Conflictividad global más allá de la pandemia
Llega diciembre y en la Argentina automáticamente pensamos en potenciales desbordes sociales. Razones nunca faltan y el recuerdo de experiencias traumáticas como las de 1989 y 2001 constituye un antecedente clave que sesga nuestra memoria colectiva. En este marco, una triple curiosidad. Por un lado, falta apenas una semana para Navidad y al menos hasta ahora la situación parece estar relativamente bajo control con la excepción del singular conflicto mapuche. Que el peronismo esté en el poder y que el gasto social sea récord explican parcialmente el fenómeno. Por otro, al margen del calendario, este verano se presenta lleno de problemas en ciernes que son graves de manera individual y que combinados podrían resultar letales: escalada de precios, escasez de dólares –y, como consecuencia, de bienes–, crisis energética, incremento de los casos de inseguridad, nueva ola de contagios, evidentes errores (¿horrores?) en torno a la cuestión de las vacunas... A todo esto se suma la política, que continúa mirándose el ombligo y atendiendo obsesiones personales (judiciales) de algunos de sus principales protagonistas, con una agenda disociada de la del ciudadano común. Finalmente, hablando de ombliguismo, puede que diciembre no sea un mes peor que el promedio en nuestro país –porque todos son muy malos–, pero sí parece serlo para el resto del mundo.
En EE.UU., el reconfirmado presidente electo Biden se esmera en satisfacer las demandas de diversidad en las designaciones de su gabinete por parte de su heterogénea y exigente coalición, que de todas formas deben pasar la instancia de confirmaciones en el Senado
En EE.UU., el reconfirmado presidente electo Biden se esmera en satisfacer las demandas de diversidad en las designaciones de su gabinete por parte de su heterogénea y exigente coalición, que de todas formas deben pasar la instancia de confirmaciones en el Senado. Mientras tanto, continúa insinuando que pretende retomar un liderazgo cuasihegemónico que el mundo ya no demanda ni parece dispuesto a tolerar. Puede tener un papel fundamental en algunas cuestiones (como el fomento de la democracia, la defensa de los derechos humanos o la imprescindible coordinación para lidiar con el cambio climático), pero el concepto "Norteamérica está de regreso" es pretencioso y anacrónico. En el ínterin, un porcentaje mayoritario de los votantes de Trump siguen convencidos de que hubo fraude en la últimas elecciones y de que se estarían cometiendo nuevas irregularidades en los cruciales comicios para elegir senadores en Georgia. Las manifestaciones de protesta con la participación de grupos violentos que amenazan con alterar la paz social siguen su marcha. Se especula con que el día de la ceremonia de asunción de Biden, Trump lidere un acto masivo en Florida con un doble propósito: profundizar su cuestionamiento respecto de la legitimidad de origen del presidente número 46 y lanzar su nueva candidatura presidencial con miras a 2024. Antes de aspirar a liderar de nuevo el mundo, Biden debe resolver una agenda doméstica terriblemente compleja.
En el otro extremo del planeta, China lidia con sus propias dificultades. Los desafíos económicos, demográficos, de reputación, de seguridad y políticos se agravaron luego y en parte como consecuencia de la pandemia y produjeron en su liderazgo una sensación generalizada de inseguridad. Esto abrió la puerta para un período prolongado de vulnerabilidad relativa frente a las presiones internas y externas. La evaluación general presenta un contexto más hostil y prevalece la creencia de que el entorno político es de amenaza. Pekín se prepara para una larga batalla, ya que ve la pandemia como una aceleración de la dinámica competitiva y de confrontación externa. La línea dura respecto de la autonomía de Hong Kong y de la diversidad de Xinjiang prueba que lo que antes constituían problemas hoy son peligros concretos. En consecuencia, se endurecieron las respuestas de política pública: la "seguridad nacional" prevalece sobre los derechos humanos, y el "orden", sobre las libertades individuales. Esto explica también la meta de consolidar su papel como potencia hegemónica regional con foco en la soberanía en el Mar de China.
No se trata del único gigante asiático con un panorama sombrío. En la India, millones de agricultores expandieron sus protestas hacia todo el país. Sus problemas son a la vez simbólicamente emotivos y políticamente significativos: de sus 1300 millones de habitantes, más del 60% dependen directa o indirectamente de la agricultura. El conflicto se disparó por tres nuevas leyes aprobadas en una sesión abreviada del Parlamento en septiembre que buscan eliminar las restrictivas regulaciones estatales sobre la comercialización de productos del sector y permitir acuerdos sin intermediarios con empresas privadas para vender los cultivos. Los agricultores temen que esto lleve a que el gobierno abandone las compras directas a precios mínimos establecidos por el Estado, perjudicando sus ingresos y dificultando el acceso a tierras e insumos. El gobierno sostiene que las reformas harán que la agricultura sea más competitiva. A esto se suma el creciente apoyo de otros grupos claves, como los veteranos militares, lo que aumenta la presión sobre la administración del primer ministro Narendra Modi. Trabajadores bancarios y de informática, así como una decena de partidos de oposición y al menos diez sindicatos, también respaldaron las manifestaciones.
En los últimos siglos, las grandes potencias experimentaron severos conflictos internos mientras intentaban modernizarse y consolidarse en un entorno global competitivo. Solo China logró articular una estrategia efectiva de control y disuasión, en gran medida gracias a un aparato represivo eficaz y tecnológicamente estructurado.
Existen cuatro pilares para comprender este incremento de la conflictividad: baja calidad institucional (tanto en términos de reglas del juego político como de incapacidad para brindar bienes públicos), ausencia de consensos fundamentales, cambios en la composición de la coalición social que sostiene al gobierno e intensificación del conflicto distributivo. Algunos países buscan aferrarse al objetivo de orden aun a riesgo de profundizar esos problemas. Otros intentan enmendar sus mecanismos de participación y canalización de demandas priorizando algunas de las más inmediatas. Muy pocos prefieren improvisar, ver qué pasa, ir llevándola de a poco tratando de evitar (infructuosamente) los escenarios menos convenientes.
Para peor, la pandemia de coronavirus puso en jaque la gobernanza en todos los niveles. Volvió casi irrelevante la distancia entre dinámicas globales y sus consecuencias nacionales, locales e individuales. Frente a la ausencia de mecanismos multilaterales globales sólidos, los conflictos se territorializaron: los Estados nacionales, con sus debilidades a cuestas, ganan relevancia frente a una dinámica declinante de las esferas supranacionales que no solo sobreviven, sino que para nosotros, como en el caso del FMI, son esenciales.
Sociedades asustadas y fragmentadas y gobiernos abrumados operan en un contexto de incertidumbre radical, con impactos heterogéneos e implicaciones significativas en capacidades estatales, mecanismos de rendición de cuentas y otras esferas de relaciones complejas entre Estado y sociedad. Las falencias preexistentes se potenciaron durante la crisis y no parece posible que la mayoría se resuelva en la pospandemia. El Covid-19 podrá gradualmente superarse, pero sus consecuencias directas e indirectas definirán las prioridades de la mayoría de los países por mucho tiempo. Todo en un contexto de mayores déficits fiscales, elevada deuda pública y privada, incremento del desempleo y desintegración de los consensos políticos en parte como resultado de la tecnología, la innovación y la gobernanza digital. Justo cuando se está dando una convergencia inédita de problemas, la globalización parece herida de muerte.