Contra la violencia de género
Hace más de diez años, con el ingreso de mis hijos a la escuela inicial, volví a encontrarme en el mundo de los actos escolares que muestran de un modo particular los modos en que la educación impacta en las emociones y las ideas de quienes integran la comunidad educativa. Desde la perspectiva de una persona adulta, con una mirada que no había tenido mientras transitaba la escuela, sentí incomodidad frente a los mensajes que en ocasiones se transmiten desde estas formas lúdicas de interacción marcadas por estereotipos.
Un acto en particular quedó en mi recuerdo. Mi hija y sus amigas vestidas de superheroínas y sus amigos como superhéroes debían resolver una hipotética situación de peligro en la que las niñas-superheroínas serían "salvadas" por los más poderosos varones. ¿Para qué servían entonces sus propios poderes? En la elaboración colectiva que compartían durante los preparativos de esa representación, las niñas no quisieron "ser salvadas" y finalmente todos los superpoderes combinados zanjaron la cuestión. No era inusual encontrar nenas espectadoras de las aventuras ajenas, pequeños personajes secundarios de una historia que no protagonizaban.
Fueron las movilizaciones masivas que se multiplicaron en nuestro país y en la región desde junio de 2015 con la consigna "Ni una menos" las que echaron luz sobre la dimensión de la demanda por amplificar una educación fundada en el valor de la igualdad, como política inmejorable para prevenir la violencia de género. La educación sexual integral es una de tantas promesas normativas incumplidas. La ley que establece el derecho de recibir una educación que procure la igualdad de trato y oportunidades para varones y mujeres, vigente desde hace más de una década, no logró llegar a las aulas de todos los niveles educativos.
Cuando miles de mujeres comenzaron a marchar por las calles de las ciudades y de los pueblos movilizadas frente a la forma más extrema de la violencia que corta por igual vidas de mujeres jóvenes y adultas, urbanas y rurales, amas de casa, migrantes, madres cuidadoras, trabajadoras, universitarias, parecía que décadas de lucha del movimiento de mujeres y el feminismo en la región habían finalmente encontrado eco en la sociedad. Faltaba, sin embargo, trazar en la conciencia colectiva los vínculos profundos entre esa violencia femicida que conmueve y moviliza y las desigualdades cotidianas que la sostienen.
El Día Internacional de la Mujer brindó el más reciente escenario para que las movilizaciones se multiplicaran no ya sólo como reacción frente a la manifestación de violencia extrema, sino también como demostración de la necesidad de abordar aquellas otras violencias que todavía no se registran entre las prioridades de las políticas. Se comenzó a dar nombre a aquellos vínculos al transformar las movilizaciones de mujeres en una interpelación al "paro": un llamado a la valoración del trabajo invisible de cuidado, el cuestionamiento de la precariedad laboral, el impacto agravado de la desocupación entre las mujeres más jóvenes, las barreras para el control del propio cuerpo y las violencias en los procesos reproductivos, la ausencia de políticas de cuidado integrales y de garantías para la participación de las mujeres en todos los ámbitos de la vida social, política y económica.
Estas otras formas de violencia cotidiana demandan cambios estructurales. Entre los cimientos de la cultura patriarcal y la superficie de la vida cotidiana, las violencias se presentan en un continuo que atraviesa los espacios públicos y privados y comprometen las oportunidades para el desarrollo de la autonomía física, política y económica de las mujeres.
El plan nacional de acción para la erradicación de la violencia que el Estado impulsa incorpora ese abordaje integral que comienza con la promoción de la educación para la igualdad. Pero su implementación requiere un compromiso político que no admite incertidumbres sobre su financiamiento ni sobre la seriedad de los compromisos asumidos por todos los ministerios, todos los poderes del Estado, en todo el territorio del país.
Las mujeres que se alzan contra estas violencias cotidianas trascienden el lugar de víctimas, se empoderan y multiplican su acción en estrategias novedosas y creativas. Pero la modificación de los cimientos que sostienen las violencias requiere el apoyo de políticas públicas claras, que contribuyan a transformar una sociedad en la que podamos enseñar a nuestras hijas e hijos las diversas maneras de ser, crecer, valorarse, buscar y reclamar su lugar en el mundo, en medio de estructuras que muchas veces ofrecen las resistencias propias de los moldes que no quieren romperse y preferirían no estar compelidos a cambiar.
Abogada, directora ejecutiva de ELA, Equipo Latinoamericano de Justicia y Género