Con los ojos cerrados
Aunque sea buena y mucha, tener la información de a retazos no equivale a saber hacer algo
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Hace algo más de dos años publicaba aquí los resultados de mis primeros pasos tímidos y tambaleantes en una tarea de apariencia simple, pero de tradición milenaria e implicaciones bíblicas: hacer pan. Aquellas primeras incursiones me enseñaron un número de cosas. Pero, sobre todo, aprendí que cuando creía que estaba empezando a entender, todavía no sabía nada de nada.
Mahmoud M’seddi es un maestro panadero cuyas baguettes de método tradicional son célebres en París, y es categórico: se necesitan diez años para aprender a hacer un pan decente.
A medida que mis panes mejoraban, una pregunta fue haciéndose cada vez más acuciante: ¿qué significa saber hacer algo? Durante gran parte de 2019 y, obvio, a lo largo de la larga cuarentena, en esta casa dejamos de comprar pan, no tanto para forzar a mis pobres comensales a padecer experimentos indigestos, sino para verme en la obligación de producir piezas decentes.
De a poco, tras cientos páginas de teoría, docenas de videos y mucho practicar, la cosa fue mejorando. Pero había una lucecita roja encendida en mi consciencia. Ya saben. Esa lucecita que parpadea, roja y molesta, porque sabemos que algo no está bien. Llegué, de esta suerte, a una conclusión insólita. Tenía claro que mis panes ya eran aceptables: buena corteza, miga aireada y sabor a infancia. Pero sabía algo más. Sabía que no sabía. Porque, ¿cuándo aprendemos a hacer algo?
Me acordé entonces de un ejercicio que había aprendido durante el servicio militar y que puse en práctica con mis soldados durante la guerra. Las armas pueden fallar si se llenan de tierra o arena. Así que uno tiene que saber desarmar, limpiar y volver a armar su fusil con los ojos cerrados. En realidad, no es necesario lo de los ojos cerrados, pero, en medio de la noche, saber hacer esto a ciegas puede ser cuestión de vida o muerte. Así que perseveramos hasta que fue una segunda naturaleza.
Ese recuerdo, tan poco académico, me llevó a una revelación fantástica. Obvia, me dirán, pero solemos pasarla por alto. Saber hacer algo es conocer un procedimiento. No hay nada creativo en desarmar y volver a armar un fusil. Los pasos son siempre los mismos y en el mismo orden. Es como la escala de Do Mayor, atarse los cordones o nadar. Como hacer pan, deduje, y me di cuenta de que tenía muchísima teoría y que aquello que dos años atrás me costaba una enormidad (el método Bertinet para crear la estructura de gluten, pongamos) ahora me salía sin esfuerzo. Pero también sabía algo más: no podía hacer pan con los ojos cerrados.
La revelación fue, sin embargo, una divisoria de aguas. Tenía que averiguar ese procedimiento, ese paso por paso. Todo lo demás estaba OK. La piedra de hornear, las temperaturas, la humedad, la hidratación de la masa en relación con su porcentaje de proteína, la acidez, la fermentación, el doblado, el formado, todo. Ahora necesitaba saber cómo mover los dedos para ejecutar la escala de Do Mayor sin mirar y sin equivocarme. Después podría ponerme creativo. De momento, había descubierto que la información de a retazos no sirve para nada.
Busqué y rebusqué hasta que di con un antiguo documental en el que un curtido maestro panadero enumeraba esos pasos. Su procedimiento tiraba por la borda casi todas las sutilezas que YouTube me había enseñado. Pero funcionó. Y funcionó exactamente como el maestro panadero había anticipado.
Esa nochechita, a pesar de que ya era tarde, simplemente hice un pan. Aproveché toda la práctica que había acumulado, pero no fui escrupuloso, sino disciplinado. Para mi asombro, nos sentamos a la mesa con una esponjosa hogaza crujiente, tibia y perfumada. Ahora podía decirlo sin ruborizarme: sabía hacer pan. No inmejorable, pero sí de forma consistente, reproducible y confiable. Me había llevado dos años. Faltan ocho. Punto para Mahmoud.