Coronavirus. La frase del año: "aplanar la curva"
Siempre se aprende algo nuevo de la especificidad de los oficios. Ahora es esto de "aplanar la curva". Si hubiera un premio anual a la creatividad lingüística, la prensa internacional aplaudiría que fuera otorgado a los epidemiólogos. Bravo por los epidemiólogos. Tres palabras tan sedantes, de mullida y suave sencillez para contrastarlas con estos espinosos tiempos neuróticos y de mundial revuelo. Apenas arrastran el dejo de un teorema inquietante para quien deba evaluarlas en apremio desde la cabina de una locomotora lanzada a velocidad rauda: ¿aplanar la curva?
Se habla de "aplanar la curva". Y bien: aplanarla no asegura que cesen las muertes por el Covid-19, pero promete escalonar peligros al evitar el caos sanitario hasta que disminuya la velocidad por contagio del virus. Ante una suerte de puerta 12, como aquella de una tarde aciaga en River Plate, la población podría levantarse en protesta por la insuficiencia de medios para una masa excesiva de gentes que debiera ser atendida de urgencia.
Tenemos la frase del año. La biología molecular aportó en los últimos veinticinco años el mayor número de contribuciones lexicográficas a la lengua. Señal de un dinamismo fructífero e innovador. En los sesenta y los setenta la creatividad devino de la sociología y el psicoanálisis. Los economistas han estado siempre al día con los hallazgos anglófilos, que tarde o temprano dejan el limbo de los neologismos y se legitiman por la tarea de los académicos de la lengua. Los académicos no crean nada; acogen las novedades del habla popular si cumplen con las condiciones de tiempo y espacio que habilitan su consagración en el diccionario que mancomuna a 500 millones de homínidos calificados en el uso del español. Sin esos andariveles de la academia dejaríamos un día de entendernos y dilapidaríamos las ventajas culturales de pertenecer a una de las especies parlantes de mayor densidad mundial.
En 2020, llegó el turno de los epidemiólogos. Tributarios, como otros oficiantes, del genio científico expresado en inglés: flatten the curve. Contraseña de que frente al virus se requiere ganar tiempo con restricciones sociales, como las cuarentenas, más rígidas, más elásticas, a fin de que de forma controlada un porcentaje de la población quede expuesta al mal y se logre el grado de inmunidad de rebaño en términos suficientemente generalizados. Hasta que haya una vacuna. El "rebaño" somos nosotros, otra perla lingüística.
No es una solución perfecta; es la que hay. Mientras tanto, cada país adopta el propio modelo de batalla. Cuando se buscan líos cualquier excusa alcanza. Entre los más infortunados en este asunto figuran las palabras de gobernantes que se meten en camisas de once de varas al comparar sus propios modelos con modelos ajenos y tropiezan en el arte de hablar con buen criterio. Cada modelo responde a países con culturas o visiones diferentes de la responsabilidad social y política, individual y colectiva. Por más que los epidemiólogos trabajen de igual manera que los economistas sobre bases matemáticas para la formulación de sus modelos, los fracasos tan comunes entre los economistas nada garantizan sobre la posibilidad de que sus émulos acierten en el campo de la salud pública. Han patinado bastante desde el verano, convengamos.
Lo indiscutible en eso de flatten the curve o de que aplanen, oh sí, la curva de contagios, es de una tranquilizadora serenidad en medio de la saturación de hipérboles para explicar lo que en realidad se va resolviendo entre pruebas de error y verdad. Quedarán, sobre todo en países como el nuestro, de enclaustramientos compulsivos extremos, cambios por prolongarse en el porvenir. Ya sabemos que ha crecido de manera exponencial el aprovechamiento de poderosas tecnologías de la comunicación, con gangas notorias en el uso del tiempo, y ahorro de costos que en adelante serían irrepetibles.
