante sus ojos desorbitados. El video ardió en las redes, con más de nueve millones de visualizaciones. Después vino lo de siempre. Un sinnúmero de especialistas debieron advertir que tomar cloro o lavandina podía causar la muerte. Los fabricantes del desinfectante más conocido del país se vieron obligados a emitir un comunicado para aclarar que no debía ser administrado en el cuerpo humano bajo ningún concepto. Hasta hubo reportes de un centenar de personas que merecieron atención médica tras seguir el consejo del presidente. Y, como corolario, la típica pirueta en ridículo de la Casa Blanca: la vocera presidencial culpó a los acreditados de sacarlo de contexto y el propio Trump se jactó de que había querido ser "sarcástico". Otro papelón en el prime time.
En solo cinco semanas 26,5 millones de personas pidieron el seguro de desempleo en los Estados Unidos. Se calcula que la tasa de desocupación saltará del 4,4% –último dato oficial– a más de un 15% por la ola de despidos. Hasta la pandemia, la carrera hacia la reelección del magnate de Nueva York parecía descontada, con la oposición dispersa y la economía a todo vapor. El catastrófico yerro de ningunear la epidemia, los más de 55.000 muertos y los disparates cotidianos lo trastocaron todo. Desde el 16 de marzo, Trump habló 28 horas netas en 35 conferencias de prensa ininterrumpidas. En una de cada tres preguntas que le formularon respondió con un ataque a alguien; el 25 por ciento de su tiempo lo empleó para dar información falsa o engañosa, según un relevamiento del último fin de semana de The Washington Post.
La cobertura informativa del manejo del coronavirus ha sido abrumadoramente negativa. Confinado en la Casa Blanca, lejos de sus actos partidarios, el golf y los viajes, Trump se siente aislado y de malhumor. Por lo general, baja al Salón Oval después del mediodía luego de una panzada de zapping por los canales de noticias. Por eso, cuando faltan seis meses para la elección presidencial, a nadie sorprende que aparezcan encuestas en Pennsylvania, Florida y Ohio, los tres estados claves donde Trump ganó en 2016, en los que el candidato demócrata, Joe Biden, lidera la contienda por hasta 8 puntos de diferencia. El mundo patas arriba en un pestañeo.
Explica Rafael Mathus Ruiz, corresponsal de LA NACION en EE.UU. desde hace una década: "A fines de enero Trump estaba en su mejor momento. Había logrado salir del juicio político indemne, la economía volaba, había firmado un acuerdo comercial con China y su popularidad rondaba el 50 por ciento, lo que para un presidente de EE.UU. en su tercer año es un valor altísimo. Trump veía la crisis como un problema lejano, de China. Hoy, todo cambió. Muchos norteamericanos creen que Trump es el peor presidente para lidiar con una crisis sanitaria y económica, ven en la alemana Angela Merkel a la gran líder global y anhelan tener algo parecido. Creo que Trump está desesperado, esta crisis lo ha superado por completo, nunca se imaginó que iba a estar en esta situación y de alguna manera ve cómo la presidencia se le escurre entre las manos. La economía, que era el gran pilar de su popularidad, se desintegró, y los expertos vislumbran que la recuperación tendrá más forma de W que de V".
La segunda imagen parece un derrumbe.
Jair Bolsonaro repite los vicios de aquel, pero con peor suerte. Apenas va por su segundo año de gestión, pero sus sucesivos desbordes ya llevaron a que una parte de la prensa brasileña se pregunte si podrá terminar su mandato. En dos semanas, y contra el deseo de la calle, perdió a su respetado ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta. Enseguida renunció el de Justicia, Sergio Moro, el político más popular de Brasil, que se despidió acusándolo de buscar obtener "informes de inteligencia sigilosos" al despedir al director general de la Policía Federal, de reconocida independencia del poder político.
Moro se fue pegando donde más duele, con elogios a la expresidenta Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores, a cuyos líderes el entonces juez investigó sin cuartel hasta llevar a la cárcel. Cuán penoso será el momento del brasileño que el mismísimo expresidente Fernando Henrique Cardoso rompió su habitual moderación para pedir públicamente su renuncia.
