Vivimos días de gran incertidumbre a causa de una pandemia que se ha extendido por el mundo; sin embargo, nuestro aquí y ahora no se agota en esa amenaza, sino que se abre a otros sentidos que acaso ayuden a comprender mejor lo que nos toca vivir,futuro en suspenso. La pandemia certificó con un hecho irrefutable el fin del tiempo lineal y de la idea de progreso, condiciones de la posmodernidad
¿A qué llamar presente? ¿Habrá tenido razón Giuseppe Tomasi di Lampedusa? ¿Se requiere que las cosas cambien para que todo siga igual? ¿O porque algo esencial sucede o se comprende en un momento dado, ya nada será igual? ¿Qué anida, larvado en el presente, en términos de porvenir? ¿Solo el azar o un destino? ¿La historia seguirá impartiendo inútilmente sus viejas lecciones? ¿Cambia el hombre de piel sin dejar nunca de ser el que fue, desde que su conciencia incorporó la emoción del tiempo? ¿A qué se debe que Sófocles, Esquilo, Eurípides y el Eclesiastés aún nos importen? ¿A su incesante actualidad o a nuestra arraigada antigüedad? ¿A qué responde la trágica repetición de nuestros errores? ¿Qué sirenas son las que hechizan al hombre y con su canto lo fuerzan, una y otra vez, a despedazarse contra las rocas de su obstinación?
Demasiadas preguntas, tal vez. O quizá una sola, infinitamente reformulada. Y hoy y una vez más y con urgencia, reiterada con el apremio que impone la devastación que, con siniestra ecuanimidad, va sembrando la peste en el planeta.
Sabíamos a nuestro tiempo amenazado por diversos males: el calentamiento global, la pobreza doblemente humillante en un mundo abastado, el terrorismo, el tembladeral que hoy afecta a las democracias. Pero que este se les sumaría, no lo imaginábamos ni lo presentíamos. Menos aún, que su magnitud alcanzaría la envergadura geográfica que tiene hoy. Casi toda la Tierra, a su pesar, lo hospeda como a un intruso indeseado. La profundidad de su poder mortífero infunde a nuestro presente una impronta decisiva. Su versión de lo trágico no deja lugar a dudas sobre la brutal contundencia con que procede. Ni sobre la demoníaca astucia de su configuración.
EL PRESENTE COMO APARIENCIA. Rige hasta hoy una antiquísima creencia que ha impuesto la convicción de que el presente, conceptualmente hablando, es algo ilusorio y que escapa por completo a toda tentativa de apresarlo.
No sería, como tal, más que inasible fugacidad y, en suma, pura inexistencia. Yo me inclino a creer sin embargo que esa presunción es abusiva. Un somero ejercicio lógico puede bastar para dar sustento a esa disidencia.
Por vertiginosa que sea, la sucesión no deja de ser duración. El gerundio, tiempo verbal rebosante de sabiduría, nos prueba que es posible estar yendo e ir siendo, sin dejar por eso de ser y estar donde eso ocurre. "Hoy es siempre todavía", aseguraba Antonio Machado, velando con gracia insuperable el empleo de ese gerundio del que se negaba a prescindir. Y lo mismo don Francisco de Quevedo, al decir que el hombre "en viviendo, cayó en tierra."
Si solo somos transitorios, ese mismo tránsito prueba que es preciso ser para ir pasando y que, por eso, lejos estamos de la mera apariencia o de ser solo inconsistencia. "Sombras de un solo día" llamó a los humanos el genio poético de Sófocles, pero ello no desvirtúa en nada la evidencia de que ser tiempo es infinitamente más que no ser. Por supuesto que el agudo Agustín no se equivocaba al confesar que, si se le preguntaba qué era el tiempo, no sabría cómo definirlo. Pero, añadía, ello no le impedía afirmar que ignorar no es lo mismo que ser insensible; y que el tiempo, en su sentimiento, resultaba tan inconfundible como difícil de conceptualizar. De modo que si el presente es inapresable, no por eso resulta menos real. Y no habrá Platón capaz de persuadirnos de que se trata de un espejismo por no subordinarse a un significado o no caber en una definición. Ahí están, por lo demás, el cuerpo y la memoria para asegurarnos que lo que hemos sido y ya no somos, requiere que sigamos siendo para que lo podamos advertir.