No todas las palabras han invitado al sosiego. Lo habrá percibido, al escucharse, la diputada oficialista que sugirió que el Estado debería quedarse con las empresas privadas en la proporción en que haya contribuido al pago de salarios en estos meses. Como debería saber que eso no ha sido más que la compensación a las empresas por haber obligado el Estado a paralizar o reducir drásticamente la actividad privada. Les cercenó recursos, las hundió en deudas y va en camino de convertir a la Argentina en el país con más larga cuarentena en el mundo. ¿Es eso un éxito, cuando por añadidura se desatienden otras dolencias?
El fenómeno no inquieta mayormente a las gentes propensas, entre millones de empleados públicos nacionales, provinciales y municipales, a quedarse en las casas con cualquier pretexto. Tampoco a los otros millones de personas que perciben asignaciones del Estado; pero espanta, en cambio, a quienes ganan el sustento por sus propios medios, asumen riesgos y ven con impotencia a sus empresas, entre las que hay miles y miles de pymes, deslizarse hacia el quebranto. Temores parecidos atenazan a sus obreros y empleados.
Hay palabras para el futuro y palabras que retrotraen por afinidad a experiencias necias del pasado. Cuando se expone la falsa disyuntiva entre "salud o economía", como si fuera posible disociarlas en el país al que desde Belgrano amamos como portador de destino histórico, creemos entrar en un túnel del tiempo de más de cincuenta años. ¿Se acuerdan de aquel presidente de facto que había ascendido a general sin haber cursado la Escuela Superior de Guerra? Lo llamaban "la Morsa". Con la ilusión de que así se atornillaba al poder, el presidente Juan Carlos Onganía argumentaba que no tenía un plan político, pues primero debía arreglar la economía. Una vez arreglada la economía vendrían las cuestiones sociales y, por último, la política. Sabemos cómo terminó Onganía. Hoy, el Gobierno lleva cinco meses en el poder sin un plan económico. Siempre habíamos supuesto que un plan de tal tipo debía anteceder a una negociación con nuestros eternos acreedores. A lo mejor los tiempos han cambiado y eso sea admisible en el mundo de hoy. No es hora de anticipar juicios; faltan apenas días o semanas para verificar si las cosas funcionan ahora de este otro modo.
Lo de aplanar la curva ha sido como brizna templada en un coliseo en que vuelcan palabras provocadoras, como las de la posibilidad de una inmigración de médicos cubanos. Fueron descalificados a tiempo por médicos argentinos, pero deberían haberlo sido más aún por la experiencia de esa Venezuela que cae a pedazos en la pandemia, tal vez por haber confiado en años la salud de sus gentes, y su política, a la injerencia de La Habana.
Cada vez que Luis María Bello viajaba a Buenos Aires manifestaba desconcierto por el tono enfático de la radio y la televisión en Buenos Aires; percibía una gandulería igual de imperdonable en un número apreciable de porteños. Bello fue corresponsal de LA NACION en París entre 1960 y 1984, año de su muerte. En Bello se encarnaba el understatement de los ingleses. Ejercicio de narrar algo a otro, y de que este lo entienda si infiere, aparte de haber escuchado bien, lo que faltaba ser dicho.
Sin embargo, ha sido desde esa discreta solista que es la vieja Albión que ha partido el más rotundo de los comentarios sobre las consecuencias de la pandemia: "Esto ha sido lo peor que se ha visto en 300 años", ha dicho el Banco de Inglaterra. Entre gente con flema, es no poco decir. Podríamos invertir los papeles; en lugar de decir que veníamos mal y vamos peor, resumir nuestra situación a que con diez días de cuarentena el PBI argentino bajó en marzo el 11,5 por ciento. Punto.
Puede sorprender, por la repercusión relativa que en su tiempo tuvieron los datos, que la influenza pandémica H1N1de alcance mundial sufrida por la Argentina en 2009/10 haya ocasionado 626 muertes con 12.080 casos de contagios, según registros del Ministerio de Salud. Todavía estamos hoy cerca de esas cifras. Lo llamativo es que fueron 1.479.108 las personas identificadas en la Argentina por haber padecido durante aquel período, con clímax en la semana 26, síndromes asociados a algún tipo de influenza: gripe, etcétera.
