Coronavirus. El silencio de los políticos
La nueva normalidad ya llegó. Está aquí. En todas partes. Expandida a los más variados órdenes de la vida. Desde la desocupación, la deuda y el futuro de los teatros hasta la agenda de los preescolares. Es la incertidumbre. Por su propia esencia tiene carácter provisorio, pero mientras tanto, la incertidumbre es lo normal.
Tanto se nos naturalizó que ya ni sorprende el silencio de quienes, supuestamente, deberían estar alzando la voz para hablar del destino colectivo. Para iluminarlo. Para guiarlo. Para proponer, advertir, criticar, impugnar, acompañar, aplaudir, enmendar, alentar, impulsar, soñar. Lo que fuere.
Exceptuado el presidente Alberto Fernández, que habla todos los días, en el resto del arco político lo que abunda es la parquedad o el completo mutismo. ¿Callan quienes nada dicen porque no tienen nada para decir, están desconcertados, secos de ideas, impertérritos ante la ácida alquimia de pandemia y recesión, o calculan que primero le toca mover al destino, que el destino hará pronto su jugada mayor, quién sabe cómo, llegará y pasará el pico de la pandemia y, entonces sí, será hora de echar luz sobre este drama multifrontal, hora de pensar y de decir?
Posicionamientos, opiniones sobre asuntos sustanciales, ya que existe consenso en que se está cayendo toda la estantería, es lo que no hay. Aún así muchos cronistas insisten en referirse a los políticos como "referentes". En tiempos de Isabel Perón y López Rega una campaña oficial rodeó el Obelisco con la leyenda "el silencio es salud". Nunca un slogan fue tan redondo como metáfora, porque con la excusa de que los automovilistas redujeran el uso de la bocina se le estaba poniendo letra al ruido de las metrallas de la Triple A.
Ahora nadie está pidiendo silencio, a menos que se tome al pie de la letra la retórica nunca bien explicada de Alberto Fernández cuando dice –lo repitió el lunes en Pilar- que no pueden existir diferencias en medio de la pandemia. ¿Cuáles diferencias estarían desaconsejadas? En todo caso es difícil concluir que los silencios de la dirigencia política argentina se deben a ese celo.
¿Prudencia o falta de ideas? ¿Especulación? ¿Todo a la vez? Están en silencio gran parte de los opositores, empezando por Mauricio Macri, quien les hizo derrochar tinta a aquellos analistas que lo vislumbraban como el seguro jefe de la oposición. Un doble equívoco. Primero, porque el lugar de jefe de la oposición no existe ni existió en el último siglo (llegó a haber, si se quiere, un líder opositor estelar, como Ricardo Balbín cuando murió Perón). Y segundo, porque Macri está guardado.
Hoy nadie aparece siquiera cerca de liderar a la oposición, la cual tampoco funciona en nuestro sistema como un sujeto político abroquelado. Quienes vienen de gobernar y cosecharon recientemente millones de votos, de esto se trata, parecen hallarse en cuarentena política. Decidieron aislarse en serio.
Terminó de ponerlo en evidencia, por contraste, el pronunciamiento de 300 investigadores, intelectuales y periodistas titulado "La democracia está en peligro", donde se habla de "infectadura". Al margen de lo que se piense sobre el contenido o la dureza del pronunciamiento sobresalió su soledad. Son intelectuales de prestigio diciendo que el equilibrio entre los poderes ha sido desmantelado, que el Congreso funciona discontinuado, la Justicia se autoexcluye. Que, en definitiva, la democracia está en peligro como no lo estuvo desde 1983. ¿Y los partidos políticos no tienen nada para decir? ¿Sus líderes tampoco? ¿Ni siquiera para opinar que los intelectuales exageran o que deberían rescatarse determinados aspectos de las medidas sanitaristas?
