Coronavirus: también una lección sobre el medio ambiente
Para cuando nos demos cuenta, será irremediablemente tarde. Las inesperadas catástrofes que nos parecen inexplicables son la consecuencia de desequilibrios que nosotros mismos causamos, aunque no nos resulta evidente. Los efectos acumulativos -aunque a veces imperceptibles- sobre el medio ambiente de nuestra actividad industrial y nuestro modo de vida (los residuos, subproductos indeseados de nuestra civilización técnica) terminan por convertir ese cambio cuantitativo en un cambio cualitativo.
Es precisamente la gradualidad de ese proceso lo que resulta engañoso, desconcertante para nuestro sentido común. Pero alcanzado un punto crítico que todo nuestro saber acumulado es incapaz de predecir, esos cambios en la temperatura de la atmósfera o de los mares que nos parecen pequeños, insignificantes, terminan por producir efectos gigantescos, abrumadores.
Medio grado más en la temperatura promedio del planeta parece poco, pero eso puede significar miles de kilómetros para el avance de enfermedades tropicales, como el dengue. O nuevas temperaturas extremas, como las que desataron incendios gigantescos en Australia, arrasando millones de hectáreas, matando más de un millón de animales silvestres y probablemente extinguiendo varias especies, además de las pérdidas económicas y humanas sin precedente.
A pesar de las explicaciones de la comunidad científica sobre el cambio climático, la acidificación de los océanos, el nivel del mar o el derretimiento de los hielos que antes llamábamos eternos, nuestro sentido común se resiste a entender la correlación entre los pequeños números y los grandes números.
El coronavirus resulta de una única mutación microscópica en algún lugar de China, pero la escala de su efecto en un mundo superpoblado produce cientos de miles de enfermos, tal vez millones, una pandemia de escala incontrolable, una catástrofe que nos resulta inexplicable. Aunque no podemos vincular directamente los cambios demográficos, las emisiones de gases de efecto invernadero, o el uso extensivo de antibióticos o pesticidas con cada una de estas catástrofes, vienen a desenmascarar la sensación de seguridad de nuestra civilización técnica.
Somos poco conscientes de que todos nuestros sistemas de supervivencia, económicos, alimentarios, energéticos o de salud están diseñados sobre un punto de equilibrio. Equilibrio entre demanda y oferta, entre necesidades y recursos, entre patógenos y antibióticos, entre malezas y cultivo. Las ciudades, por ejemplo, están siempre localizadas en una posición de equilibrio entre el acceso al agua y la defensa del agua. Ese punto estratégico hallado a lo largo de los siglos es extraordinariamente frágil a las variaciones en el nivel del mar y de los ríos, ambos afectados por el cambio climático. Aunque el incremento anual del nivel de los mares se mide en milímetros, estos alcanzarán súbitamente máximos inéditos que nuestras infraestructuras no podrán soportar. El cambio gradual se habrá manifestado violentamente, y con ello amenazará no solo la comodidad de nuestras casas, destruirá los sistemas sanitarios de saneamiento y provisión de agua desencadenando emergencias sanitarias para las que tampoco estamos preparados. Entonces, ya será tarde, solo podremos paliar las consecuencias.
Ya es tarde para evitar un calentamiento global de 1,5 grados, que era considerado muy grave. Los científicos del Panel Intergubernamental de Cambio Climático nos dicen que deberíamos reducir un 45% nuestras emisiones de gases de combustibles fósiles antes de 2030 para evitar que el calentamiento global supere los 2 grados.
Sin una percepción pública de la correlación entre los pequeños números y los grandes números, llevar adelante las acciones necesarias ha demostrado ser políticamente imposible hasta ahora. La pregunta es si una pandemia de las dimensiones que ha tomado la provocada por el coronavirus, capaz de aterrorizar a las naciones avanzadas, desplomar las bolsas de valores o paralizar el turismo y el deporte, tendrá el poder de convencimiento que las catástrofes locales no han tenido.
La única vía de acción contra el cambio climático es global, es decir, con un consenso global y solidario entre todas las naciones. Igual que para el coronavirus, no hay remedios locales para catástrofes que son globales.
¿Aprenderemos la lección que nos ofrece la pandemia?
El autor es profesor en la Universidad de Palermo, miembro de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente