Conservadores o reformistas
A mediados del siglo XIX, la Argentina se debatía entre mantener el estancamiento económico, poblacional, institucional y cultural, cuya encarnación era el autocrático régimen rosista, o quebrar ese statu quo con las ideas de progreso y democracia de la Generación del 37. Sarmiento, uno de sus integrantes, sintetizó ese dilema de cara al futuro en un lema genial que, pese a las críticas que recibió de los defensores de una Argentina decadente, continúa vigente: civilización y barbarie.
Civilización y barbarie fue el grito de batalla que cortó con un formidable mandoble de espada la historia argentina en dos épocas. Uno se imagina a Sarmiento iracundo de futuro, atropellando a los enemigos del progreso, poseído por el fuego sagrado de los elegidos para cambiar los tiempos. Civilización frente al atraso y la barbarie expresa la máxima apuesta que se ha hecho en la historia argentina para sumarse a la senda de prosperidad y grandeza de las naciones occidentales. Por eso, se torna urgente remozar ese lema para adecuarlo al siglo XXI argentino y para incitar a una quijotesca carga de caballería contra las ideas que nos han barbarizado y reducido a una caricatura de nuestra esencia como pueblo, a una trayectoria que nuestros mayores juzgarían imposible de no saber que ha sido la real. Por las ideas de Sarmiento, fuimos un milagro inesperado contra las previsiones de la evolución histórica; hoy somos el antimilagro que nadie se explica.
Siguiendo su ejemplo tenemos que estar dispuestos a dar una batalla cultural que termine con los relatos enamorados de la decadencia. Para hacerlo, un primer paso fundamental consiste en reflexionar sobre un léxico político desgastado y que no transmite algo nuevo. Un ejemplo, entre otros, lo atestigua. Se habla todo el tiempo de populismo y con justa razón se lo condena. Pero atribuir al populismo la causa de nuestra decadencia no es suficiente. A su vez, desde el populismo se considera que el neoliberalismo es el responsable de todos nuestros males y esto tampoco alcanza para explicar nuestra trágica situación actual. Como tampoco alcanzaba la antinomia entre peronismo y antiperonismo o entre civiles y militares. Llevamos casi cuarenta años de democracia y la decadencia se profundiza.
Ha llegado la hora de proponer una nueva forma de presentar estas divisiones. En vez de tantas antinomias obsoletas, se debería hablar de conservadores vs. reformistas. El pensamiento conservador atraviesa a todas las fuerzas políticas, incluso a las que se autoproclaman progresistas. Para forjar un nuevo lema de futuro la clave consiste en determinar qué se entiende por el rótulo de conservadores. Porque de ello depende que se comprenda que los conservadores son una amplia mayoría entre los dirigentes políticos y sociales. En esta línea, bajo conservadores englobaría a todos quienes defienden el statu quo actual, que es el que ha imperado en el país desde hace décadas.
Son conservadores los políticos que defienden a capa y espada sus privilegios y se oponen a la boleta única o a implantar la ficha limpia, los gobernadores de las provincias rentistas que se amoldaron a mendigar los recursos de la Nación, los barones del conurbano cuya única preocupación es recuperar la reelección indefinida, los sindicalistas que siguen aferrados a sus puestos y a contratos de trabajo de los años 70 y se olvidan de los millones de argentinos que trabajan en negro, los seudoprogresistas que creen que emitiendo moneda sin respaldo se puede generar riqueza, o quienes piensan que el Estado es el motor principal de la economía, apoyan los cepos cambiarios y una herramienta tan anacrónica como el control de precios. O incrementan cada día una maraña burocrática y de regulaciones que ahoga a los emprendedores.
Son conservadores los que defienden la estabilidad del empleo público, las jubilaciones de privilegio, un vetusto estatuto del docente o la existencia de empresas del Estado que absorben cuantiosos recursos, que podrían tener un mejor destino; y aquellos que se oponen a evaluar la calidad de la educación como primer paso para mejorarla; o los colegios profesionales de las provincias, que mantienen cautivos a sus profesionales en regímenes monopólicos. También son conservadores los dirigentes piqueteros, cuya acción no se orienta a mejorar la suerte de millones de personas, sino a utilizarlas para ganar poder, o los medios de prensa que venden su independencia para recibir una mayor cuota de pauta oficial. Y cómo no llamar conservadores del statu quo a quienes hacen política con el único fin de enriquecerse o a los militantes de las fuerzas políticas que en vez de pensar en trabajar se dedican a conseguir empleo en el Estado y se transforman en “ñoquis” sin ponerse colorados de vergüenza. Merecen el título de conservadores los empresarios que se niegan a toda forma de competencia y aquellos que construyen sus empresas al amparo de regímenes de promoción ineficientes y que les salen carísimos a los argentinos. Son conservadores los jueces que se niegan a pagar el impuesto a las ganancias o los empleados del Banco de la Provincia de Buenos Aires que mantienen un sistema de jubilaciones privilegiado, en una institución que varias veces en su historia debió ser rescatada con el dinero de los contribuyentes. Son igualmente conservadores quienes viven de los subsidios del Estado, sean productores de cine, dueños de transporte colectivo, usufructúan los planes del Previaje, se agrupan en fundaciones, cooperativas de dudosos antecedentes, o crean ministerios, institutos, organismos no prioritarios y programas de todo tipo, cuyos resultados no se evalúan, que consumen ingentes partidas presupuestarias. Y quienes como única solución para intentar paliar el descomunal gasto público promueven nuevos impuestos. Finalmente, son conservadores quienes por un garantismo suicida se niegan a aplicar el Código Penal o a construir nuevas cárceles y, aún peor, quienes dejan que el narcotráfico avance impunemente sobre las instituciones de la República.
Todos ellos quieren conservar la actual decadencia. Se aferran con desesperación a un inmovilismo que arruinó al país. Ser conservador en la Argentina no significa pertenecer a un partido que desapareció hace décadas, sino integrar alguno de los innumerables grupos de presión cuya prioridad es mantener sus prerrogativas, sus beneficios, exenciones y ventajas frente a la gran mayoría de la sociedad. Y que además no solo exhiben impúdicamente sus privilegios, sino que están dispuestos a rechazar, de modo violento si es necesario, el mínimo atisbo de cambio. En un país dominado por conservadores, el resultado es el estancamiento y la pobreza.
Enfrente de ellos se ubican quienes quieren ser reformistas de fondo. Los reformistas son quienes anteponen los intereses de la mayoría a sus intereses particulares. Son un conjunto de esclarecidos líderes políticos, sociales e intelectuales que se atreven a enfrentar a quienes están enquistados en intereses propios y no están dispuestos a ceder un milímetro en aras del progreso del conjunto del país. Los reformistas aceptan la urgencia de modificar las estructuras perimidas que nos condujeron a la penosa situación actual. Se destacan por propuestas que miran hacia el porvenir y tienden a modificar la circunstancia histórica. Porque poseen un pensamiento positivo, no se limitan a lamentarse por la situación vigente: sus ideales apuntan raudamente a la construcción de una nueva Argentina. Sueñan con un país distinto.
Es el tiempo de los reformistas. Y de la batalla cultural que daría hoy Sarmiento, a la altura de su genial lema decimonónico. Nuestro nuevo desafío es “conservar la decadencia o reformar para el futuro”. El verdadero dilema de la hora actual es “conservadores o reformistas”.