Convivir con el virus: nuestros días en busca de sentido
"Somos mariposas que vuelan durante un día, pensando que lo harán para siempre". Así de inapelable sonaba la provocación del astrofísico estadounidense Carl Sagan, mucho antes de que el Covid-19 nos empujara al "convivirus", la etapa de convivencia con el virus por la que parecen obligarnos a transitar los desoladores efectos de la pandemia.
Para una parte de quienes -especialmente por sus condiciones de subsistencia- pudieron evitar ser desbordados por el impacto de los daños materiales, este azote de la naturaleza se convirtió en la mejor excusa para una suerte de viaje a los confines de la ataraxia, entendida esta como una invitación a tomar distancia de la vida intensa y apresurada -que cada tanto no repara en llevarnos por delante- para recuperar la serenidad y el equilibrio de las emociones, fortaleciendo el umbral de tolerancia a la adversidad y procurando rebajar la intensidad de deseos, temores y pasiones. Una propuesta enfocada en ecualizar el combo anímico de alma, razón y sentimientos, en la que coincidían tres corrientes filosóficas, cada vez que se empeñaban en alumbrar algún set de postulados mínimos para alcanzar la felicidad: epicúreos, estoicos y escépticos.
Abrazarse a la ataraxia implica no solo resignar y reformular objetivos existenciales, matrices de relacionamiento social, tiempos de realización personal y modelos de comportamiento fuertemente arraigados al espíritu vertiginoso de la época. También conlleva lidiar con remordimientos generados por las que hoy se identifican como viejas conductas tóxicas o socialmente nocivas, por lo menos a la luz de miradas disruptivas que hoy acuden a cuestionar y remover creencias personales o estilos de cuidado del planeta y a redefinir los paradigmas del disfrute de la vida en plenitud. Arrepentimientos tardíos, en muchos casos, aunque obviamente sin efectos retroactivos y que, parafraseando al sublime cineasta italiano Federico Fellini, "son solo el pasado estropeándote el presente".
Sin embargo, para ese otro sector de individuos atormentados por la amenaza de que el vendaval pandémico no solamente esfume sus conquistas precovid, sino que también arrase con sus proyectos en un futuro de extrema incertidumbre, la ataraxia aparece como una sospechosa receta de paz imperturbable, capaz, tal vez, de adormecer sus impulsos y, peor aun, asestarles el golpe de gracia final. Son conscientes de que, en tanto personas, y sin alejarse de las ideas de Platón ni de las de Aristóteles, son atraídos por un fin, que se convierte en la meta genuina y objetiva para su desarrollo y que, de conseguirlo, esto los acercará a la felicidad o, al menos, a sentirse contentos o, más precisamente, contenidos en los límites de su propia naturaleza, los de su realización personal.
Es, quizás, cuando advirtiendo las restricciones con las que el tiempo y el azar pueden llegar a condicionar el cumplimiento de estos postulados de la trayectoria humana, que Horacio, un poeta romano, pareció inspirar, sin proponérselo, a Carl Sagan. Fue cuando deslizó en sus versos la idea del Carpe diem: "aprovecha el día, desconfía del mañana". Una consigna que, no por casualidad, era contemporánea de un concepto latino frecuentado por la literatura: Tempus fugit -el tiempo huye- y que, obviamente, se asoció a la finitud de la existencia y comenzó a ser percibido como un llamado a vivir el presente, porque "la muerte siempre puede estar cerca".
Cualquier parecido con nuestros días de convivirus no es casual. "Vivir el momento" es, probablemente, para otra parte del universo de coetáneos, uno de los tantos reflejos posibles que dispara este entramado del virus con sus miedos y acechanzas, hasta tanto vacunas o tratamientos eficaces nos regalen el alivio tan esperado.
Entre estas concepciones, pujando alternativamente desde la paz de la ataraxia o desde la urgencia del carpe diem, cada quien tiene el derecho de revisar con qué porción de cada una le conviene equiparse en boxes para reformular su rumbo, sin traicionar la misión con la que la naturaleza lo convoca a ser fiel a sí mismo. Comenzando por apelar, al menos en primera instancia y para traer algo de paz a la reflexión, a lo imperativo de tomar conciencia de la evolución de la inteligencia humana, en tanto puente y catálogo de experiencias auspiciosas insoslayables, que nos ayuden a confiar en la aptitud compartida para superar errores e imprevisiones y, muy especialmente, para diseñar nuevos equilibrios estratégicos, personales, sociales, económicos y políticos. Porque si bien es cierto que muchos parecíamos no haber registrado, en su verdadera dimensión, cuán felices éramos antes de las pérdidas de todo tipo sufridas a raíz del inesperado ataque del coronavirus, la ferocidad del impacto seguramente contribuirá a reacomodarnos hábitos neuronales como para ser, a partir de ahora, un poco más conscientes del virtuoso disfrute de cada momento.
Hoy se impone apreciar las postales del pasado glorioso, pero rápidamente volver a guardarlas y quitar la vista del espejo retrovisor ilusorio, para dedicar energía nueva y pura a explorar con curiosidad e imaginación y a disfrutar con asombro infantil los hallazgos y novedades de la vida no vivida, del presente que sorprende y de lo imprevisible de nuestro propio desarrollo.
Hoy nos hará bien poner ciertos miedos a un costado, cuidarnos, aceptar esta etapa de la naturaleza, confiar en que cada día estaremos más cerca de las soluciones o de nuevos horizontes evolutivos, soltar hábitos que no encajan ya en estos tiempos, aflojar controles y convenciones que conspiran contra el ejercicio responsable de nuestra libertad, adecuarnos con respeto a los nuevos formatos de precaución, de relación y de actividad, recuperar y consolidar juegos, risas, artes, bailes, paseos, afectos y conversaciones y lecturas por puro placer, iluminar nuevas metas, reinventar nuestro quehacer, rediseñar nuestro plan estratégico personal y ejecutarlo con pasión, apostando a vivir plenamente, amorosamente, sin prejuicios y de todas las formas en que la vida, mágicamente, sigue invitándonos a redescubrirla en todas sus variantes y, sobre todo, a honrarla en cada acto, entrañablemente, desde que asoma el sol de cada día y en cada momento de nuestra existencia.
La pandemia, y mucho más todavía las respuestas de aislamiento de los gobiernos del mundo, interpelan no solo a las sociedades en tanto custodios del planeta, sino a cada individuo, en tanto responsable último de cada una de nuestras decisiones u omisiones y, consecuentemente, de la capacidad de ayudar a nuestros días en busca de sentido y también de adueñarnos firmemente del sentido de nuestros días. Este tiempo nos pregunta por hoy. Por nuestro propósito, hoy. Por cómo soñar con conseguirlo, a partir de hoy. Para responderle inspirando profundamente, calibrando los ritmos, empatizando con los otros, conviviendo con nuestras inflexiones en la curva de entusiasmos. Y conscientes también de que nuestros ojos no siempre están dispuestos a ver lo que tienen delante, que la tarea de doblegar a ciertos adversarios puede ser larga y mucha la energía necesaria para conseguirlo, aunque, afortunadamente, nos ayude contar, en palabras de Peter Brook, el célebre director de teatro inglés, con el recurso más poderoso para afrontar desafíos complejos: "actuar siempre como el mar, que nunca se detiene".
Consultor de Dirección y Planeamiento Estratégico