Coronavirus. El mundo se detuvo y el ahora se fragmentó en mil pedazos
La pandemia certificó con un hecho irrefutable el fin del tiempo lineal y de la idea de progreso, condiciones de la posmodernidad
Llevábamos casi dos meses de cuarentena cuando mi madre aceptó que le hiciera una visita. Había pasado todo ese tiempo sin ver a nadie, salvo al chico del supermercado que, una vez por semana, le lleva las compras al departamento. Entre los libros, el bordado, la música, los noticieros de la noche y alguna que otra serie, venía soportando el aislamiento con entereza. Sin embargo, en las últimas charlas telefónicas mis hermanos y yo habíamos advertido que la soledad empezaba a pesarle. Cuando su ánimo decaía incluso se permitía alguna queja, que enseguida disipaba con algún comentario dirigido a acallar mis previsibles palabras de consuelo. No ha de ser fácil dejar de ver a hijos y nietos de un día para el otro, me decía yo. Tampoco ver el mundo, del que en la edad del retiro puede disfrutar hasta en sus cosas más simples, convertido en un lugar peligroso y hostil.
Nos saludamos con el codo después de que yo me descalzara en la puerta. Me senté en la otra punta del living con las manos recién lavadas en alcohol y solo cuando empecé a hablar advertí que seguía con el barbijo puesto. Me importaba más mirarla y descubrirla tal como la había dejado, creo. Comenté lo duro que debió haber sido para ella atravesar aquel exilio involuntario entre las paredes de su departamento y me respondió con una sonrisa enigmática.
-¿Querés que te cuente cuál fue mi estrategia?
Me inquieté. La realidad de la pandemia y el aislamiento, tan extraña, acaso había provocado una reacción igual de extraña en mi madre, pensé. ¿Quién podría culparla? Me dispuse a oír, como mínimo, una confesión sobre salidas furtivas a caminar por el barrio con una bolsa de compras vacía. Estaba decidiéndome entre improvisar un sermón aleccionador o adoptar una actitud comprensiva y hasta cómplice cuando soltó su secreto. Simple: había podido superar la soledad, la espera y la incertidumbre mediante el ejercicio de vivir de modo consciente los momentos breves de disfrute, esas sensaciones de módica plenitud que casi siempre se expresan en un suspiro. Puso algunos ejemplos: quedarse en la cama unos minutos despierta antes de levantarse, el agua caliente de la ducha en el cuerpo por las mañanas, el placer de sentarse a continuar la lectura de un buen libro.
No estaba nada mal. Al presente monótono del aislamiento social, a ese día siempre igual que se repite sin cesar, al encierro obligatorio, le había opuesto otro presente, más íntimo, que permite vivir a pleno el instante con la sola condición de abandonarse a él. Una llave secreta para fugar del tiempo a ese espacio de libertad que ninguna pandemia ni cuarentena pueden doblegar.
Hoy el mundo está fuera del tiempo, pero de un modo distinto. Con las agujas del reloj detenidas por el coronavirus, quedó varado en una isla de presente. En una situación inédita, de náufrago, tiene el futuro momentáneamente clausurado. Allí donde debía estar el mañana hay un signo de interrogación. La figura de la isla es, sin embargo, engañosa. Porque este presente que pisamos parece más bien una fina capa de hielo, como esas que se forman en la superficie de los lagos congelados. Ahora, con la pandemia, ese hielo se ha resquebrajado.
El virus que invadió el planeta confirmó con un hecho irrefutable una condición de estos tiempos posmodernos que para algunos se viene fraguando desde los albores del siglo pasado: el fin del tiempo lineal y de la idea de un progreso hacia el cual la humanidad, gracias a la razón y la ciencia, se dirigía inevitablemente. Sabíamos que estas nociones heredadas de la Ilustración habían sido socavadas por las grandes guerras y por pensadores como Nietzsche y Freud. La ciencia y la economía no dejaron de expandirse, pero ya en el seno de una cultura que había puesto al descubierto el reverso de sus viejos valores y que en consecuencia había perdido la confianza en el futuro. La tendencia se perfeccionó en el siglo XXI. Caída la flecha del tiempo, ya no importa la dirección sino el movimiento perpetuo alrededor de un presente que se agota a sí mismo sin consumarse nunca. Sin trayectoria, en la cultura actual ya no hay sentido ni necesidad de él. La pandemia es un espejo: nos detiene en ese presente perpetuo que ya habitábamos y cancela de modo literal el futuro, empezando por el más inmediato: nadie sabe qué va a ocurrir mañana.