LA MUERTE ES HOY Y NO MAÑANA. El presente sigue siendo hoy como lo ha sido siempre esa vivencia del tiempo que se conjuga, con incomparable fuerza testimonial, en la primera persona del singular. En ese yo que, si bien enlazado a los grandes dilemas de la época, resulta en última instancia irreductible a las generalizaciones históricas o sociológicas. Hechos, sueños, logros y pesares de cada uno insisten en pedir la palabra para dar forma a esa singularidad sin reemplazo que lleva nuestro nombre. Y de ella y a mis años y sin falsos dramatismos, forma parte casi diaria la vivencia que tengo de la muerte. Ella es indisociable de mi presente. Integra su trama y lo constituye.
Algo nuevo, algo hasta hoy no bien discernido, anuncia el fin de mi vida. Y con ella -esto es lo esencial aquí-, el fin de mi muerte. No es cansancio ni melancolía. No es tampoco la agonía de mis intereses. No es una enfermedad. Baste decir, en principio, que me descubro, de pronto y desde hace algunos años, como un hombre que dispone de poco tiempo. Una larga estadía, en mi caso, va llegando a su fin. Soy solo un visitante, lo sé; huésped casual y afortunado del milagro de vivir. Nada más, nada menos. El mío no será un desalojo injusto ni prematuro. La despedida, sin embargo, aún no ha finalizado. Ese adiós lento, intenso y silencioso se extiende a todo lo mío: los hábitos, los hijos, el sabor de las horas del día, las sombras que una a una las apagan, mis amigos, las cosas que, como dijo Borges para siempre, "nunca sabrán que nos hemos ido."
La despersonalización radical, absoluta, irremontable a la que llamamos muerte, no es muerte, a mi entender, sino otra cosa que escapa por completo a nuestra experiencia. Es posible ser quien agoniza. No lo es, ser el muerto que impone un desenlace a esa agonía.
Morimos al ir viviendo y no como suele creerse, después de haber vivido. No entiendo la muerte como algo a lo que estamos destinados sino como algo que nos sucede y deja de sucedernos al expirar. En esa medida, concebida como experiencia, la muerte forma parte de nuestro presente y solo de él. Concebida como vivencia personal, la muerte muere con nosotros. No tiene futuro autónomo. No nos aguarda adelante. No es un desenlace. Su configuración es tan temporal como la nuestra. Al dejar de morir nos extinguimos. Lo que entonces se inicia ya no nos atañe.
Nadie que haya sufrido, como yo en dos ocasiones, un colapso momentáneo de su conciencia y se haya visto arrojado a la nada, a una ausencia sin fondo ni forma, sin pausa durante días; nadie que haya sido aniquilado de ese modo habrá dejado de asomarse, al despertar, a lo que significa la muerte como disolución de todo protagonismo personal. Una experiencia así no puede formar parte de nuestro pasado porque no ha sido "nuestra" en sentido estricto. Su presencia exigió nuestra ausencia como seres conscientes. Y solo el lento amanecer de la convalecencia nos dice, mediante la fragilidad con que nos domina largamente, que algo hubo que no nos sucedió, que no contó con nosotros como sujetos sino solo como objetos. Y de esa mísera vida residual nos habla nuestra conciencia empobrecida de lo ocurrido.
También el asombro merece consideración como expresión del presente. Es una forma de infundir actualidad a aquello que, a fuerza de inadvertido, se encontraba excluido de él. Quien se asombra lo hace ante algo que impone abruptamente su realidad. Una realidad que, en la misma medida en que nos absorbe, nos desconcierta. Y no es irrelevante que Aristóteles concibiera el asombro como origen de la filosofía.
