Coronavirus. Crónica de un virus tan anunciado como destructivo
La economía debe desarrollarse de modo que no interfiera con la habilidad de la naturaleza de sustentar la vida
Mercado de Wuhan, China. Allí el desprecio por la vida es abrumador, casi inhumano. Para dimensionarlo, bastan las imágenes de YouTube de ese "mercado húmedo", donde se venden productos frescos y carne. Llegados a la sección de animales silvestres, pueden observarse cómo ejemplares de camellos, koalas, serpientes, escorpiones, ratas, ardillas, zorros, puercoespines, salamandras, tortugas y cocodrilos son sacrificados y trozados, en el acto, para su venta a clientes que los emplean para alimentarse, usar sus pieles y/o elaborar medicinas tradicionales. El Mercado de Wuhan es mucho más que murciélagos hirviéndose vivos para preparar un plato de sopa. Basta observar esas escenas de crueldad hacia otros seres vivos para sentir rechazo por un consumo que una gran mayoría del pueblo chino evita. Y, por qué no decirlo, repulsión por esos caprichosos lujos inútiles que hacen pensar en la conducta humana como algo a menudo irracional y, sobre todo, indecente.
En algún lugar de China, un murciélago deja un rastro de coronavirus en sus excrementos, que caen entre el follaje del bosque. Un animal salvaje -posiblemente un pangolín, mamífero que se alimenta de hormigas- toma contacto con ellos. Y con el virus. Capturado y llevado al mercado, el pangolín es hacinado en una jaula oxidada, que se amontona sobre muchas otras. La suciedad del ambiente, la orina y las heces de los animales en cautiverio crean un verdadero caldo de cultivo para que los virus se reproduzcan, muten y se transmitan de una especie a otra, incluida la nuestra. Algo así parece haber sucedido con el Covid-19 y, por eso, Wuhan devino el epicentro del contagio de la actual pandemia, ya que los primeros afectados coinciden en haber visitado ese mercado antes de enfermarse. Después, el virus viajó en las manos, en el aliento. Se desplazó en barco, en avión. Se extendió por toda Europa, por el mundo.
Los virus zoonóticos (aquellos transmisibles de animales a humanos) han causado las epidemias más destructivas de la humanidad: VIH, ébola y síndrome respiratorio agudo grave (SARS). Se trata de enfermedades que dieron el salto de la vida silvestre hacia las personas generando brotes y cobrándose millones de vidas humanas en todo el mundo. Los virus existieron siempre, explica David Quammen, autor de Spillover. Animal infections and the next human pandemic. Pero hoy vivimos "una era de enfermedades zoonóticas emergentes". La razón es simple. "Perturbamos ecosistemas diversos. Destruimos la selva tropical. Construimos pueblos y minas en estos lugares. Talamos árboles. Nos comemos los animales que viven en estos bosques. Capturamos animales salvajes y los enviamos a mercados en China. Con estas acciones nos exponemos a estos virus", señala Quammen.
Por su parte, la industria de la medicina tradicional china, amparada en la antigua creencia en los poderes curativos de los animales, promete remedios para un sinnúmero de afecciones como la artritis, la epilepsia y la disfunción eréctil. Para elaborar esos dudosos medicamentos, utiliza y mezcla partes de tigres, osos, rinocerontes, pangolines y otras especies cazadas de forma ilegal.
La mayoría de las pandemias tienen su origen en Asia o África, donde la población humana registró un cambio sin precedente. Según el Banco Mundial, cerca de 200 millones de personas se mudaron del campo a áreas urbanas en el este de Asia durante la primera década del siglo XXI. Una migración de esa magnitud es imposible sin destruir brutalmente tierras forestales, que albergan innumerables especies animales y botánicas, para asentar allí cultivos, ganado y áreas residenciales. La fauna nativa, obligada a vivir cerca de pueblos y ciudades, se encuentra inevitablemente con otras especies domesticadas y con humanos. Así, la urbanización extrema genera deforestación y pérdida de hábitats, desplazando depredadores naturales como, por ejemplo, los que se alimentan de roedores. Estas actividades, que modifican irrevocablemente los ecosistemas, exponen a las personas a zoonosis transmitidas por animales salvajes. Si queremos evitar catástrofes peores en el futuro, y más allá de consideraciones éticas y culturales, en un mundo globalizado y absolutamente interdependiente, que abre fronteras a la circulación de mercancías, personas y virus, permitir el funcionamiento de estos mercados resulta ya inexcusable.
Por ahora, China prohibió los mercados de animales salvajes. No es la primera vez. En 2003, durante el pico epidémico de SARS (atribuible a la civeta, un mamífero nativo de las selvas de Asia sudoriental), el gobierno prohibió el comercio de vida silvestre. Seis meses después, autorizó que los criaderos reanudaran sus operaciones porque proveían alimentos a millones de personas pobres. No obstante, ¿puede esto justificar la comercialización de cualquier especie sin imponer condiciones mínimas de trato y salubridad?
Así como el cambio climático tiene un impacto global y conlleva una exigencia de reparación a los responsables, cristalizada hoy en el Acuerdo de París, la transmisión de una zoonosis emergente de un previsible e inadecuado tratamiento de la vida silvestre debería dar lugar a una solución similar. Se trata de un costo oculto de impacto planetario del desarrollo económico chino. ¿Cuál es la responsabilidad internacional de un Estado que desencadena una pandemia como la actual, por no impedir actos de particulares cuyo riesgo es conocido y por ocultar y desvirtuar la gravedad del brote?
Desconocemos si esta crisis impulsará un necesario cambio de hábitos, no solo en China, sino en toda la humanidad. Hasta ahora, sostener que es imprescindible detener la deforestación y el avance urbano sobre los humedales es un reclamo tomado a menudo con condescendencia o sarcasmo. Quizá el coronavirus nos esté revelando algo esencial, algo que el temor al contagio aún no nos ha permitido vislumbrar: el reconocimiento holístico de que toda la vida, todos los ecosistemas de nuestro planeta -incluidos nosotros- están profundamente entrelazados. Una concepción que Fritjof Capra llama "pensamiento sistémico". La sociedad debe funcionar de modo que su economía, la forma de hacer negocios, las infraestructuras y las tecnologías no interfieran con la habilidad inherente de la naturaleza de sustentar la vida. Quizás estemos frente al comienzo de un cambio fundamental de valores, que incluye la convivencia armónica con la naturaleza. Se trata de equilibrar lo que es bueno para los seres humanos con lo que es bueno para otras especies y para el planeta.