Condenar a los buscadores equivale a matar al mensajero
Si la Corte hubiera fallado de otra suerte, habría sentado un pésimo precedente para la libertad de expresión
Lo que no aparece en los resultados de Google,Yahoo! y Bing, en la práctica, no existe. Son el horizonte de eventos de esta entidad inmensa, inédita y mayormente incomprendida a la que llamamos Internet, la mayor y más compleja estructura jamás creada por la civilización.
Ponderar el tamaño de la Red es observar lo que surge de una búsqueda. No siempre saldrá algo que nos gusta, pero condenar a los buscadores equivale a matar al mensajero. Con un agravante: en este caso, matar al mensajero nos dejaría a todos, paulatinamente, sin acceso a los contenidos de Internet. ¿Por qué?
Matar al mensajero nos dejaría a todos, paulatinamente, sin acceso a los contenidos de Internet
Porque si cada persona que ve algo que le disgusta obtiene no sólo una compensación económica, sino, más grave todavía, logra eliminar unilateralmente ciertos resultados, entonces el destino de la Red queda en manos de unos pocos. Contra los individuos que, con razón o no, se sienten afectados por lo que los buscadores arrojan, somos 3000 millones de personas conectadas a Internet que dependemos de que esos resultados sean los más certeros que se pueda. Nos asiste el derecho de contar una Internet sin censura previa, es un derecho constitucional, un derecho civil. La Corte Suprema de Justicia de la Nación, por fortuna, comprendió este hecho.
Pero hay más. Como ocurre con muchos aspectos relacionados con la tecnología, damos por sentados ciertos beneficios sin pensar mucho en cómo funcionan. Ponemos algo en Google y en una décima de segundo tenemos varios miles de resultados. La experiencia dicta, además, que son resultados relevantes y útiles. Nadie se pregunta cómo obra este prodigio. Es decir, que un servicio pueda encontrar algo de valor entre unas 45 billones (sí, doce ceros) de páginas web. En un pestañeo.
La respuesta es la automatización, y también en este caso la Corte captó el mensaje de los tiempos. Google, Yahoo! y Bing son autómatas incansables cuyos ojos buscan por la Red y registran los contenidos que encuentran en bases de datos colosales, nunca antes vistas en la historia. Viajan a la velocidad de la luz y sus cerebros piensan decenas de miles de millones de veces más rápido que la de todos los empleados de Google, Yahoo! y Microsoft juntos. Incorporar intervención humana en esa dinámica, con el fin de atender cada reclamo sectorial, es, además de lesivo para la libertad de expresión y el derecho del acceso a la información, dañino para toda la idea que tenemos de Internet. Queremos resultados y los queremos ya. Queremos que sean relevantes y exhaustivos. Y lo queremos gratis. Esto no es compatible con una idea anacrónica y obsoleta de control. Cada filtro, cada vigilancia le restaría a Internet un poco de esta presteza y esa precisión a la que nos tiene habituados.
Queremos resultados y los queremos ya. Queremos que sean relevantes y exhaustivos. Y lo queremos gratis. Esto no es compatible con una idea anacrónica y obsoleta de control
Es completamente cierto que el sitio que usa las fotos de una modelo sin autorización está violando la ley, y que lo está haciendo en muchos sentidos. Ese sitio debería estar siendo perseguido. Es cierto que el que difama por Internet viola la ley. Ese sujeto debería estar siendo investigado. Los casos con los uno siente empatía son muchos.
Pero la función de los buscadores, y por fortuna la Corte lo entendió cabalmente, es semejante a la de los diarios o la TV. O la de un bibliotecario. Son una crónica de la realidad virtual. Buscar es enterarse. Buscar es acceder a la información. Condenar a los buscadores equivale a ir contra el periodista que cubre un ilícito, y todo porque es difícil dar con los verdaderos responsables o porque se encuentran en jurisdicciones inaccesibles. Carece de sentido, tanto desde el punto de vista legal como desde el técnico.
Es un viejo reclamo de los que defendemos las libertades civiles en Internet. Que los buscadores –y, añadiría, los proveedores de Internet– no pueden ser perseguidos por hacer lo que todos esperamos que hagan, lo que la sociedad les exige que hagan: buscar y conectar. Que no tienen una responsabilidad objetiva sobre lo que encuentran y lo que conectan. Que vigilar no es su función.
Si la Corte hubiera fallado de otra suerte, habría sentado un pésimo precedente para la libertad de expresión y el derecho del acceso a la información y, sobre todo, habría sido un contrasentido.