¿Convertiremos “Cambalache” en nuestro himno nacional?
Estamos acostumbrados a medir la crisis de la Argentina por el valor del dólar, el nivel de la inflación y las cifras de pobreza. Por supuesto, son indicadores básicos de nuestra fragilidad estructural. Pero las raíces de nuestro dramático declive tal vez deban rastrearse en valores menos tangibles y más difíciles de cuantificar: ¿la Argentina ha dejado de incentivar el esfuerzo? ¿Ha consolidado una cultura que no estimula la inversión ni la educación ni el trabajo? ¿Cumplir, sacrificarse y arriesgar han dejado de ser acciones “rentables” en un país que, sistemáticamente, iguala hacia abajo? El actual contexto sociopolítico quizá obligue a formular estas preguntas.
Millones de argentinos no encuentran incentivo para buscar un empleo. Muchos han perdido directamente la cultura del trabajo; otros la mantienen, pero no les cierra la ecuación costo-beneficio. El entramado de los planes sociales –sin requisitos, sin contraprestaciones y sin límite temporal– ha provocado deformaciones culturales y tensiones sociales en los sectores más vulnerables. El albañil que se levanta a las 5 de la mañana para ir a la obra se siente en desventaja cuando se compara con su vecino que, con la suma de subsidios estatales, gana más y arriesga menos sin salir a trabajar. El empleador ya no tiene que mirar los salarios que paga su competencia, sino lo que el trabajador percibiría por quedarse en su casa. En términos conceptuales, esta desigualdad recorre todo el tejido social, económico y cultural de la Argentina. Si no hay incentivos para trabajar en los sectores más pobres, tampoco los hay para invertir y generar empleo en la otra punta de la pirámide. Tampoco sienten que valga la pena el pequeño comerciante o el profesional independiente que trabajan para pagar impuestos.
Achicar una empresa o un comercio ha pasado a ser más rentable que expandirlo. Ya es sabido: en la Argentina da miedo crecer. Contratar un empleado es asumir una hipoteca ilevantable. La doble indemnización, el sobrepeso de las cargas laborales y la industria del juicio conspiran contra cualquier impulso que implique la creación de empleo. La cultura del ahorro también está huérfana de estímulos. Se cae en el facilismo de señalar con el dedo al que lleva dinero afuera sin preguntarse por las causas de la salida de capitales. La política ha dejado de mirar las razones profundas de las cosas. Prefiere creer que la inflación es consecuencia del accionar de un grupo de malvados y voraces que quieren vender más caro.
Si hace tiempo se había desdibujado cualquier esquema de premios y castigos, ahora se penalizan directamente el esfuerzo, el trabajo y la inversión. Se desalienta el estudio y se estimula la economía en negro
Pero tal vez lo más grave sea la falta de estímulos en el plano de la educación. ¿Qué incentivos tiene un chico para estudiar y esforzarse en una escuela donde la consigna es que “aprueban todos”, los que saben y los que no? El gobierno bonaerense ha institucionalizado en los colegios el criterio de la “promoción automática”. Para fundamentarlo, apela a una jerga pseudopedagógica que siempre aporta un confuso palabrerío. Pero la explicación es sencilla: “Siga y siga”; no importa el esfuerzo. La demagogia ha usurpado el lugar de la educación. El mérito es mala palabra. Los aplazos son estigmatizantes y hacer que un chico repita de grado es una herejía. Se entiende que repetir es un castigo, cuando en muchos casos podría ser una oportunidad para aprender y mejorar las aptitudes personales. Evaluar es un verbo maldito. Exigir suena a algo autoritario y fuera de época.