La crisis presente constituye un fenómeno de proporciones históricas, pero está lejos de avalar la más apocalíptica de las predicciones: no está a la vista el día del juicio final. En el desarrollo evolutivo de la biosfera, en la que el hombre es actor esencial tanto para teólogos como para políticos e intelectuales, ha habido en la antigüedad otros fenómenos de parecida naturaleza, y bastantes más graves que este.
Por cifras de la Organización Mundial de la Salud y del relevamiento de lo que respetados historiadores alegaron a la Enciclopedia Británica, condensados en la última y admirable edición de Criterio, sabemos que nada ha sido peor que la peste negra de 1347 a 1351. Se cobró 200 millones de vidas. Hasta aquí el Covid-19 ha infectado en el mundo a 5,2 millones de personas, pero provocado 340.000 muertos.
Los registros más antiguos sobre letalidad de las enfermedades contagiosas conciernen a la peste antonina, de 165 a 180 A.D., en la que murieron 5 millones de personas, y a la plaga de Justiniano, de 541/542, que mató entre 30 y 50 millones de personas. En las grandes tragedias suele prescindirse de la exactitud estadística. Se establece un rango de probabilidades, como en el caso de la llamada gripe española: causó entre 40 y 50 millones de muertos. Más que el sida, que desde su aparición en 1981 acabó con un número estimado entre 25 y 35 millones de seres. Tres gripes famosas: la rusa, de 1889/90; la asiática, de 1957/58, y la de Hong Kong, de 1968/1970, ocasionaron 1 millón de víctimas.
Guillian Tett, editora del Financial Times en Estados Unidos, hizo notar que el año último en los Estados Unidos murieron 34.000 personas por accidentes de tránsito, 84.000 por diabetes, 480.000 por tabaquismo. Caen lágrimas por los muertos de la pandemia. ¿Pero por quién doblan las campanas entre aquellos vencidos consumidores de cigarrillos en cuyas marquillas se anunciaba con descaro que "Fumar mata"?
El relevamiento de los últimos dos milenios suscita reflexiones de interés para los debates sobre lo que sobrevendrá a raíz de la pandemia. Los 200 millones de muertos por la peste negra del siglo XIV representaron una tragedia inimaginable a la luz del mundo vastamente más poblado de hoy, de 7500 millones de habitantes. O del que se prevé para 2050, de 9200/9500 millones.
¿Con qué grado de seriedad puede establecerse entonces un encadenamiento causal de otros fenómenos con el Covid-19, sobre el que esperamos que China comunista se abra a la investigación internacional que pide Occidente? ¿Acaso con los fenómenos de la globalización, la libertad de mercados y las cuestiones ambientales en controversia por la industrialización y la inserción de los servicios y el desarrollo agropecuario mundial en la sociedad del conocimiento? La falta de sustento convincente respecto de esa relación trabajada en los incansables talleres del relato populista, tan activos estos días y tan desafectos al esfuerzo y las penurias de quienes innovan, crean y producen, se patentiza en esta otra observación que sigue.
¿Cómo ha sido posible, en poblaciones mundiales de tamaño en absoluto inferior a lo que evidencian los cuadros demográficos actuales y sin las palancas del progreso que se activarían más tarde, que la potencia aniquiladora de los patógenos que atacaron a la humanidad antes de la Revolución Industrial haya provocado cataclismos de inmensa y mayor gravedad que el que aún nos mantiene en vilo?
Hagamos de lado los aspavientos, que solo confunden, y reflexionemos sobre lo de verdad incontrovertible ante una enfermedad que todavía no ha sido debidamente comprendida. Seguimos con la modesta apelación a las mismas tres precauciones básicas de los hombres y mujeres cautos del Medioevo: distanciamiento social, barbijo e higiene de las manos.