Con las manos manchadas de sangre
LAPA, Cromagnon, Once, medicamentos truchos, Mariano Ferreyra. La corrupción también mata. Pero, por alguna extraña razón, quienes cometen este delito tienen mejor marketing del que se merecen, tanto mejor que el delincuente que asesina en una salidera bancaria. La asociación entre el funcionario corrupto y la imagen del ladrón de guante blanco es tan inmediata como falaz. Hay funcionarios que tienen las manos manchadas de sangre. Sin embargo, corrupto y delincuente no comparten el mismo significado en el imaginario colectivo.
Resulta complejo explicar el impacto directo de la corrupción en la vida cotidiana. Se la piensa en la esfera de lo teórico, análisis recurrente de mentes alejadas de lo empírico. Se la percibe como preocupación de sectores con billeteras llenas y agendas vacías. Pero en términos generales, lejos, muy lejos, de las cuestiones domésticas que pueden desvelarnos.
Sin embargo, el caso de Ricardo Jaime, ex secretario de transporte de Néstor y Cristina Kirchner, puede sacudir esa percepción hasta destrozarla. Esta semana la Cámara federal porteña lo dejó al borde del juicio oral en la causa por dádivas en la que se lo acusa de haber realizado viajes a Brasil, Córdoba y Uruguay pagados por Claudio Cirigliano, dueño de la empresa Trenes de Buenos Aires- TBA . Desde la Secretaría de Transporte que comandaba, Jaime tenía la obligación de controlar a Cirigliano. Cada peso de los subsidios, cómo los invertía. En la era Jaime reinó el descontrol. Pero la Justicia no pudo probar que fue a cambio de los viajes. Es más, la Justicia no logró saber qué otras cosas hizo o dejó de hacer Ricardo Jaime a cambio de los viajes. Por eso la acusación es por dádivas y no por alguna de las figuras agravadas de cohecho. Porque no se pudo probar que existió una contraprestación por parte del funcionario, o cuál fue.
Una digresión técnica que podría resumirse en un razonamiento tanto más explícito: ¿alguien podría creer que, magnánimo, una mañana cualquiera uno de los empresarios más importantes del área de transporte decide canalizar su enorme generosidad y elige, al azar, al secretario de Transportes para permitirle volar cómodo y en horarios convenientes en aviones privados cuyo costo paga de su bolsillo? No. Ni siquiera la justicia argentina es tan crédula. Pero necesita pruebas, y no las tiene.
Tal vez, la respuesta de qué hizo Jaime a cambio de los viajes llegó tarde, de la mano de 51 muertos y muy lejos de las playas de Buzios o de los countries privados cordobeses a los que Jaime solía concurrir gracias al caritativo empresario. La respuesta llegó en plena Capital Federal, un 22 de febrero a la mañana. Pero podría haber sucedido a cualquier otra hora y en cualquier otro lugar. Era una cuestión de tiempo. Con los viajes, Cirigliano le puso precio a la intencionada distracción de Jaime a la hora de controlar el estado de los trenes de su empresa, del material rodante. Las encendidas alertas de organismos como la Auditoría General de la Nación sirvieron de poco si nadie las leía. Tanto menos las encendidas quejas de los pasajeros del Sarmiento, unidos en el reclamo y la orfandad de respuestas. Cirigliano pagó y Jaime miró para otro lado. Hasta el 22 de febrero de este año, viajar como ganado, en techos de vagones o con las puertas abiertas era la consecuencia directa de la distracción rentada. Algún que otro accidente, en la que la víctima terminaba resultando victimaria por colgarse de manera irresponsable, cuando ésa, muchas veces, era la única manera de llegar a destino. Un mal muy menor. Desde el 22 de febrero, la famosa "contraprestación" que la Justicia no encuentra tiene 51 muertos.
Bajo el paradigma "Jaime" podrían entenderse todas y cada una de las muertes de la corrupción. Como causa-consecuencia. Con la misma brutalidad que la bala de la salidera. La falta de control de la Fuerza Aérea sobre los dos pilotos de LAPA se tradujo en 65 muertos. Las coimas repartidas entre policías e inspectores, amparados en la desidia de funcionarios del gobierno de Aníbal Ibarra, mataron a 194 chicos en Cromagnon, y sigue siendo una incógnita el número de muertos que pudo haber provocado la mafia de los medicamentos –vencidos y adulterados– comercializados a través de una compleja red de corrupción en la que nadie parece haber quedado afuera. Día a día, en el juicio que se sigue adelante por el asesinato de Mariano Ferreyra, un 20 de octubre de hace casi ya dos años, va quedando tanto más claro cómo la corrupción sindical en el seno de la Unión Ferroviaria asesinó, sin necesidad de apretar el gatillo. Las querellas buscan demostrar que José Pedraza no necesitó estar en el lugar del hecho para matar a Ferreyra.
La lucha contra la corrupción no aparece como una prioridad en la agenda del Gobierno. Por momentos, ni siquiera aparece como un tema del que se ocupe o que lo preocupe. De hecho, alcanza con leer los boletines de la Oficina Anticorrupción para notarla desarticulada y falta de iniciativa, casi como una dependencia burocrática, receptora mecánica de declaraciones juradas que sellan y archivan. La Fiscalía de Investigaciones Administrativas, otro de los órganos clave de control, tiene vacante su dirección desde hace cuatro años, después de un concurso que se declaró desierto y otro en el que no se logró conformar una terna.
Buena parte de la sociedad no exige imponer el tema. Y si no es imprescindible, ¿para qué se va a meter el Gobierno en terreno complicado cuando nadie se lo pide? Especialmente cuando todo indica que ese terreno es una zona franca del sistema político en el que parece haber coincidencias más allá de las banderas partidarias. Mientras tanto, hastiada de las denuncias de corrupción menemista que quedaron en la nada, desconcertada ante el juicio contra Fernando de la Rúa, que llegaba para combatirla y hoy está sentado en el banquillo de los acusados, la sociedad actúa como si le hubiesen inoculado de a poco la dosis de un virus ante el cual ya no reacciona.
Leonardo Menghini, tío de Lucas, fallecido en Once y encontrado 48 horas después del accidente, se convirtió por la fatalidad en el abogado de la familia. Se sumergió en un expediente penal por primera vez, convencido de que ésa y todas las muertes necesitan una respuesta. Sin que estos meses de duelo le hayan contaminado la mirada, cree que sí, que es ahora, que finalmente el desastre de Once marcará un punto de inflexión. Que el límite de tolerancia social a la corrupción finalmente llegó. Y que la historia de los viajes de placer de un funcionario, financiados por un empresario a quien tenía que controlar, no va a terminar como siempre.
Pero el punto de inflexión no lo marca la cantidad de muertos, porque en Cromagnon hubo 194 y no hubo demasiado cambio. Ni la espectacularidad de la tragedia: LAPA no terminó con la corrupción en el área. Tampoco la trascendencia internacional del hecho: el caso AMIA da cátedra de eso. ¿El hastío de seguir contando muertos? Es una esperanzadora posibilidad.
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