"Hay una sensación de una población indefensa ante lo que hace el presidente. Parte de la ciudadanía busca refugio en sus gobernadores y alcaldes, que son quienes hasta ahora se han mostrado más activos en las medidas de aislamiento social como el cierre de comercios y escuelas. En cuanto a la gobernabilidad, es indudable que Bolsonaro está en su momento de mayor debilidad. Muchos brasileños lo votaron en 2018 tapándose la nariz, intentando dejar a un lado todo su historial antidemocrático y su discurso agresivo. Con la salida de Moro, que era un certificado de transparencia, el presidente pierde en popularidad y queda cuestionada la idea de que sea algo nuevo", apunta Marcelo Silva de Sousa, que reporta para LA NACION desde Río de Janeiro.
Al presidente se lo ve cada vez más refugiado en sus hijos, especialmente Carlos, concejal por Río de Janeiro. A él se le atribuye la estrategia de radicalización del discurso, el enfrentamiento permanente. Algunos reporteros acreditados en el Palacio de Gobierno reconstruyeron, según fuentes cercanas a Bolsonaro, que se lo vio "desbordado emocionalmente", quebrado en llanto en algunas reuniones y decididamente en busca de los ministros militares para surfear la crisis.
La contracara es la imagen del aplomo y el buen juicio.
La encarna "mamita", como llaman afectuosamente los alemanes a Angela Merkel, cuyo estilo profesional y medido es imposible de impostar. Quince años después de haber llegado al poder, el 80 por ciento de sus conciudadanos se declaran satisfechos con su acción. Once puntos más que hace un mes, precisamente por la situación de Alemania frente a la epidemia. Contrariamente a Francia, Italia o España, Alemania dio un ejemplo de control, con menos muertos y hospitales que nunca se vieron sobrecargados. Algunas cifras: con 83 millones de habitantes, Alemania registró hasta el lunes último 5984 muertos; Francia, con 65 millones, tuvo 22.856 muertos, mientras Bélgica, con apenas 8,3 millones de habitantes, tuvo 7207 fallecidos.
"Durante otras crisis, como la de los inmigrantes, muchos le reprocharon a Merkel no haber explicado lo suficiente su política. Esta vez fue todo lo contrario: por primera vez en 15 años se dirigió a la población por televisión, también desde la cancillería dos veces por semana o responde preguntas de la prensa. En otras palabras: está mucho más presente que otras veces. A veces, en tiempos de calma, ese estilo inerte le ha jugado en contra. Esta vez, su retórica –Merkel es física de formación– se adaptó perfectamente a la situación. La canciller explica las cosas con calma, precisión y sin golpes de efecto", narra Luisa Corradini, que sigue los pasos de su gobierno para LA NACION desde París.
La crisis actúa como una perfecta radiografía de los líderes mundiales, expone sus virtudes de Estado y desnuda sus miserias personales sin contemplaciones. Como nunca, salen a la luz el temple, el espíritu verdaderamente democrático y los rasgos más íntimos de su carácter. Está claro que la población los juzgará por la efectividad de sus medidas, pero cuando el narcisismo, la intolerancia o los desvíos autoritarios desfilan a toda hora en cadena nacional el espejo solo devuelve sinsabores y contrariedad. La pandemia no tolera medias tintas: o se transmite protección y sosiego o se ahondan el miedo y la incredulidad en mandatarios que hasta hace cinco minutos tenían el país bajo la suela.
¿Y la Argentina cómo se ve? Como en muchos otros países, la sociedad argentina parece haber reaccionado aglutinada como ante una amenaza exterior, bajo un estado de guerra, detrás de un presidente que hasta aquí ha demostrado estar al mando de la situación. Las encuestas reflejan que la población premia, así, a Alberto Fernández por haber sido previsor y por mostrarse consensual en el manejo de la crisis, sin reparar, aún, en cierta violencia verbal en voces dentro de su espacio.
Empiezan a aflorar señales de hartazgo ante el confinamiento y reclamos por hechos insostenibles que apaña la pandemia, como la masiva liberación de presos y las dilaciones en reabrir el Congreso. Es un escenario en movimiento que requiere un renovado ejercicio de equilibrio, evitar la autosuficiencia y acertar con los delicados desafíos del momento: cómo salir del aislamiento de forma segura y cómo sacar a la economía de la parálisis.