Consensos para salir del pantano
Este 2021 termina. Es tiempo de balances en el mundo a merced de un virus, de la aceleración del cambio climático, de la revolución tecnológica que trastoca las formas de producir y de relacionarse, de la globalización y de los cambios geopolíticos. La incertidumbre es el rasgo distintivo. ¿Qué nos pasa cuando el futuro es incierto?
La esperanza significa proyectarse con la imagen de una nación en un futuro posible. Cuando el futuro aparece como pura amenaza, cunde el desánimo. La democracia, como la definiera Charles Tilly, descansa en la idea de que el día de mañana llegará y todos tendrán una oportunidad. Sin esperanza, crece la intolerancia. Entonces, el camino a los populismos y sus derivas autocráticas está allanado.
La Argentina sigue hundida en el pantano de deterioro económico y social. Muchos han perdido la esperanza, fatigados por la recurrencia de ciclos cada vez más breves de ilusión y desencanto. La consigna del “Aguante”, surgida de la crisis de 2001, hoy no se escucha. Acaso la expectativa de que todo habrá de mejorar y es cuestión de aguantar el chubasco, ya no se sostenga.
La democracia sobrevivió a las crisis, pero la insatisfacción con los desempeños de los gobiernos fue ensanchando la brecha entre la dirigencia política y los ciudadanos. Muchos son los que en esta crisis, agravada por la pandemia de encierro prolongadísimo, no ven la luz al final del túnel. Ya no confían en el mito del país rico destinado a ser potencia, ni en la capacidad de recuperación asegurada sólo con la voluntad de los que manejan el timón del Estado. Los jóvenes que nacieron alrededor del segundo milenio y vivieron las consecuencias de la crisis, no tienen nostalgia de épocas doradas. Ellos son, sobre todo, los que no creen en el aguante y a ellos se dirige el discurso de la antipolítica que vocifera Milei.
¿Se está quebrando la fuente de esperanza que siempre supone una nueva generación? La consultora Taquión registró que en las PASO de setiembre, un 51,7 % de los jóvenes encuestados decidió su voto la última semana de la campaña, el día de las elecciones o en el cuarto oscuro. Además, que un 65% de los encuestados de todas las edades afirma que uno de los principales motivos que impulsó el voto fue mostrarse de acuerdo o en desacuerdo con el gobierno nacional.
La polarización política entre defensores y críticos del Gobierno se expresa en las principales opciones electorales. A diferencia de Brasil, donde las principales alternativas políticas a Bolsonaro tienen un consenso básico sobre el modelo de sociedad, en la Argentina es un consenso básico pendiente.
Los datos de Ipsos Global 2021 registran que más de dos tercios de sus encuestados en la Argentina perciben que la sociedad está fracturada y que viven en un país en declive. Casi la mitad dice que los temas políticos más importantes deberían ser decididos por la gente a través de referéndums, en franco rechazo a la mediación partidaria. La sociedad está partida entre los que dependen en sus ingresos del Estado y los que quedaron librados a su suerte. Esa fractura coexiste con la que divide a los sectores modernos (globalizados) y los rezagados: la gente que quiere vivir prescindiendo del mundo y sus cambios, protegida en su “casa”. Mientras, la inflación hace su trabajo y se va comiendo a franjas crecientes de una clase media que supo sobrevivir sin la tutela estatal.
Las franjas del medio de la estructura social se distinguen de las clases populares porque proyectan un futuro para sí y para sus hijos que va más allá de la supervivencia y del consumo inmediato. Cuando la aspiración de mantener su status, su nivel social, para sí y para sus hijos, se ve amenazada por las políticas gubernamentales, sus opciones se radicalizan.
En La Argentina de la década del 70, esa fractura coincidió con una fractura generacional. Fueron los hijos de esa clase media que apoyó los golpes militares los que optaron por la vía revolucionaria bajo el impacto de la Revolución Cubana y del Concilio Vaticano II. En década del 90, las clases medias se fracturaron entre los sectores competitivos y los que no lo eran, entre ganadores o perdedores de las consecuencias de la reestructuración de la economía y del impacto precedente de las crisis económicas de la “década perdida”.
El crecimiento de la economía y las políticas sociales y de estímulo al consumo, engrosaron las filas de la denominada “nueva clase media” que entre 2004 y 2012 creció a costa de la clase baja. Muchos de los ingresos de esos hogares son la contracara del gasto público. Cuando el ingreso cae porque ni el país ni el empleo crecen y la inflación se acelera, esos hogares vuelven a la pobreza; su inclusión está sometida a los ciclos de la economía.
Desde 2012 la tendencia al crecimiento de la nueva clase media se revirtió. Sin capacidad de ahorro, agobiados por el peso de la carga impositiva de un Estado ineficiente que no asegura servicios básicos de calidad, los sectores medios sienten que la acción del Gobierno le pone un cerco a su estilo de vida, un estilo que abarca más que el ingreso y el consumo.
Mientras la dirigencia política no logre enhebrar los consensos básicos para salir de este pantano, la sociedad seguirá fracturada entre ganadores y perdedores, y las clases medias permanecerán amenazadas por la pobreza.
Socióloga