Conrad y el destino americano
Pocas cosas hay más instructivas que la lectura de un clásico a destiempo, sobre todo cuando cumple con la función visionaria que se le atribuye a la literatura. Basta detenerse en la relación casi casual de Joseph Conrad con América Latina. A Conrad se lo asocia antes que nada con distantes panoramas asiáticos y algún episodio africano (El corazón de la tinieblas), pero también tuvo tiempo de dirigir su pluma hacia estas latitudes. Lo hizo al menos dos veces. En Gaspar Ruiz, una nouvelle, sitúa la trama en Chile, durante la lucha por la independencia, y aparece como personaje San Martín, pero es en Nostromo – su novela extensa más lograda– donde el escritor puso el dedo en las interminables contradicciones latinoamericanas.
En vez de atenerse a un país concreto, Conrad inventó Costaguana. ¿Dónde queda esa república imaginaria? Se inspira en gran medida en Venezuela, pero refleja también algo de Colombia e incluso –sin tener en cuenta el paisaje litoral, pero sí la política– el Paraguay. Nostromo tiene personajes por decenas y el hecho histórico clave (la independencia de la Provincia Occidental) queda más velado que narrado: se cuenta lo que lo desencadenó y lo que vino después. La ciudad de Sulaco, donde transcurre la acción, depende de una mina de plata, recuperada por el hijo entusiasta de un empresario que no pudo lidiar con ella. Alrededor de la mina, se mueven figuras de todo orden y clase, de hombres de alcurnia a un periodista, de mujeres de carácter a políticos oportunistas, de un posadero garibaldino a gente de pueblo. El italiano Nostromo, jefe de cargadores del puerto, en el que todos confían, es la nota discordante en ese universo fenicio: para él, siempre dispuesto a la intrepidez, lo único que importa en la vida es el prestigio personal. Es, si se quiere, la honestidad a la enésima potencia.
El personaje central no fue a parar, en todo caso, al mejor lugar para practicar su ética romántica. Después de una sangrienta dictadura, los notables del país se avinieron a respaldar el gobierno de un tal Ribieira, una simple fachada democrática. Pronto se produce un levantamiento militar, y la línea de sombra que separa el bien y el mal se diluye para siempre. Incluso Nostromo termina por corromperse, tentado por la vulgaridad material.
Conrad, que pasó como marino un par de años en el Golfo de México, sostenía que a América Latina apenas la conocía de vista. La verosimilitud imaginaria de "la mejor novela latinoamericana en inglés" –como la calificó Martin Seymour-Smith– se basa sobre todo en una bibliografía diversa y en las informaciones provistas por Robert Cunningham Graham, el escritor escocés que vivió en la Argentina (la aparición en algunas líneas de Nostromo del asado y del mate seguramente se deben a él).
Conrad fue uno de los grandes estilistas del inglés, pero era polaco (se llamaba en verdad Józef Korzeniowski) y en su novela no pretende formular ningún statement político con dobleces colonialistas. América Latina no es, para él, más que un escenario para desplegar con libertad el pesimismo individualista y aventurero, con notas nitzscheanas, que lo caracterizaba. A su manera, en Costaguana también se refleja su desesperación por la Polonia ocupada por Rusia, que dejó de adolescente para, por veinte años, lanzarse al mar como mercante.
Se suele considerar que Tirano Banderas, del español Ramón de Valle Inclán, fue el modelo para el ciclo de novelas latinoamericanas de dictadores que llega hasta Yo el supremo y El otoño del patriarca, pero ya la inaugural El señor presidente parece llevar ecos de Nostromo. Al libro de Conrad se le puede atribuir haber distribuido por el mundo anglófono la imagen prejuiciosa de una América del Sur amoral, violenta y codiciosa, pero lo de verdad desconcertante es que muchos de los discursos y dilemas que circulan por la novela, donde la corrupción es ley, parecen calcados de los que todavía se escuchan hoy, a izquierda y derecha, de Caracas a Brasilia, de Lima a Buenos Aires. Más asombroso, más problemático es un detalle cronólogico: Nostromo –olvidamos anotarlo antes, cuando se recordó su condición de clásico– se publicó en un lejanísimo 1904.