Si hace tiempo se había desdibujado cualquier esquema de premios y castigos, ahora se penalizan directamente el esfuerzo, el trabajo y la inversión. Se desalienta el estudio y se estimula la economía en negro. Se ha invertido, en definitiva, la regla de los estímulos: se castiga lo que está bien (a veces de manera efectiva; en otros casos de un modo simbólico) y se premia lo que está mal. Desde la cima del poder, abundan las señales y actitudes que refuerzan esta Argentina del revés. ¿Cuál es el mensaje cuando el Estado se pone del lado de Jones Huala y abandona a los rionegrinos asolados por la violencia mapuche? ¿Qué se le dice al ciudadano común cuando la AFIP desiste del reclamo a Cristóbal López y persigue con inspecciones al comerciante mediano? ¿Cómo se siente el que pagó en tiempo y forma cuando la Provincia anuncia una moratoria que se parece más a un jubileo? ¿Qué idea subyace cuando se avala la liberación masiva de presos y se convalida desde la política la toma de tierras?
Las declaraciones o los juicios de los funcionarios no tienen efectos mágicos, pero marcan el tono de una época. Una palabra tan devaluada como la del poder difícilmente vaya a cambiar el curso de las cosas. Pero alienta o desalienta, condena o justifica, frena o habilita. Por eso es indispensable poner el foco en el sesgo y el rumbo de esas palabras. ¿Cuáles son los valores que enfatizan y cuáles los que devalúan? Cada vez parece más claro el empeño por “ningunear” el esfuerzo, la creatividad y la exigencia. Y más grave aún: cada vez está menos reconocido y valorado desde el Estado el cumplimiento de las normas.
No se trata solo de las palabras del poder, sino de sus acciones y políticas concretas, además del ejemplo que da como empleador, como administrador de recursos, como autoridad y garante del orden público. Un Estado que no cumple las normas, no paga sus compromisos ni se atiene a las reglas que él mismo impone, ¿qué modelo ofrece a la sociedad? Cuando el poder deja de dar el ejemplo, la degradación cultural se torna inexorable. Tal vez esa ausencia de ejemplaridad esté en la raíz de la crisis argentina, mucho antes incluso que la inflación y la falta de moneda. ¿Se puede restablecer el valor de la moneda sin recuperar el valor de la palabra? ¿Se puede superar la pobreza sin recuperar la ética del trabajo y del esfuerzo?
La cultura del empleo público se aleja cada vez más de un modelo virtuoso. No hay concursos, no hay evaluaciones de desempeño ni –por supuesto– ascensos con base en el mérito. Los horarios laxos sin control de presentismo, el “estatuto” del acomodo y la estabilidad perpetua convierten al trabajo en el Estado en algo más cercano a un privilegio que a una obligación y un compromiso. El comerciante que ve a su vecino “estatizado” no puede evitar la sensación de desigualdad, como aquel albañil que mira hacia el costado y ve planes y subsidios indefinidos. Se desalienta la competencia: el progreso y la excelencia están mal vistos, como si fueran valores reñidos con una declamada solidaridad. Impera una ideología de la chatura que –sin decirlo– expresa algo que decía el periodista y escritor anarquista Julio Camba sobre la España premoderna: “La envidia del español no es conseguir un coche como el de su vecino, sino conseguir que el vecino no tenga coche”.
Hoy da la impresión de que “Cambalache” (compuesto por Discépolo en 1934) se ha convertido en el verdadero himno nacional: “… Todo es igual, nada es mejor. Lo mismo un burro que un gran profesor. No hay aplaza’os ni escalafón… Dale nomás, dale que va…”. Más que un tango de la primera mitad del siglo XX, parece un retrato de la Argentina contemporánea.
Podrá decirse que la transformación cultural implica un camino de largo aliento. Es cierto: la Argentina no se recuperará de un día para el otro. Pero poner en orden la ecuación de premios y castigos tal vez sea el punto de partida. No es tan difícil: se trata de rescatar la jerarquía natural de las cosas y restablecer una escala básica de valores. No todo es igual; no da lo mismo esforzarse que no hacerlo; cumplir que no cumplir; caminar por el lado de la ley que pasarse al lado oscuro de la ilegalidad y la corrupción.
Discépolo, hace 87 años, escribió: “el que no llora no mama y el que no afana es un gil”. ¿Lo dejamos en el tango o lo incorporamos al himno nacional? En la antesala de una crucial elección legislativa, tal vez la pregunta de fondo pase por ahí: ¿con qué valores enfrentaremos el desafío del futuro?ß