La costumbre congela la significación de las cosas. Las aprisiona en lo inamovible. El asombro quebranta ese encierro e introduce lo insospechado donde reinaba lo previsible. El hombre es, pues, ese ser permeable a la enseñanza de lo imprevisto. Cuando la perplejidad lo sorprende y lo acosa con presencias inesperadas, descubre que el presente también está constituido por realidades que no se han dejado avasallar por la costumbre. Realidades que lo invitan a volver a aprender, a desconocer, a ceder su atención a las preguntas que prosperan en desmedro de las respuestas calcinadas. El asombro es la puerta de ingreso a ese presente desconocido que irrumpe en el presente usual y a veces estancado; que deslumbra, inquieta y viene a decir -a quien tenga oídos para escucharlo- que lo real se reconfigura sin pausa y que el lenguaje es ese prodigio de expresividad que deja ver en lo que nombra incluso lo que no se puede enunciar.
UN PRESENTE QUE NO CEDE. "La transición es continua", anotó Henri Bergson, retomando, a comienzos del siglo pasado, una idea remota. Y luego la perfiló aun mejor, diciendo: "Si un estado de espíritu cesase de variar, su duración dejaría de transcurrir."
El presente bergsoniano es ese continuo al que el filósofo llama "duración". Su rasgo distintivo es el cambio no menos incesante. Heidegger lo reconoce a su modo: "Las diferencias son la garantía del parentesco en lo mismo". Solo es constante lo que se transforma, lo que rehúye un formato único. Y solo se transforma lo que, al hacerlo, simultáneamente permanece.
Algo más aclaró Bergson: "La duración es un continuo progreso del pasado que va comiéndose el futuro y dilatándose al progresar". Hay que reconocer, no obstante, que el futuro no deja de reconstituirse también pues el pasado no termina de agotarlo. El presente es ese punto de convergencia, ese ahora donde prosperan al unísono pasado y futuro. Uno, desactualizando; y actualizando, el otro.
CRONOS O EL PRESENTE INMÓVIL. Cronos, el dios sanguinario, encarna la ciega necesidad de perpetuar el presente impidiéndole toda transformación. Lo quiere inmóvil, detenido. Para lograrlo, nos dice el mito, Cronos recurre al filicidio. Aniquilando su descendencia impide que la duración que le importa sea afectada por el cambio. Nadie que lo haya visto olvida el retrato que Goya nos legó de ese padre despiadado despedazando a sus hijos. Dejarlos sobrevivir equivalía a entregar su trono a la sucesión. Devorarlos, implicaba reabsorber el movimiento en la quietud. Pero quiso el Destino que, preservados por su madre y criados en la clandestinidad, Zeus y sus hermanos derrocaran finalmente a ese padre feroz, dios del tiempo inmóvil.
LO CÍCLICO. Bien distintas entre sí son la idea de la inmovilidad y la del eterno retorno. Lo que hay de estático en la primera se convierte en dinámico en la segunda. El ciclo inscribe la sucesión en un orden regular. Dentro de él y mediante el cambio constante, el punto de partida tiene asegurada su reaparición, al igual que cualquiera de los puntos intermedios. Es decir que lo transitorio, mediante su retorno, queda a resguardo de su extinción. Y, de igual modo, el ciclo en su conjunto asegura una presencia periódica con la irrupción sucesiva de cada uno de sus momentos.
En el ciclo el presente encuentra, así, su perennidad desde el momento en que consiente una reaparición interminable de todas sus manifestaciones. Rüdiger Safranski lo propuso de esta manera: "El ciclo amortigua el posible horror de una linealidad sin fin en la que cada suceso es singular y no se repite sino que desaparece, como si nunca hubiera sido. Frente a esto, el ciclo ofrece el sentimiento de la permanencia en el tiempo y todavía pertenece hoy a nuestras experiencias elementales: las retornantes estaciones del año, los períodos del sol y de la luna, incluida su repercusión en las mareas con la bajamar y la pleamar, los ciclos de la vida vegetativa".
