¿Conservadores, liberales o qué?
Manoseamos tanto algunas palabras que en un día no muy lejano ya no sabremos qué quieren decir. Para colmo, la política tiende a acelerar la erosión del sentido. Días pasados, Roberto Lavagna dijo en el canal LN+ lo siguiente: "La economía lleva 8 años de estancamiento, cuatro del gobierno de Cristina, de populismo y cuatro del conservadurismo actual de Macri". Esto es una novedad. Entre todos los calificativos posibles que podrían aplicársele al gobierno nacional, el de "conservador" resulta el más inusitado. La oposición kirchnerista, sin ir más lejos, ya antes de que Macri asumiera, había preferido una opción aparentemente contraria, la de "liberal" o, con mayor énfasis, "neoliberal" (como si el único liberalismo fuera el de Milton Friedman). En una entrevista de José María Poirier y Romina Ryan en el último número de la revista Criterio, el historiador Luis Alberto Romero hace notar que "desde el primer día al gobierno de Macri lo catalogaron de neoliberal y de 'vos sos la dictadura' y eso quedó tan presente que finalmente la gente se convenció de que era cierto". Como completa Romero, esto es Gramsci puro: lo que uno piensa cuando no sabe qué está pensando.
Se prodigan adscripciones políticas -y aun filosóficas- como si fueran injurias, e igual que en ellas no se toma en cuenta la literalidad de lo dicho, sino las capas de alusiones con que las supersticiones ideológicas revistieron esas palabras.
Hay aquí dos orígenes complementarios: el engaño (el caso más famoso ocurre cuando se subsume toda posición de derecha en el adjetivo de "facho") y la ignorancia lisa y llana de qué hay detrás de las palabras. Vayamos a algunas fuentes. El teórico Raymond Williams -inscripto en el campo del marxismo-, concluye que, como término del discurso político, "liberal" es sumamente complejo y que estuvo "bajo el ataque regular de las posiciones conservadoras" y que también ha sido usado de manera "peyorativa" por "socialistas y marxistas". El solapamiento con los conservadores se explica por la alianza estratégica que tuvieron en su momento contra posiciones colectivistas y totalitarias, pero no alcanza para diluir la singularidad de sus raíces.
Una formulación reciente de la posición conservadora se puede leer en How to be a Conservative, el libro de 2014 del filósofo Roger Scruton, aunque en realidad ya en la década de 1980 había escrito un ensayo no menos contundente: The Meaning of Conservatism. Scruton descubrió su filiación política conservadora ya muy joven. En mayo de 1968, estudiaba en París y vivía en el Barrio Latino. Scruton vio a los estudiantes arrancar adoquines, romper vidrieras, dar vuelta autos. "Entendí de pronto que yo estaba del otro lado. Lo que tenía adelante era una masa desbocada de barrabravas de clase media. Fue así como me convertí en conservador. Me di cuenta de que quería conservar las cosas en lugar de destruirlas". Destruir algo es fácil; crearlo, trabajoso. "Esa es una de las lecciones del siglo XX -escribe-. Y una de las razones por las que los conservadores están en desventaja: su posición es cierta pero aburrida, la de sus oponentes es excitante pero falsa". Scruton coincide con Williams en que los rivales históricos de los conservadores fueron el liberalismo (hijo del Iluminismo) y el socialismo (hijo de la Revolución Industrial), aun cuando acepta una inclinación por el primero, pero no existe libertad (ni siquiera de mercado) sin responsabilidad. No hay nada nuevo: Edmund Burke ya lo había inventado en el siglo XVIII y lo llamó old whigs. Es claro que se puede ser liberal y conservador, liberal y anticlerical, católico y liberal, y así en combinatorias variadas, si sabemos qué queremos decir exactamente.
Las palabras tienen el espesor del pensamiento. Para impugnar una posición hace falta conocer sus supuestos. Pero igualmente importante es saber en qué posición está uno.