Coronavirus: cómo decidir en tiempos de incertidumbre
Hay múltiples razones para recomendar el tratamiento más democrático posible de la crisis, con debates y el Congreso activo
¿Qué régimen político combate mejor una pandemia? ¿Uno autocrático u otro democrático? The Economist examinó datos sobre epidemias desde 1960 y estableció que a igual nivel de ingresos las tasas de mortalidad fueron menores en los segundos que en los primeros. Su explicación: los beneficios de un libre flujo de las informaciones y de un diálogo abierto entre el gobierno y la sociedad. Serge Schmemann se planteó una pregunta similar en The New York Times, refiriéndola al Covid-19. Sus conclusiones coinciden aunque no están centradas en las estadísticas. China, el país totalitario donde todo empezó, parece haber tenido éxito, según reconoce la propia Organización Mundial de la Salud (OMS), pero en un comienzo es culpable de haber negado con violencia el brote (también, digámoslo, con el aval de la OMS). Solo que igualmente frenaron la pandemia Corea del Sur y Taiwán, que se proclaman naciones democráticas y actuaron con gran transparencia. (Agregaría varios lugares más y, especialmente, Nueva Zelanda e Islandia). Además, surge un doble problema. ¿Hasta dónde son creíbles los datos que publican los regímenes autocráticos? Hay pocas dudas de que Vladimir Putin, por ejemplo, ha venido manipulando a su antojo las cifras y falseando la información. Por otra parte, las dictaduras aprovechan la situación para ampliar su poder. Así, Viktor Orban, primer ministro de Hungría, ha resuelto gobernar por decreto, cancelar las elecciones y castigar a los supuestos difusores de noticias falsas. Sucede otro tanto en Filipinas, Turquía, Turkmenistán o Tailandia y el fenómeno avanza en América Latina, como lo atestiguan de diferentes maneras México y Brasil.
Pero hay otras razones para recomendar el tratamiento más democrático posible de la crisis y quiero ocuparme de una de ellas. Antes, debemos reconocer lo obvio y es que no existen certezas acerca del Covid-19. No las tienen ni las instituciones sanitarias ni los epidemiólogos y, por mejor asesorados que estén, los políticos se ven obligados a decidir entre opiniones contradictorias, a hacer cálculos de costos y beneficios y a experimentar. Qué mejor ejemplo que el modo en el que han ido variando las recomendaciones sobre el uso de barbijos. La única medida en la que han coincidido la mayoría de los países es la misma que se adoptó hace siete siglos en Florencia para combatir la peste bubónica y se repitió allí 300 años después ante un rebrote: imponer una cuarentena general. (Los florentinos estimaron el período de contagio en 22 días, frente a los 14 actuales). A esto se suma que los respiradores comenzaron a fabricarse en 1907 y que la aplicación de plasma de pacientes curados a otros enfermos data de fines del siglo XIX.
En síntesis, la política ha hecho que los científicos sean capaces de producir misiles intercontinentales, pero que en el caso del coronavirus actúen, al decir de Habermas, con el saber explícito de su no saber. O sea que el mundo se mueve en el terreno de la incertidumbre y por eso hay ya unos 400 pedidos distintos de patentes para el tratamiento del mal. Y es aquí donde las ciencias sociales pueden realizar algunos aportes de interés. Daniel Kahneman, por ejemplo, es un psicólogo israelí que recibió el Premio Nobel de Economía en 2002 por las investigaciones y experimentos que hizo junto con Amos Tversky acerca del proceso de toma de decisiones en situaciones de incertidumbre.
Su punto de partida fueron los trabajos de Herbert Simon (Nobel de Economía 1978), quien formuló la teoría de la racionalidad limitada. Puso así en cuestión el optimismo racionalista que heredamos del Iluminismo, porque nunca disponemos de informaciones perfectas ni evaluamos todas las alternativas posibles. Esto se aplica tanto a los científicos como a los administradores de empresas o a las personas comunes. El pensamiento humano busca siempre atajos mentales que le permitan reformular los problemas haciéndolos más simples y resolubles, ventaja que se obtiene a costa de sesgos cognitivos (e ideológicos) que le ponen límites a la racionalidad.
No es lugar para extenderme en el tema, sino para mencionar dos de los avances de Kahneman en el campo de la psicología cognitiva que me parecen útiles. El primero es que, puestos a decidir en situaciones complejas, apelamos al sentido común y no al cálculo de probabilidades. Esto nos lleva a sobreestimar nuestra capacidad de entender y a subestimar el papel del azar en los acontecimientos. (Como viene de afirmar un ministro formoseño, en su provincia no hay casos de coronavirus porque "Dios es formoseño"). El segundo aporte concierne a lo que llama "disponibilidad", que explica por qué nuestros atajos mentales toman ciertos rumbos y no otros. Ocurre que tendemos a considerar importante lo que nos acude más fácilmente a la memoria y hoy esto es sobre todo función del aparato comunicacional (los medios y las redes sociales), el cual a su vez juzga que es noticia aquello que está más frecuentemente en la mente del público. Ilustra este mecanismo circular de retroalimentación que se hable mucho de la pandemia y de sus costos económicos, pero muy poco de sus efectos políticos e institucionales.
Cité el sentido común. Es un modo de conocimiento que opera en todas las áreas y no solo en el plano de la vida cotidiana. En este último, nuestras interpretaciones de la realidad se basan en un caudal de ideas y de experiencias previas que incluyen tanto las propias como las que recibimos a través de nuestros padres, amigos, maestros, etc. Claro que es un caudal tan amplio, desordenado y heterogéneo que en cada oportunidad solo movilizamos los conocimientos que consideramos relevantes y es aquí donde ejercen su influencia los medios, las redes sociales y, en general, los formadores de opinión. ¿Es diferente el caso de la ciencia? Solo en parte. Ciertamente la base de sus interpretaciones es la investigación, pero quienes la practican parten ya de determinados paradigmas y se apoyan también en lo que han aprendido antes. De ahí que Herbert Simon afirme que la "intuición científica" no es más que el producto de recurrir a la información acumulada en la memoria.
¿Qué conclusiones sacar de lo dicho? La principal es que en momentos tan críticos e inciertos como los que vivimos la confrontación de opiniones es más necesaria que nunca porque moviliza tipos diversos de comprensión de la realidad. Y esto se aplica tanto a los científicos como a los ciudadanos y a los dirigentes políticos, sociales y económicos. Precisamente porque la pandemia ha confirmado las serias limitaciones de nuestra racionalidad se impone el debate entre las múltiples interpretaciones de sentido común que prevalecen en los distintos campos. Esto no cuestiona la importancia de liderazgos firmes en situaciones de crisis, que no es lo mismo que aceptar poderes autoritarios. Estos últimos buscan sacar provecho del coronavirus, como hace sin escrúpulos Donald Trump con la mirada puesta en las próximas elecciones. (Por eso advierte Paul Krugman que los Estados Unidos están mucho más cerca de perder su democracia de lo que la gente cree). Un buen líder debe auscultar lo que piensan los expertos y los ciudadanos y después decidir de manera transparente, explicando los fundamentos de las medidas que adopta y no únicamente con relación al Covid-19. Es momento de que el Poder Legislativo funcione a pleno (no como llamativamente ocurre hoy en la Argentina) y de que se preste atención a los planteos de todos los sectores sociales. Por desgracia, las emergencias son además campo propicio para toda clase de corruptelas. Definitivamente, el mundo debe impedir que este sea el tiempo de los autócratas.