Consejo de le Magistratura: ante una oportunidad de hacer las cosas bien
La sentencia pronunciada por la Corte Suprema, declarando la inconstitucionalidad de las reformas realizadas en 2006 a la ley que regula el Consejo de la Magistratura de la Nación, puede servir como punto de partida para organizar esa institución de manera de colocarla al servicio de la Nación.
Para comprender la trascendencia de esta decisión es necesario tener presente el pasado y a dónde la Nación decidió ir en este tema.
Antes de la reforma constitucional de 1994, los jueces eran designados por el Presidente de la Nación, con acuerdo del Senado. El sistema funcionó de manera tolerable durante muchas décadas en tanto los presidentes y los senadores tuvieron en mira la idoneidad técnica y moral de los candidatos. El puntapié inicial de esas preferencias lo dio el presidente Bartolomé Mitre, quien, al designar la primera integración de la Corte Suprema, lo hizo en reconocidos juristas de la época. Además, para disipar todo tipo de sospechas de parcialidad, Mitre tuvo especialmente en cuenta que estos personajes habían tenido militancia política en filas opuestas a la suya. El comienzo de este deterioro podría fijárselo muchos años después. A partir del golpe de estado de 1930, el Poder Judicial sufre las consecuencias del daño institucional que padece el sistema político y comienza su decadencia. Los sucesivos golpes de estado irrumpen en todos los poderes judiciales del país con remociones y designaciones de jueces que, en proporción variable, serían removidos a la vuelta de los gobiernos democráticos, dando lugar a nuevas designaciones. En algún lugar de este largo y penoso trance de nuestro pasado, comienza a cobrar cuerpo la idea designar como jueces a personas de la misma simpatía partidaria. Fue en 1947 cuando por primera vez la composición de la Corte Suprema es renovada con integrantes de la misma filiación partidaria. En años posteriores se llegará al extremo de nombrar en estos cargos a individuos que jamás podrían haber integrado el Poder Judicial por su falta de idoneidad técnica.
Para erradicar estas prácticas políticas viciosas y contrarias al espíritu constitucional. los constituyentes de 1994 acordaron reformar la Carta Magna e incorporar la institución del Consejo de la Magistratura, órgano que tendría a su cargo, entre otras funciones, la de designar y remover a los jueces federales y nacionales (excepto a los de la Corte Suprema).
Con respecto al Consejo, la Constitución exige que lo integren representantes de los legisladores, de los jueces, de los abogados, del Presidente de la Nación y del mundo académico y científico, “procurándose el equilibrio” entre esos sectores. Lo que la Corte Suprema resolvió es que si en un Consejo de 13 integrantes, 7 pertenecen a uno de esos sectores -como ocurría con la ley 26080- es obvio que esa ley quebró el equilibrio que exigía la Constitución. Pues un sector tiene más representantes que cada uno de los otros sectores considerados individualmente y que todos los demás sectores, considerados en conjunto. La infracción al texto constitucional era grosera, indisimulable.
El esquema legal invalidado, como destaca la mayoría de la Corte, permitía, por ejemplo, que esa mayoría de 7 representantes del sector político decidiera el contenido del Reglamento general de ese cuerpo, cómo se integrarían las comisiones y con qué mayorías adoptarían resoluciones, cuál sería el texto del reglamento de los concursos de jueces e imponer sanciones disciplinarias a los magistrados (antesala del juicio político). De aquí que no sólo existía un notable desequilibrio sino que, merced a él, esa mayoría podía adoptar decisiones clave para el proceso de designación de las ternas de jueces y disponer sanciones que luego podían dar lugar a su destitución.
Como se puede apreciar, la sentencia de la Corte Suprema ha hecho prevalecer lo dispuesto en la Constitución Nacional. Las reformas que la ley 26080 hizo al texto precedente otorgaban a un sector un predominio ostensible sobre los otros, lo que, a juicio de la Corte Suprema, debía ser descalificado constitucionalmente.
Ahora bien, ¿cuál es el remedio que corresponde administrar cuando se considera que una norma es inconstitucional? Este tema es muy técnico y procuraré exponerlo del modo más sencillo posible. Sí corresponde advertir desde el inicio que hay que precaverse contra las trampas que tiende el lenguaje, trampas en las que podemos caer sin ser conscientes de ello. Comenzaré con un ejemplo que creo es orientador. Del mismo modo que no hay un remedio único para todas las enfermedades, tampoco existe una respuesta única para todos los casos en que se considera que uno o más artículos de una ley han sido declarados inconstitucionales. En un caso como el presente, la Corte se enfrentaba a diversos artículos de una ley que habían sustituido otros tantos artículos de otra ley anterior. Los artículos sustituidos no dejaron de “existir”, no fueron borrados del Boletín Oficial por obra de esa sustitución. Simplemente, perdieron vigencia. Esos artículos, una vez sustituidos, ya no gobiernan las conductas de los individuos a quienes se dirigían. La Corte declaró que esas sustituciones eran contrarias a la Constitución. No valían como sustituciones. Entonces, ¿qué consecuencias se siguen de la inconstitucionalidad declarada por la Corte? ¿Es que el Consejo quedaría paralizado?
En primer lugar, decir que una norma es inconstitucional tiene por consecuencia inmediata que debe prescindirse de ella. Pero este es el primer paso. El o los remedios a suministrar dependerá de las características de las normas involucradas y del contexto del caso. Seguidamente la mayoría de la Corte acude a los artículos cuya sustitución invalidó y sostiene que ellos recobran plena vigencia. La decisión del Tribunal parece venir impuesta por la razón, pues, como dije anteriormente, sustituir una norma, jurídicamente, significa destituirla de vigencia. De aquí que, si se debe prescindir de la norma que privó de vigencia a otra, entonces desaparece la razón por la cual la norma previa (la sustituida), no estaba vigente. Consecuentemente, recobran vigencia. Esas normas vuelven a poseer autoridad. Esto es lo que acertadamente resolvió la mayoría del Tribunal y merced a ello el Consejo no queda paralizado. Puede seguir funcionando.
¿Es importante esta sentencia? La decisión de la Corte Suprema es importantísima. Ella aniquila un modo vicioso de proceder que dio lugar a manipulaciones inadmisibles y que estuvo al servicio de perseguir a jueces independientes, proteger a otros que ofenden la magistratura y favorecer la designación de quienes su antecedente decisivo era, simplemente, su comunidad ideológica con el gobierno de turno, real o simulada.
Esas prácticas viciosas también alejaron de los concursos a muchos distinguidos profesionales, de dentro y fuera del Poder Judicial, que no estuvieron dispuestos a someterse a concursos amañados o que se resolvían en una espuria entrevista final, que terminaba colocando en una terna a quien o quienes no habían reunido las mejores calificaciones. Es comprensible que gente de bien, honesta y entregada al estudio, no quisiera padecer esas humillaciones.
La sentencia de la Corte Suprema ha puesto fin a todo esto. Estamos ante una oportunidad de hacer las cosas bien. Los constituyentes nos han legado el Consejo de la Magistratura para no repetir errores del pasado, para designar jueces y juezas idóneas, para desembarazarnos de los magistrados infieles y para administrar decentemente el Poder Judicial. El Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires ha luchado judicialmente durante quince años para poner las cosas en el lugar del cual nunca debieron haber salido. Ahora depende de los legisladores que hagan realidad aquellas aspiraciones. Exijámosles que así procedan.
Presidente del Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires