Coronavirus: Los problemas del estado de emergencia en América Latina
Hace algunos años, y discutiendo sobre los poderes de emergencia otorgados en favor del Ejecutivo, el profesor Stephen Holmes contó la trágica historia que había atravesado su hija.
Luego de sufrir un accidente gravísimo (ella cayó de espaldas desde la ventana de un segundo piso), un equipo médico se acercó prontamente a asistirla. Mientras, agrupadas en torno al equipo sanitario, las personas gritaban desesperadas por acciones urgentes ("más rápido, ¡más rápido!"), las médicas y enfermeras a cargo del procedimiento optaban por desarrollar, con sumo cuidado, los protocolos pre-establecidos para estos casos. Conscientes de la urgencia, el personal médico -decía Holmes- "trataba de minimizar los riesgos de cometer errores fatales pero evitables, como los que suelen cometerse bajo situaciones de presión sicológica extrema". En otros términos: la emergencia requiere, más que de medidas improvisadas y rápidas, de reglas y procedimientos fijados de antemano, ejecutadas por profesionales.
Me adelanto entonces a la conclusión de este texto: podemos aprobar muchas de las decisiones tomadas por el Gobierno en este tiempo en cuanto a restricciones de derechos y cuarentenas, pero sin dejar de recordar nunca una historia regada de enseñanzas, sobre los riesgos propios de: 1) centralizar el poder al extremo, en un contexto de desigualdad; 2) limitar derechos constitucionales en nombre de alguna emergencia; y 3) dejar el espacio público en manos de las fuerzas de seguridad. Para analizar tales temas, me referiré a las medidas adoptadas hasta el momento y que generan perplejidad en lo que concierne a tres aspectos.
Emergencia de salud y restricción de derechos. La primera perplejidad se refiere a las numerosas voces que, desde las ciencias médicas y afines, especialmente, reivindican las drásticas restricciones de derechos que se deciden, en nombre de la "emergencia de salud".
La "emergencia de salud" es, tal vez, la excusa más perfecta para justificar restricciones drásticas de derechos (en nuestro país se habló muchas veces de "cirugías extremas" y "amputaciones necesarias" frente a amenazas tales como el "cáncer de la subversión"). Sin embargo, como el ejemplo presentado arriba nos sugiere, tenemos razones para pensar sobre la cuestión con mayor cuidado. Primero, resistir la idea de que la emergencia exige ("naturalmente") la concentración de poderes; y segundo, analizar con extrema prudencia cualquier llamado a intercambiar "protecciones de salud" por "derechos básicos". Como señalara John Rawls, las libertades básicas (que incluyen derechos políticos, de reunión, petición o queja) gozan de una "prioridad lexicográfica" frente a los restantes: en principio, no deben limitarse nunca, en nombre de necesidades sociales, económicas o de otro tipo. La razón no es oscura: se trata de derechos no "intercambiables" por constituir el "sostén" de todos los demás derechos. Si ellos se ponen en riesgo, toda la estructura de derechos entra en crisis.
A pesar de lo dicho, América Latina aparece recorrida por decisiones diarias, que dejan a la luz problemas como el señalado. Así, en Perú acaba de entrar en vigencia una norma que exime de responsabilidad penal al personal policial que, en ejercicio de sus funciones, cause lesiones o muerte. En Bolivia, el gobierno de facto tomó la "excusa perfecta" del virus para postergar el llamado establecido a las elecciones nacionales.
Insisto entonces con el primer punto: la "emergencia sanitaria" no resulta obviamente "intercambiable" con los derechos civiles y políticos; ni requiere de modo "natural" un llamado al poder concentrado (vuelvo sobre esto en el punto siguiente).
Estado de sitio y poder presidencial. Esta otra perplejidad surge del hecho de que, dentro de la comunidad jurídica, no aparezcan voces críticas cuestionando lo que es una declaración virtual de estado de sitio. Para decirlo resumidamente: las restricciones de derechos pueden llegar a justificarse, pero solo algunas y solo por ley (no por DNU); los decretos de emergencia están expresamente prohibidos en ciertas áreas (materia penal); el estado de sitio no puede resultar nunca de una súbita decisión presidencial. Sin embargo, nada de lo señalado parece importar en la actualidad.
Ante todo: es difícil determinar en qué sentido no nos encontramos hoy en un estado de sitio, dada la concentración de poderes en el Presidente; la extrema limitación de derechos constitucionales (incluyendo los derechos de manifestación y reunión); y el espacio público monopolizado por las fuerzas de seguridad (con el Ejército volcado de lleno a "tareas internas", relativas a la asistencia social). Es decir: aunque parte de la comunidad jurídica haga silencio por miedo, y otra avale lo actuado en nombre de un momento que juzga "demasiado grave," lo cierto es que vivimos hoy en una situación jurídicamente irregular, lo cual (en "un gobierno de abogados y científicos") no puede tomarse como un detalle menor: la Constitución, y no solo la salud, está siendo puesta en juego.
Como sugiriera el ejemplo del comienzo: los protocolos a cumplir (legales en este caso) resultan cruciales para "minimizar errores esperables en situaciones de crisis". Lo cual nos lleva directamente a la cuestión sustantiva: en situaciones de crisis social y tensión colectiva, necesitamos escuchar mucho más que nunca las voces de quienes impugnan, demandan y desacuerdan. Tales voces merecen informar y corregir la toma de decisiones "oficial", en lugar de resultar relegadas por la intervención de la dirigencia que las invoca sin consultarlas, o quedar aplastadas por arengas militares (como las del ministro de Seguridad de Buenos Aires).
Historia política, desigualdad y control policial. La tercera perplejidad es la que surge frente al modo en que reconocidos cientistas sociales callan hoy los dos argumentos que nos daban siempre: la urgencia de evitar los sesgos de clase, y la necesidad de contextualizar todo análisis, vinculándolo con nuestra propia historia. Pues bien, ellos fallan hoy, complacientes, en ambos campos.
Primero, porque la "fórmula salvadora" que aceptan e imponen ("lavado de manos y confinamiento") resulta de cumplimiento imposible o irrazonable para amplios sectores de la población ("sin agua y hacinados"). Segundo, porque una vez más, y a pesar de todo, ellos vuelven a caer embelesados frente al canto de sirena del "Ejército del pueblo" -el que reparte alimentos al "pueblo honesto"- y frente a la policía que hoy nos pide documentos, nos baja del transporte público y nos requisa, pero "solo porque quiere cuidarnos". Y lo cierto es que, a la luz de la historia americana, las implicaciones de militarizar el espacio público son previsiblemente trágicas. Lo reconocemos todos estos días en América Latina: policías que abusan de sus poderes, como si estuvieran de fiesta; gendarmes que obligan a "bailar" a los sospechosos por "portación de rostro"; fuerzas armadas que disparan contra los pobres, porque ahora pueden.
Notable: algunos parecen actuar hoy como si no lo supieran, como si la historia y el contexto no se los hubiera venido advirtiendo desde hace más de 200 años.
Constitucionalista y sociólogo