Convertirnos en potencia industrial, el camino nunca explorado
Ante cada nueva crisis, los argentinos nos preguntamos qué nos pasa. ¿Por qué no somos capaces de acordar un camino que nos lleve al desarrollo? ¿Por qué teniendo buen capital humano y abundantes recursos naturales llevamos tantas décadas estancados?
Durante los últimos 50 años, Argentina creció –en efecto– mucho menos de lo que necesitaba para desarrollarse, e incluso menos que sus vecinos. Tuvimos algunos períodos de crecimiento, pero todos concluyeron en graves crisis, que destruyeron los logros anteriores y profundizaron nuestros índices de pobreza.
Estas caídas de nuestra economía tuvieron un denominador común: nos quedamos sin dólares. Sea por falta de financiamiento o por pérdida de competitividad, llegó un punto en el que no pudimos sostener el crecimiento, dejando al descubierto que no estaba basado en fundamentos sólidos, de largo plazo, sino en ventajas ocasionales que, una vez disueltas, nos hicieron volver al punto de inicio.
Estos vaivenes, sumamente destructivos, obedecen a nuestra incapacidad de consensuar un plan de desarrollo. Hemos apostado siempre a soluciones de corto plazo: o disponer mega-devaluaciones que nos dieron provisoria competitividad, pero mermaron también nuestro poder de compra y generaron mayor pobreza, o recurrir al financiamiento externo, que engrosó nuestra deuda, multiplicó nuestra carga fiscal y aumentó en definitiva nuestra fragilidad externa.
Ahora bien, ¿cómo lograr estabilidad y crecimiento en un país que periódicamente pasa del cambio súper-competitivo al atraso cambiario, no tiene capacidad de endeudamiento, y afronta demandas sociales muy superiores a los recursos que genera?
Reducir nuestro gasto público o rebajar impuestos, facilitaría obviamente el equilibrio, pero son opciones inviables desde lo político, que además se traban mutuamente: un país que no puede bajar su gasto ni tiene la chance de financiarlo, tampoco podrá reducir los impuestos necesarios para sufragarlo. La única solución que aparece como razonable, entonces, es aumentar los ingresos. El problema es que esta opción también está condicionada por la trampa anterior: para aumentar los ingresos necesitamos mayor competitividad, pero con una presión fiscal tan alta es imposible lograrla. Solo logramos competir –fugazmente– con un dólar súper-alto.
Para analizar mejor este dilema, observemos a China. Cuando uno entra a un hotel o toma un taxi en Shangai, los precios son similares a los que cualquiera pagaría en Bogotá o Sidney. Sin embargo, al importar calzados o celulares desde China, el precio es claramente inferior al de otros países.
Lo que ellos hicieron fue enfocarse en la competitividad de los productos que competían con los de otros países, bajando sustancialmente sus costos. Concretamente, dividieron los bienes y servicios en dos categorías, con tratamientos impositivos, legales, laborales y financieros bien diferenciados, a saber:
- Transables: compiten con los de otros países.
- No Transables: exclusivos del mercado interno, no reemplazables por productos importados.
A la primera gama corresponden industrias como la textil o el plástico, por ejemplo, ya que sus productos compiten directamente con los de México o la India. Gastronomía y construcción son en cambio no transables, en tanto no compiten directamente con los que puedan ofrecerse en otras naciones.
Esta diferenciación los llevó a priorizar, sostener y financiar sus exportaciones "transables", permitiéndoles apalancar el crecimiento de toda su economía mediante un ingreso estable y creciente de dólares, lo cual les aseguró los recursos fiscales que necesitaban para sacar de la pobreza a centenares de millones de ciudadanos.
Mientras tanto, los argentinos hemos mantenido reglas de juego idénticas para todos los sectores, privándonos de construir un modelo más inmune a las variaciones cambiarias. Peor aún: lejos de potenciar a nuestros sectores más competitivos, frecuentemente los "castigamos" con una carga fiscal invalidante, que incrementa sus costos desde el minuto cero, y añade al precio de sus productos terminados una importante proporción de impuestos.
