Confucio y los equidistantes
La palabra invadió el vocabulario político español en los años de ETA: los equidistantes eran quienes se colocaban a mitad de camino entre los terroristas y la democracia, entre los que mataban y los que morían. Dante despreciaba tanto a esa clase de tipos que en la Divina Comedia los condenó al rincón más abyecto del infierno; “ignavi”, los llamó: son los tibios, aquellos que, en tiempos de crisis profundas, no toman partido, se ponen de perfil, se hacen los suecos, no respaldan en teoría ni a las víctimas ni a los verdugos, lo que en la práctica los coloca junto a los verdugos. ¿Tenía razón Dante? ¿Son tan abominables quienes no se decantan ni por unos ni por otros? ¿Es siempre la equidistancia un crimen, o como mínimo una infamia?
No siempre. De hecho, no lo es casi nunca, al menos si atendemos a los más grandes sabios que en el mundo han sido, desde Platón y Aristóteles, que abogaban por el “justo medio”, hasta Confucio y Buda, que vindicaron la “doctrina de la medianía” y el “camino medio”, respectivamente: en el pasado europeo de fútbol, la estrella francesa Kylian Mbappé recogió mejor que todos los intelectuales de su país este acervo sapiencial cuando llamó a no votar por los extremos en las elecciones a la Asamblea, y la sabiduría popular repite que en el término medio está la virtud. Es verdad, o lo es casi siempre, también en política. La libertad y la igualdad, digamos, son valores indispensables, pero la libertad llevada al extremo socava o destruye la igualdad (y conduce al caos), mientras que la igualdad llevada al extremo socava o destruye la libertad (y conduce a la uniformidad); así que lo ideal consiste en hallar el justo medio entre libertad e igualdad, un equilibrio –inestable, complejo, cambiante– que permita la máxima libertad compatible con la máxima igualdad (y viceversa): lo ideal es la equidistancia entre libertad e igualdad. ¿Cuándo deja de ser ideal la equidistancia y se convierte en inaceptable, en algo moral y políticamente funesto? En tiempos de crisis profundas, como dice el poema de Dante, cuando –como dice otro poema célebre, este de W. B. Yeats– todo se derrumba y el centro no se sostiene y los mejores carecen de convicción y los peores se llenan de apasionada intensidad. El caso de los años salvajes de ETA es válido: entonces, por muchos errores que cometiera la democracia española, era una infamia permanecer equidistante entre el terror y la democracia; pero los ejemplos podrían multiplicarse: aunque la II República cometió errores, en 1936 era indecente permanecer equidistante entre un golpe de Estado y un gobierno democrático, por muy pobre y frágil que fuera, o precisamente porque lo era (esta indecencia bastaría para desenmascarar el famoso timo de la llamada Tercera España); los yerros del gobierno del PP en la Cataluña de 2017 son notorios, pero entonces también fue inmoral mostrarse equidistante entre la democracia y quienes arremetieron contra ella en nombre de la democracia (Pedro Sánchez no incurrió en esa bajeza letal y estuvo con el gobierno del PP, que era el legítimo representante de la democracia). Es otra de las infinitas razones que aconsejan evitar las crisis profundas: porque, cuando estallan, el centro se hunde, la virtud del término medio se vuelve impracticable y, a menos que te resignes a la infamia, no queda más remedio que tomar partido. Afortunadamente, ahora en España no atravesamos una de esas crisis, por muy incendiado que a veces parezca el debate político, y quien diga lo contrario no sabe lo que dice o se engaña o intenta engañar: como ha escrito Víctor Lapuente, “PP y PSOE son centrípetos en política, aunque sean centrífugos en retórica”, y la prueba es que “cuando hay cambio de Gobierno, no hay un terremoto en las políticas”. Claro que no: por mucho que PP y PSOE finjan lo contrario, lo que los une es muchísimo más que lo que los separa, y la prueba es que siempre han gobernado juntos en Europa.
Lo saben desde Confucio hasta Mbappé: en política como en casi todo, el ideal es el justo medio, el equilibrio y la medianía y la equidistancia. Cuando dejan de serlo, mal rollo.