Coronavirus: los males de siempre en el mal de hoy
Es una vieja ley. Las crisis y el tiempo acentúan los rasgos esenciales de las personas y de los países. Lo bueno y lo malo, la indiferencia y el arrojo, la generosidad y lo miserable se hacen visibles y tangibles, sin la grisácea pátina de la normalidad y la inercia.
Incluso los valores sepultados en los prejuicios afloraron en estas horas de incertidumbre. La idea de un país desobediente y rebelde quedó desdibujada por un ejercicio colectivo de aislamiento cumplido por una mayoría responsable. Las excepciones y las vulneraciones no hacen más que confirmar que los argentinos asumieron que cumplir era más conveniente que incómodo. Ese comportamiento quedará grabado en la memoria colectiva con la misma intensidad con la que nos castigue la pandemia. Ese capital de la sociedad seguirá siendo puesto a prueba en el esfuerzo extra que el Gobierno pedirá al extender la cuarentena.
Menos sorprendente es el papel del propio Alberto Fernández. El Presidente actúa de acuerdo a su personalidad política. Ha buscado consenso en médicos y en dirigentes propios y ajenos para avanzar en decisiones tan rotundas como paralizar el país aun al precio de acentuar al extremo la recesión anterior al coronavirus.
Es el mismo Fernández que a la hora de los tironeos con los intereses económicos y políticos busca refugio en la fuente que lo llevó al poder. Y habla con las palabras e insinúa los hechos que pronuncia y propone el kirchnerismo duro.
¿Hay, acaso, dos hombres en un mismo presidente? No. El primero expresa sus deseos y el segundo asume sus debilidades en una pugna sin desenlace, cuando apenas despunta su administración y el fenomenal desafío del coronavirus recién cursa su primera etapa.
El país y el Estado son los mismos pero sus grandezas y miserias brotan más nítidas en contraste con la tragedia. Están los vecinos que pretenden discriminar a los médicos que comparten sus edificios y están las multitudes que se asoman a los balcones para reconocer la tarea que realizan. También están los funcionarios, como los del Ministerio de Desarrollo Social, que en nombre del apuro y de la emergencia recuperan la vieja costumbre del sobreprecio nada menos que con fondos para comprar alimentos. Con ellos, como contraparte imprescindible, aparecen los mismos pseudoempresarios de siempre que intermedian mercancías entre concursos y expedientes amañados.
¿Qué diferencia al sistema de corrupción centralizado de aquel kirchnerismo con las obras públicas de estos rasgos de corrupción? Aquellas eran licitaciones cartelizadas y estos son negociados descubiertos con solo cotejar las compras con los precios máximos establecidos por el propio gobierno. Los hábitos resurgen intactos en medio de una administración fragmentada en sectores unidos para llegar al poder, con vicios comunes, pero liderazgos distintos.
Una parte significativa del país está vacunado contra los robos descarados que algunos siguen practicando. Fernández debería establecer a quién le toca la cuarentena y a quién el encierro.