Macri en el llano bajó el perfil a sus mínimos personales históricos, en términos acordes con la hibernación de quienes fueron sus socios políticos entre 2015 y 2019, empezando por Lilita Carrió, quien volvió a retirarse. Tal vez los radicales resultaron la parte más expresiva de Cambiemos, debido a su mayor organicidad y a las posturas cotidianas de los gobernadores de ese origen. En el centro del escenario Horacio Rodríguez Larreta tal vez deje la impresión de que la oposición estuvo convocada a compartir la mesa oficial. Pero no sucedió exactamente así.
El jefe de Gobierno porteño corporizó un paso muy saludable al ser sumado por el presidente Alberto Fernández junto con el gobernador bonaerense Axel Kicillof en el entendimiento de que debía primar en la lucha contra el coronavirus un criterio geográfico y no partidista, dándose lugar a los responsables del área metropolitana, la más expuesta. Para las costumbres argentinas esto significó un verdadero hito institucional. Pero a la vez ese hito se descascaró por su propia singularidad. Entre otras cosas se lo devaluó con especulaciones de rosca política. En mayo para colmo el kirchnerismo bonaerense se dedicó a construir un culpable futuro, como el dólar futuro pero de coronavirus, y disparó acusaciones sobre la autoridad institucional porteña con la que el Presidente había acordado trabajar.
Aparte de la participación en la toma de decisiones y del nada sencillo proceso de coordinación con Rodríguez Larreta (y de los demás gobernadores e intendentes opositores) no existe diálogo institucional alguno entre el Gobierno y los opositores. Algunos de ellos, en general de segundo o tercer nivel, aparecen en los medios. La mayor parte de las veces se expresan en torno de los alcances de la cuarentena, debate silvestre que no constituye un diálogo ni podría estar encaminado a articular mejor la pandemia con la economía, el impacto educativo, cultural y los demás efectos de la crisis.
Desde luego, tampoco hay que confundir falta de pronunciamientos públicos con inactividad política. Se sabe que todos los políticos están activos, incluso elaboran documentos sobre la crisis. El problema es que esos trabajos no le llegan a la sociedad ni al Gobierno.
Macri no habla y su antecesora, la actual vicepresidenta, tampoco, si bien sus respectivos silencios no serían equiparables. De Cristina Kirchner suele decirse que es la líder que tiene el proyecto político propio más acabado de la plaza. Sin embargo, escudada detrás del atendible argumento de que no quiere duplicar el mando, en tres meses de pandemia, bajo una crisis económica que amenaza con superar las marcas temerarias de 2001, ella todavía no se pronunció en público. Su silencio es ruidoso probablemente debido a la costumbre. Es fácil recordarla incontinente en sus tiempos de cadenas diarias, cuando no dejaba rubro sin atender con su palabra señera. Iba del yacón al amaranto, de los lactobacillus, los camélidos y los triglicéridos a los diaguitas y de allí a los diabéticos. También ella vio venir (o clamó por) un nuevo orden social. Lo concibió hace nueve meses en La Habana durante su última gira literaria. Pues bien, se ignora si en su opinión la pandemia precipitará al nuevo orden social o si se canceló. Tampoco se sabe de qué se trata. Exégetas aseguran que si lo que sigue es un capitalismo que se revisa, mayores nacionalismos y un aumento del dirigismo estatista, el kirchnerismo estará de parabienes.
Res non verba, no hablamos porque hacemos, dirán los propios K. El kirchnerismo retempló el dogma, es cierto, mediante sus dos iniciativas con sello de agua, el impuesto a las grandes fortunas y la idea de que el Estado se quede con una parte de las empresas a las que ayuda. Que en atención a la baja temporada oral vienen sin prospecto.
Cuarentena mediante, hay menos escenarios para la política. En los hechos no está disponible la calle. Las cacerolas perdieron a la vez fuerza y espontaneidad y ya ni hay ganas de aplaudir cada noche desde los balcones a médicos y enfermeras. El hastío tal vez iguala. Envuelve tanto a los de a pie como a la clase política. Nunca mejor dicho, encerrada.