Coronavirus: cómo volver mejores después de la pandemia
El miedo recobrado ante la fragilidad humana ha sido un aprendizaje brutal; debería ayudarnos a encarar los desafíos futuros con una mayor conciencia de comunidad
Aunque hasta Pericles murió por la peste de Atenas, nosotros, los actuales inquilinos de la Tierra, le habíamos perdido el miedo a eso que tanto temían los antiguos. En la medida en que este beso de la muerte se expanda, nos sentiremos más cerca de ellos, entendiendo mejor nuestra escuálida condición humana, y recordando de golpe una historia llena de pandemias que cambiaron la civilización. Este miedo recobrado es un aprendizaje brutal y global. Nos debería ayudar a volver mejores. Pero, como suele ocurrir, la humanidad olvida y, a los pocos días de terminada la epidemia, podríamos volver a nuestra vida y espíritu habituales.
Sin duda, algunas escenas ya nos acompañarán por siempre. La naturaleza recuperando su espacio frente a la presión humana. Los aeropuertos desiertos. Las avenidas hechas peatonales de varios carriles. Los balcones convertidos en atriles de asambleas vecinales. El retorno de las aduanas provinciales y del permiso para entrar y salir de las ciudades. Y otros registros muy personales: un convoy militar ruso entrando en Italia, un patrullero en el barrio porteño de Saavedra tocando sirena en una tarde de sábado para detener a una joven que caminaba tranquila con sus auriculares, policías con trajes sanitarios blancos persiguiendo estudiantes en un parque tucumano. Cada uno guardará sus recuerdos, que nutrirán la leyenda.
Nuestra última gran experiencia previa fue hace un siglo. La llamada fiebre española, que asoló a Europa en 1918 y 1919, al principio no fue una noticia local que impactó en nuestro país. El investigador cordobés Adrián Carbonetti explica que, si bien las primeras noticias de la peste en Europa que mataría millones en el mundo, se publicaron en mayo de 1918, la primera reacción de los porteños, según LA NACION de aquellos días, fue burlarse del peligro y salir a pasear por la ciudad. Si logramos estar fuera de la guerra también estaremos fuera de la peste, se pensaba. Solo cuando en los primeros días de octubre de ese año hubo un pico de muertos en la ciudad, cerraron las escuelas y se prohibió la asistencia a los cementerios, se intentó la limpieza del Riachuelo y, seguramente con hostilidad, organizaron el control sanitario a los inmigrantes que bajaban de los barcos.
Después, en enero de 1919, sucedió la Semana Trágica, donde Buenos Aires estalló de furia política y social bajo un calor infernal. Y en ese contexto, nadie se acordó del virus, que permaneció agazapado. Pero con el frío del invierno de 1919 hubo un rebote, y allí la mortalidad fue mayor, sobre todo en las provincias del norte del país. Aquí hay un aprendizaje concreto. Quienes estudian las epidemias parecen coincidir en que su capacidad de infectar puede ser muy igualitaria entre integrados y excluidos, pero la desigualdad se refleja con crudeza en los índices de mortalidad. Allí la epidemia tiene impacto desigual de acuerdo con las condiciones de vida e infraestructura de salud. Los virus, como un torrente de agua, recorren los vericuetos y nichos sociales en los que se estructura una sociedad determinada, haciendo diferentes estragos en cada uno.
Por eso, el periodismo no es solo transmisor de informaciones oficiales, de consejos médicos y de disposiciones policiales. Como lo está haciendo en muchos casos, tiene que describir cómo la epidemia circula por el laberinto social; analiza en qué sectores etarios, sociales o territoriales está avanzando con más fuerza y en cuáles con menos; nos saca a cada uno de nuestra burbuja y nos inserta en la experiencia comunitaria y mundial. Sin ese nivel de comprensión colectiva, no hay victoria. En todos los países, menos en la dictadura china, se reconoció en estos días el rol del periodismo. Una reciente nota de Folha de São Paulo reflejaba encuestas de varios países donde crecía la confianza en los periodistas.
Y esto es importante pues es un actor que contribuye a la fabricación de los consensos y, en una democracia, la acción colectiva es construida sobre la base del entendimiento que alcanza una sociedad; como diría el pensador alemán Jürgen Habermas, el entendimiento funciona como mecanismo coordinador de la acción. Una de las claves en esta forma de encarar los asuntos públicos es construir una base informativa común, donde el periodismo profesional, más allá de su orientación ideológica, verifica información de interés público, la jerarquiza y la ofrece para la orientación social. Es un momento de fuerte autocontrol en la opinión de los periodistas, pues puede haber errores graves. Esto nos puede hacer volver mejores una vez que termine, frenando un poco cierta borrachera de opinión periodística.
También resulta interesante aprender de la historia que gran parte del desastre que produjo la fiebre española tuvo que ver con países que tenían una censura de guerra, y esa desinformación fue un impulso para el virus. Unos años después, el economista y Premio Nobel indio Amartya Sen estudió el rol de la libertad de prensa para defender la salud pública, justamente en China. Sen investigó las hambrunas en China y, en el mismo momento, la falta de hambrunas en la India, y señalaba a la libertad de prensa india como una de las razones. La libertad de prensa es darles voz no solo a los periodistas, sino también a una enorme variedad de víctimas, por lo tanto sacar esa libertad a los periodistas silencia a esas víctimas, como pasó en China durante las hambrunas. Y pasó también a fines de 2019 con el comienzo de esta epidemia en Wuhan. También ocurre que la amplia libertad de prensa mejora la información que tienen los ciudadanos, pero de la misma forma mejora la que tiene disponible el propio Estado, enredado en su propia burocracia.
El pensador israelí Yuval Noah Harari escribió en el Financial Times que esta pandemia exige recrear la confianza, entre otras instituciones, en el periodismo, para que la población organice su acción colectiva de forma que no se perjudique a sí misma, y no despunte la tentación autoritaria del Estado policial. Nada más poderoso en una democracia, sugiere Harari, que una ciudadanía bien informada.
Y eso parece estar pasando, como también reconocen las autoridades políticas que tenían una visión crítica del periodismo. El periodismo comprende su desafío y por eso los principales medios del mundo y de la Argentina levantaron los muros de pago y abrieron su contenido a todos los lectores, a pesar de que el sector vive una economía también de emergencia. Cuando la web cumplió sus 30 años, entramos en la fase jacobina de la revolución digital. Los cambios de hábitos que caminaban lento en este apagón analógico se hacen en minutos. Y quizás en el futuro nos pase lo mismo con el cambio climático, cuando alguna conmoción acelere dramáticamente la velocidad de ejecución de una agenda ya instalada de transiciones necesarias para tener un planeta más limpio, pero que se cumplían con mucha lentitud. Son hechos que cierran la discusión y aceleran los cambios. Así, en fin, volver mejores implica hacerlo con una mayor conciencia de comunidad. Quizás ese es un aprendizaje de los antiguos que nosotros habíamos olvidado.
Profesor de Periodismo y Democracia, Universidad Austral