Control y transparencia de fondos no deben limitarse a la educación superior
Resulta contradictorio que el mismo presidente que considera héroes a los evasores que fugan divisas, reclame rigurosidad en el manejo de los recursos públicos
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Al admitir que se trata de una “causa justa”, el presidente Milei evitó otro error no forzado que le hubiera costado carísimo: minimizar el impacto de la marcha del martes pasado o quitarle legitimidad al reclamo por mayor presupuesto a partir de la presencia de dirigentes relativamente desprestigiados. Preocupado por su reputación y por el diagnóstico de los actores políticos y sociales respecto de su liderazgo, el libertario le baja el precio a un instrumento como la Ley Bases, vital tanto para la sustentabilidad de la política económica como para mostrarle al mercado y a sus propios votantes que posee la habilidad necesaria para que el Congreso le apruebe proyectos a pesar de la abrumadora minoría que tiene en ambas cámaras. Al mismo tiempo, llena de halagos a los funcionarios de su gobierno (alguien recordó en la cena de la Fundación Libertad aquello de “el mejor equipo de los últimos 50 años”) entusiasmado por los logros económicos que, según su visión, anticipan una recuperación rápida y furiosa. Más allá de la interpretación sobre la caída del riesgo país, que se redujo significativamente aunque sigue en niveles altísimos (al tiempo que ninguna calificadora de riesgo soberano cambió la pésima nota de la Argentina)… ¿Existe algún dato objetivo en la economía real para fundamentar semejante optimismo? La respuesta negativa a este interrogante no parece generar demasiada inquietud en sus laderos. “La macro se dará vuelta rapidísimo”, asegura uno de los “colosos” que lo acompañan en su ambiciosa aventura.
¿Qué hubiera pasado si continuaba la “guerra santa” contra las universidades públicas? Luis Tonelli lo sintetiza utilizando el método comparado: “Esto se convertía en una mezcla del fenómeno Blumberg, por lo masivo, y de la rebelión fiscal de la 125″, por la heterogeneidad de sectores sociales que, sin estar directamente vinculados al problema original, apoyaban el reclamo. La comparación con la gesta de 2008 apareció en el debate público a la luz del extraordinario respaldo popular que, en muchísimos puntos del país y en especial en la ciudad de Buenos Aires, tuvo la singular movilización del “23A”, como había ocurrido el 25 de mayo de aquel año en Rosario y el 15 de julio en Palermo, justo antes de la votación en el Senado y de la famosa definición “no positiva” de Julio Cobos.
En estos días, de nuevo de forma espontánea, surgió una épica en defensa de la educación pública que incluye su tal vez algo idealizada capacidad de transformarse en un mecanismo de movilidad social ascendente, así como en los “idus de marzo” de 2008 se había generalizado en buena parte de la sociedad civil esa sensación de discrecionalidad, capricho, obsesión por confrontar y desconocimiento de la realidad de la ruralidad que mostraban la entonces mandataria Cristina Fernández y su marido Néstor. Rápido de reflejos, el Presidente intenta evitar que ahora “los Milei” reemplacen a “los Kirchner” como artífices de una nueva grieta. A pesar de que luzca entusiasmado con los resultados financieros de estos primeros meses y de que pretenda acallar las voces críticas respecto de la calidad de la corrección fiscal y de la sustentabilidad de sus logros, la “épica del ajuste” no parece ser una narrativa que pueda expandirse en la sociedad, más en este contexto en el que el “no hay plata” no constituye un eslogan original sino la manera más precisa para describir la realidad de la mayor parte de los individuos, las familias y las empresas.
El ajuste salvaje que pretendía implementar Milei era resultado de la arbitrariedad que permite carecer de un presupuesto que, con el aval del Congreso, defina las prioridades del gasto público. Como fruto de un acuerdo con Sergio Massa, ese debate se postergó para este año y hubiera sido imposible imponer esta combinación de “licuadora y motosierra” si se cumplía el debido proceso. Con una inflación desbordada, el presupuesto de 2023 no alcanza para cubrir los gastos más allá de mayo y el magro aumento tardíamente autorizado por el Gobierno no solucionaba la cuestión de fondo. En las negociaciones con los rectores fue fácil identificar un capricho casi obsesivo por parte de los representantes del Gobierno por poner de rodillas a las universidades públicas, vistas fundamentalmente como centros de adoctrinamiento. Como parte de esta “guerra cultural” que entablan los libertarios (y que incluye todos los ámbitos de producción simbólica, como los medios de comunicación en manos del Estado, el INCAA y el sistema educativo, sobre todo las casas de altos estudios) y considerando el sesgo hipereconomicista que caracteriza a esta perspectiva ideológica, la asfixia financiera es vista como el mecanismo más eficaz, si no el único.
Esto implica desconocer los fundamentos más básicos de la historia de las ideas, los movimientos culturales y su impacto en la dinámica política: si la plata fuera el factor determinante, sería imposible explicar el surgimiento, la expansión y la eventual popularidad de las narrativas contraculturales y antihegemónicas. Tal vez por eso, el gobierno parece ignorar la importancia que mantiene la tradición reformista en el sistema universitario argentino y en gran parte de América Latina. Recordemos que en 1918 surge en Córdoba un movimiento antiestablishment que cuestionaba la influencia clerical en el manejo de la universidad local y terminó, luego de un conflicto muy intenso, en un cambio trascendental en la lógica de concepción y administración de las universidades, con un gobierno autónomo y tripartito (elegido por docentes, egresados y alumnos), concursos, libertad de cátedra y autarquía financiera, entre otros principios. Su impacto en nuestra historia intelectual fue extraordinario, más que nada en la formación de las élites que gobernaron el país y, particularmente, en los gobiernos democráticos. La “politización” de las universidades argentinas es inevitable, pues existen comicios para elegir a sus directivos en cada carrera, facultad y, por supuesto, universidad.
En perspectiva, puede argumentarse que la ola “anticasta” debe involucrar a las universidades públicas: Milei habla de una decadencia de 100 años, lo que coincide con el movimiento reformista y su influencia en la formación de nuestras clases dirigentes. Pero el problema aquí es la “partidización”, es decir, el eventual uso de los recursos financieros y simbólicos de las instituciones educativas para servir a intereses ideológicos o de un grupo en particular, y no a la formación de capital humano, la investigación científica y las actividades de extensión para favorecer al conjunto de la sociedad. Es muy sana la pretensión del Gobierno de transparentar y auditar el gasto de las universidades, pero ese criterio debe extenderse a todo el presupuesto y atravesar todos los programas financiados con el esfuerzo de los contribuyentes.
Resulta contradictorio que el mismo presidente que considera héroes a los evasores que fugan divisas reclame un control exhaustivo y transparencia en el manejo de los recursos públicos. Un doble estándar que implica aceptar y hasta alentar conductas no sólo egoístas sino ilegales en el ámbito privado, mientras se las condena y combate en el público.