Emparentada con el ciclo se encuentra la idea del presente propuesta por la tragedia griega. En ella, el presente radical es aquel instante en que lo irremediable queda al desnudo y ya no hay cómo reparar el error cometido: la magnitud del daño resulta, por eso, irremontable. En ese instante presencial por excelencia confluyen, por un lado, lo venidero preanunciado siempre por la recurrente fatalidad que apronta en la sombra su castigo a toda desmesura y, por otro, el pasado en que prosperó el engaño que indujo al protagonista de la tragedia a creer que no incurriría en desenfreno alguno al proceder como lo hacía, negándose a advertir que su voluntad de poder, su deseo convertido en ambición desenfrenada, desoían las imposiciones de un límite.
EL PRESENTE COMO RENEGACIÓN DEL PASADO. Con frecuencia y por motivos generalmente similares, no pocas naciones empeñan buena parte de su esfuerzo presente en borrar del mapa de la memoria colectiva las atrocidades políticas de las que han sido capaces en un pasado no siempre distante.
Sigue siendo resonante en la actualidad la escandalosa censura con la que Turquía busca soslayar su responsabilidad en el genocidio cometido contra los armenios, a principios del siglo XX. Y hasta hace unas pocas décadas, cuando no unos pocos años, el no menos férreo y escalofriante negacionismo de la colaboración brindada a los nazis, en el exterminio de los judíos, por parte de tantas naciones del Este como del Oeste de Europa.
Pocos deben ser, si es que los hay, los historiadores que lograron retratar como Tony Judt la magnitud alcanzada por la supervivencia del pasado antijudío de Europa en el presente de la inmediata posguerra. Su talento analítico desbarató la retórica encubridora de los países que, tras haber colaborado con el Reich, se empeñaron en convertir su presente en la tumba sin nombre de hechos pavorosos. Ese formidable testimonio al que Judt tituló Posguerra dejó caer la incómoda luz de la verdad sobre complicidades cuidadosamente veladas. Estados nacionales que hoy alzan las banderas del humanismo y la democracia social, ayer entregaron sin temblar a sus judíos a la muerte: Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Noruega y no solo Polonia, Hungría y Ucrania se cuentan entre ellos. Todos estos y tantos más entre los que, durante largo tiempo, se negaron, tras la derrota de Alemania, a volver sobre ese pasado de complicidad para no mancillar su presente. Una sola excepción: Dinamarca, que jamás estuvo dispuesta a menoscabar su propia identidad nacional privando de ella a sus ciudadanos judíos.
Solo a fines del siglo XX, escribe Judt, y tras un oscilante proceso que se inició en la década de 1970, buena parte de Europa renunció a mantener sepultado en su presente aquel pasado antijudío. Aun así, sería ilusorio presumir que la judeofobia ha perdido actualidad. Ni siquiera en las sociedades que mejor representan el desarrollo alcanzado por la democracia occidental. El pasado, como se ve, no siempre se resigna a perder actualidad. Y es una tarea imprescindible del presente no olvidarlo y tratar de impedirlo. Países como el nuestro, en América del Sur, encuentran todavía serias dificultades políticas para mirar a los ojos a su propio pasado; un pasado que, en más de un aspecto, desmiente la pulcritud con la que se intenta revestirlo desde el presente. Acaso por eso y en tantos sentidos esenciales siguen siendo las nuestras, en su mayoría, naciones atascadas en dilemas irresueltos desde hace mucho. Lejos, muy lejos todavía de los nuevos desafíos planteados por el siglo XXI. Es decir, de un presente cronológico que no cuenta hasta hoy con la concurrencia indispensable de una conciencia autocrítica suficientemente actualizada.