Un viejo clásico
El tiempo siempre ha sido un misterio y el presente no escapa a esa condición. Me gusta pensarlo como ese punto que concilia ser y devenir. De chico, cuando lo expuso en clase un profesor extraordinario, me fascinó el combate entre Parménides y Heráclito. Era el clásico de la filosofía: cambio versus permanencia. ¿De cuál de los dos estamos hechos?
"Toda la evolución de la ciencia indica que la mejor gramática para concebir el mundo es la del cambio, no la de la permanencia. Del acontecer, no del ser -dice el físico teórico Carlo Rovelli en su libro El orden del tiempo-. El mundo no es un conjunto de cosas, es un conjunto de eventos". Una forma de decir que todo, hasta la roca más dura, terminará convertido en polvo. La ciencia, parece, está con Heráclito. La poesía en cambio sugiere otra cosa. Lo apuntó el italiano Claudio Magris: nadie se baña dos veces en el mismo río, pero nos sumergimos en el infinito presente de su fluir.
Del nacimiento a la muerte, la vida es un viaje que nos instala en la dimensión del devenir, de la trayectoria. En ese presente en tránsito se encuentran lo que ya fue y lo que vendrá. ¿Qué es el recuerdo, sino el pasado que se hace presente? Y el futuro, ¿no es convocado al ahora mediante el deseo o la esperanza? La trayectoria, el tiempo experimentado como duración, ofrece la posibilidad de conferir una narrativa a la propia vida. Unimos causas y efectos para trazar un hilo de sentido que ordene el caos indiferenciado de lo real. Así, también, nos dotamos de una dirección o de una finalidad, por más frágil o provisoria que pueda resultar.
Sin embargo, existe también el impulso de salir de la cárcel del tiempo vivido como duración para alcanzar un presente más puro, más cercano a la idea de permanencia de Parménides o a aquello que los místicos llaman eternidad. Muchos intentan alcanzar ese aquí y ahora perfecto a través de la meditación. Pero a veces experimentamos algo que se le parece incluso sin buscarlo, cuando nos abandonamos a la contemplación de un paisaje o de una obra de arte que nos quita el aliento. En la contemplación desinteresada nos olvidamos del devenir y de la historia para instalarnos en un ahora sin anhelos, al que no le pedimos nada.
La sociedad hipertecnológica del siglo XXI ha puesto en jaque tanto la vía de escape de la contemplación como el presente entendido como duración o trayectoria. La expectativa dirigida hacia los mensajes que recibimos en el teléfono nos arrebata el presente y nos lanza al mar de la hipercomunicación, donde no hay ser ni devenir, sino una red infinita y maquinal de relaciones en actividad constante sin otro fin que su propia expansión. En su bulimia, en su viaje a ninguna parte, esa red virtual se alimenta de nuestro propio tiempo y nos ahoga con el aluvión de un presente fragmentado y saturado, sin narración posible, en un proceso que genera angustia y desasosiego. "La atomización del tiempo destruye la experiencia de la continuidad. El mundo se queda sin tiempo", escribe el filósofo surcoreano Byung-Chul Han.
Las grandes crisis invitan, a veces de modo perentorio, a pensar. La pandemia de coronavirus detuvo el mundo y puso en evidencia la naturaleza quebradiza del suelo que pisamos. Acaso la falta de narrativa y de sentido que venía sufriendo la conciencia (social e individual) ante la fragmentación del presente cristalizó con el virus en una dimensión histórica, plasmando en los hechos una pérdida que hacía rato se verificaba en la cultura.
La flecha del tiempo disparada en la Modernidad, que viajaba ya casi sin impulso en nuestro imaginario, parece haberse caído. ¿Qué haremos con ella cuando el mundo vuelva a rodar? Todo cambio empieza por casa. No está mal entonces comenzar por recuperar el propio presente, incluso mediante los efectivos recursos domésticos que describía mi madre.