Se genera así la siguiente paradoja: cuanto más valor agregado tiene un producto transable argentino, más carga fiscal arrastra y menos competitivo resulta. Los argentinos pretendemos exportar impuestos, y eso naturalmente no es posible.
Existe un rubro, felizmente, que ya nos está mostrando el camino: los servicios basados en el conocimiento. Este sector, que en 1999 empleaba a 20.000 personas y prácticamente no exportaba, hoy cuenta con 115.000 trabajadores y exporta por US$ 1800 millones, números que planea multiplicar por cinco para 2030. Este impactante crecimiento y su proyección futura, se logró equiparando –mediante una ley sectorial– nuestras reglas de juego con las de los países que buscábamos desafiar.
La carga fiscal, empero, es solo uno de los problemas a resolver. Para que nuestro sector "transable" compita de igual a igual con el mundo, es imprescindible consensuar un plan integral, ajeno a toda grieta, que incluya políticas de investigación, capacitación profesional y transferencia tecnológica, financiamiento de proyectos productivos, seguro de desempleo y reducción de litigiosidad laboral, entre otras medidas.
No es necesario cambiar todo al mismo tiempo. Las correcciones pueden planificarse y escalonarse, atendiendo a las particularidades de cada sector. Lo que no podemos hacer, es seguir igual. Y si lo hacemos, no podemos pretender que nos vaya mejor. Estudiar profundamente las cadenas de valor "transables", nos permitiría detectar las causas que minan en cada caso su competitividad. Probablemente confirmemos lo que Pareto vislumbró hace un siglo: el 80% de nuestros problemas de competitividad están generados por el 20% de las causas. Si nos concentramos en detectar y corregir esas causas "principales", por llamarlas de algún modo, habremos dado un salto exponencial.
Trabajar en la competitividad de nuestros productos industriales no busca meramente exportar más y generar más empleo. El beneficio es mayor: si bajamos el costo de los insumos que nuestros industriales necesitan para producir, y generamos una revolución exportadora como la que vivieron nuestros productores de software, lo que lograremos es nada menos que resolver el problema de inestabilidad económica que nos atormenta desde hace décadas.
Ese es el punto de apoyo, o de apalancamiento, que nuestra economía necesita para cecer sostenidamente. Asegurar un ingreso constante de dólares, que no dependa de la suerte ni de los vientos financieros, sino que esté anclado al talento y capacidad de nuestros empresarios y trabajadores, que ciertamente es enorme.
Cuentan los sobrevivientes de la tragedia de los Andes que en los días previos a la expedición decisiva de Parrado y Canessa, los mejores abrigos y las mayores raciones de alimento fueron para ellos dos. Todos entendieron que ese "privilegio" les convenía a todos, y que esa travesía heroica era la carta ganadora en la que todo el grupo debía apoyarse para multiplicar sus chances de sobrevivir.
Esa es la decisión que los argentinos necesitamos tomar para multiplicar por cuatro o por cinco nuestras exportaciones, y alcanzar los 100 mil millones de dólares de superávit. Y para eso debemos darle "la mejor ración" al que exporta, para que cada vez haya mayor ingreso de dólares, y haya más argentinos dispuestos a invertir, sabiendo que el país les ofrece rentabilidad y seguridad jurídica.
Si queremos un país estable, con baja inflación, crecimiento sostenido y un Estado eficiente que trabaje para reducir la pobreza y la desigualdad, necesitamos generar los dólares que ese sueño exige. Y el único punto de apoyo que tenemos para lograrlo, es nuestro sector exportador, al que debemos por tanto estimular y entrenar, pues de su éxito depende el nuestro. ¿Queremos un país mejor, desarrollado, con oportunidades para todos? ¡Exportemos!
Presidente de la Unión Industrial de la provincia de Buenos Aires (UIPBA)