Coronación de Carlos III: cuando la solemnidad es popular
La innovación hace crecer la riqueza de una nación aplicada a la tecnología y a la industria, no a las formas de la constitución de un Estado; el respeto a la tradición constituye casi siempre un acto de humildad
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Viernes 5 de mayo en Londres. La avenida que llega al Palacio de Buckingham está vallada a lo largo de varias cuadras. Sobre las anchas veredas que bordean el Parque St. James, se ve una larga hilera de carpas de diferentes colores, casi todas con alguna señal que indica el motivo por el que tanta gente está allí desde hace días: una bandera del Reino Unido, una corona o un retrato de Carlos III. Algunos presentadores de canales de televisión de otros países recorren la hilera en procura de entrevistar a los visitantes, sobre todo si advierten que son extranjeros. Sobre el lugar, un helicóptero está detenido en el aire desde hace mucho tiempo, a unos trescientos metros de altura, cuidando la seguridad del área. Todos están interesados en la procesión real que pasará entre el palacio y la Abadía de Westminster, donde será coronado el hijo de la reina que gobernó su país durante más de 70 años.
Sábado 6 de mayo en Kensington, Londres. Desde temprano, en la mañana, pasan transeúntes con paraguas que los protegen de una lluvia que no cesó en todo el día, rumbo al Hyde Park, desde donde una pantalla gigante televisará la ceremonia. A medida que se acerca la hora del comienzo, el paso de los peatones se hace más veloz y más frecuente.
Los negocios están casi todos adornados con escudos que contienen un logo de la corona diseñado para la ocasión o una fotografía del nuevo rey, generalmente colocada en un costoso marco. Muchos tienen sus entradas y sus vidrieras enmarcadas con cadenas de flores. Según los productos que vendan, se ve el retrato de Carlos III también en los envases: cajas de té o de galletas –algunas de cartón y otras de lata– muestran estampada de fábrica una fotografía del monarca vestido con uniforme de gala. En otros envoltorios se observa, desafiante o tal vez comprensiva, la imagen de Harry y Meghan Markle. Casi todos exponen en su entrada la bandera de la Union Jack.
Sobre el parque, una multitud se extiende en perfecto orden sobre la inmensa superficie dispuesta para los espectadores de la proyección. No hay vendedores. Cada uno se hace cargo de lo que había previsto tomar y de sus asientos. Aunque más de la mitad permanece de pie, otra parte ha llevado las típicas sillas “director”, que los mayores despliegan sobre el pasto. Un matrimonio tiene una botella de champán, las copas de vidrio adecuadas y una fuente con frutillas sobre una mesita portátil cubierta con un mantel. Ni una miga de pan ni un vaso plástico quedan en el suelo. No se oyen gritos, salvo en los momentos determinantes de la ceremonia, excluidos los pasajes religiosos, que son la mayoría.
Un corista recibe a Carlos III con la fórmula: “Majestad, como hijos del reino de Dios, le damos la bienvenida en nombre del rey de reyes”, y él responde: “En su nombre y según su ejemplo no vengo a ser servido sino a servir”, palabras que reproducen las del mismo Evangelio.
Los elementos principales de la ceremonia tienen sus raíces mil años atrás, cinco siglos antes de la ruptura de Inglaterra con la Iglesia Católica. Nadie quiere innovar en lo esencial. Las grandes naciones saben que su fortaleza reside en la tradición. La innovación hace crecer la riqueza de una nación cuando se aplica a la tecnología y a la industria, no a las formas solemnes de la constitución de un Estado. El respeto a la tradición constituye casi siempre un acto de humildad, el sometimiento a algo que reconocemos que está por encima de nosotros, de la voluntad cambiante del individuo y de sus modas ideológicas.
En determinado momento del ritual, se escucha con fuerza el Veni Creator, un majestuoso canto gregoriano que el catolicismo va olvidando desde que la guitarra y los bombos reemplazaron a los coros y al órgano, sobre todo en América Latina.
En esta oportunidad, por primera vez en más de 400 años, un arzobispo católico, el cardenal Vincent Nichols, tomó parte activa en el proceso de coronación, mientras entre los asistentes estaba también el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano. En las misas católicas de Inglaterra se reza por el rey.
Desde otro ángulo, podemos preguntarnos si es necesaria la monarquía, pero esa es otra cuestión. Nos resulta extraña en estas latitudes, y sobre todo a quienes admiramos las enseñanzas de Alexis de Tocqueville. Cuesta mucho aceptar que una persona, por el solo hecho de pertenecer a una familia, simbolice a un Estado de por vida. Pero el rechazo a una institución o a una costumbre por el hecho de no comprenderla es algo propio de necios. Indudablemente, es otra forma de ver la patria. Para entenderlo, tenemos que hacer abstracción de las diferencias que nos separan de Gran Bretaña y de los daños que ese país nos ha provocado y los que nos hemos provocado nosotros mismos en nuestra larga relación con ese reino. De otra manera, no hay análisis posible.
Con la corona, el gobierno y el Estado –que aquí generalmente confundimos– aparecen bien diferenciados. El rey representa al Estado o, con mayor precisión, a la nación a lo largo de las generaciones pasadas, las presentes y las futuras. El gobierno es cambiante y reside en el primer ministro y el Parlamento, donde puede dominar uno u otro partido con sus diferentes políticas, y el rey no puede intervenir en ellas.
Por otro lado, Gran Bretaña necesita reafirmar su identidad occidental frente a las sorprendentes oleadas de inmigrantes procedentes de países del mundo islámico. No hay comercio, restaurante, vagón de subte, de tren o de bus donde no se vea una asombrosa proporción de mujeres con velos que van desde la hiyab hasta el mayor rigor del chador. Sus esposos ocupan posiciones en toda la comunidad: el gobierno, los bancos, comercios minoristas y de servicios, pero sobre todo hay grandes inversores con dinero de variada procedencia.
¿Entonces la monarquía es mejor para todos? No lo parece. La democracia en los Estados Unidos –primera en el mundo moderno– deriva también de una convicción religiosa, que es la del “hombre del pacto”, propia de los puritanos que huyeron a América perseguidos por los anglicanos. La pujanza de una sociedad que cree firmemente en el pacto es lo que afirma allí la identidad de la nación y, a su vez, la resistencia permanente del pueblo frente al gobierno, lo que fortalece a la comunidad y sus instituciones intermedias. Los pioneros del territorio angloamericano no quisieron rey, en consonancia con el sentido de una alianza en la que “solo Cristo reina”.
Son formas diferentes –casi opuestas– de afirmación de la propia identidad, en dos países que recibieron y reciben enormes oleadas migratorias.
Domingo 8 en la capital inglesa. Las familias salieron a las calles e instalaron allí largas mesas, de aproximadamente una cuadra de largo cada una, para compartir el almuerzo. No se conocen entre sí –al menos no todos–, pero el país está de fiesta por la coronación. Es una tradición que lleva el nombre de “gran almuerzo”, solo comparable, por su magnitud y la pasión que despierta, al Día de Acción de Gracias en los Estados Unidos. En ambos casos, una fiesta patriótica en la que se reúne la gran familia y todos juntos dan gracias a Dios por su nación.