Contra la erosión de la convivencia democrática
El desafío de hoy es configurar un arco político moderado que reconstruya sobre nuevas bases nuestro deteriorado sistema de partidos
Hay malestar en las democracias del siglo XXI. Siempre hay excepciones -Canadá, por ejemplo, o los países escandinavos-, pero si echamos una mirada sobre Europa, los Estados Unidos y América latina, el panorama cambia y se oscurece.
Una explicación esquemática de esta circunstancia resaltaría los efectos negativos que acarrean la globalización y las crisis económicas, ambas combinadas con la mutación tecnológica que recorre el planeta. En realidad, la explicación es más compleja, porque en ella interactúan otros fenómenos, como la migraciones y los refugiados; el terrorismo de raíz islámica, y la resurrección de antiguas tradiciones ancladas en el nacionalismo, la xenofobia y el desprecio de la cultura de la tolerancia.
Las elecciones del domingo pasado en Alemania pusieron una vez más sobre la mesa esos legados. Según venimos advirtiendo, al menos desde el último quinquenio, se está difundiendo por el mundo de las democracias un temperamento reaccionario que repudia la lenta y difícil consolidación de las democracias. Hoy, lo que hasta hace muy poco parecía afirmado con cimientos sólidos oscila y se interna en un paisaje dominado por la incertidumbre. Aunque no lleguen al gobierno, los reaccionarios logran en parte imponer su agenda.
Este choque entre un pluralismo constructivo, aún vigente pese a las contrariedades, y un pluralismo negativo que pretende arrasar con aquél sin ofrecer alternativas aptas para forjar nuevos espacios de reconocimiento cívico está generando un empate difícil de resolver, más aún (otra herencia del pasado totalitario) cuando la locura de una guerra nuclear no se ha disipado.
Sobre este telón de fondo se desenvuelve el argumento de nuestra política al borde de las próximas elecciones. Es un argumento que adopta características propias y, al mismo tiempo, recoge muchos de los conflictos que hoy estallan más allá de nuestras fronteras: a la voluntad de cambio que reflejan las encuestas identificando sectores sociales que apuestan a la esperanza se suman la memoria del pasado reciente y un estilo directo de presión política para capturar permanentemente el espacio público que, además, no condena la violencia.
Estas formas del comportamiento político no son novedosas; tienen, al contrario, un fuerte engarce con corrientes populares que en la actualidad se agitan en tres clases de vacíos: un vacío legal que deja en suspenso la coacción legítima y permite que para satisfacer su interés propio cada facción se beneficie de la impunidad reinante; un vacío abierto por la decadencia de la obligación política por la cual muy pocos se sienten ligados por un sentido de responsabilidad hacia sus conciudadanos; un vacío, en fin, que proviene del deterioro de la palabra pública, de su manipulación y del ejercicio constante de la mentira (lo que Umberto Eco llamó "la guerrilla de la falsificación").
Tres casos recientes ilustran estos vacíos: el primero, la trama de impunidad que enlaza el probable asesinato de Alberto Nisman con la desaparición de Santiago Maldonado; el segundo, la toma de escuelas porteñas ante una supuesta modificación curricular en la enseñanza secundaria; el tercero, el uso de discurso para borrar la corrupción del pasado inmediato bajo el supuesto de que el vacío legal concluya beneficiando a los sospechosos de turno.
En semejante escenario, las oposiciones al gobierno de Cambiemos se bifurcan. Si bien el oficialismo confía en que su victoria en las PASO pueda ampliarse hasta vencer en la provincia de Buenos Aires, las oposiciones están jugando dos partidas simultáneas, tanto en el tablero electoral como en el de la contestación abierta. En ésta vale todo: la falsificación del discurso, el control de la calle, el vacío legal de la impunidad y, en especial, el aparato que proveen para las movilizaciones las minorías activas, pacíficas o violentas (esto último se comprobó en la ocupación de las escuelas secundarias -una herencia de las tomas universitarias- protagonizada por minorías militantes que descolocan a la mayoría pasiva de estudiantes).
La acción cotidiana de este tipo de oposiciones erosiona el régimen representativo fundado en elecciones y en mayorías fluctuantes que se expresan en las urnas. A la vista de esta contradicción, el diseño de un régimen político con gobiernos y oposiciones mutuamente responsable está todavía por hacerse.
Aún nos falta recorrer el trecho que conduce a una legitimidad compartida en la que la alternancia no traduzca una lucha entre proyectos excluyentes y la legislación pueda al cabo encaminarse hacia un núcleo consensuado de políticas públicas. Para ello, dos condiciones son necesarias: que se refuerce el apoyo al gobierno en funciones y que vaya cobrando forma el perfil de una oposición capaz de ocupar el espacio que, por ahora, detentan contestatarios de diverso cuño.
En definitiva, de lo que se trata es de configurar un arco moderado que reconstruya sobre nuevas bases nuestro deteriorado sistema de partidos. En la Argentina y en el mundo de las democracias, los sistemas tradicionales de partidos están en entredicho, pero esto no significa que haya desaparecido del horizonte la exigencia de contar con partidos renovados y coaliciones convergentes que sepan poner coto a las contestaciones extremas y encarrilen el país hacia metas de mediano y largo plazo. Ésta es la cultura deseable que, en este tiempo, se está desvaneciendo en los Estados Unidos y Europa, y ésta es la reconstrucción que no debemos demorar ante una declinación ostensible del principio de igualdad, sin el cual las democracias se encogen y achican el espectro de la ciudadanía.
Precisamente, como acaba de recordar Osvaldo Guariglia en su admirable libro póstumo Democracia, república, oligarquía, sobre el principio aristotélico de la "igualdad de los hombres libres" (ahora -es obvio- extendido a la mujer) se fue elaborando, a lo largo de siglos y milenios, la democracia representativa y republicana que nos sigue convocando. Esta convocatoria debería ampliar el arco de los que sostienen los valores republicanos y representativos. Por ahora, este arco es todavía estrecho.
En este sentido, es imprescindible aceitar el resorte del sistema representativo. Si este sistema llegase a fallar, presa de un faccionalismo acrecentado en el Congreso o de unos partidos que no atinan a renovarse, seguirán creciendo las otras oposiciones que apuntan a la contestación directa y a empujar el país hacia la política de lo peor. Estos dualismos, que el lenguaje de moda denomina grieta, tienen entre nosotros antiguo arraigo, no van a dejar la escena y, para no exagerar, fueron en el pasado mucho más violentos que en el presente. Razón suplementaria para sacar provecho de estas lecciones que trae la historia y no la praxis militante de la memoria.
Éstas son algunas de las razones y pasiones que entablarán su partida dentro de un mes. Por lo que se advierte, hay entusiasmo justificado en el oficialismo. Sería deseable que ese entusiasmo se proyecte también en otras filas, porque no es lo mismo una oposición para el nuevo siglo con vocación responsable que una oposición que se encapsula bajo la férula de liderazgos dominantes que no han cumplido, en el plano cívico, con el mandamiento que dice no robarás. Esta frontera ética debería trazarse entre nosotros con el espíritu que impregnó el Nunca Más.