Con la mía, no
Sencilla como es, la frase resume toda una ideología. Se trata de un individualismo llevado al extremo con el que se quiere condensar lo esencial de un liberalismo muy elemental: en una sociedad de individuos libres, existe un derecho primero e inalienable que es la propiedad, derecho que no debe ser nunca vulnerado y menos por la imposición del Estado en nombre de un pretendido bien común. Si el Estado quiere gastar o repartir, que lo haga, pero “con la mía, no”. La expresión, además, busca legitimarse en nuestra más rancia prosapia liberal. Los que la repiten como un mantra aseguran que expresa con fidelidad la esencia de nuestro liberalismo decimonónico, y en particular el de uno de sus padres fundadores, Juan Bautista Alberdi. Fueron sus ideas, en favor de las fuerzas del mercado y contrarias a la intervención reguladora del Estado, las que estuvieron en la base de esa época dorada de la Argentina de la Generación del Ochenta y el “orden conservador”, que revistó entre los principales países del mundo y que ahora se quiere reeditar en clave “libertaria”.
En lo que sigue, trataré de corregir ese razonamiento, a través de tres precisiones. En primer lugar, ese liberalismo al que se quiere imitar nunca existió de esa manera, ni en la Argentina ni en ninguna otra parte del mundo. Más allá de las enunciaciones de principios, los gobiernos liberales de la segunda mitad del siglo XIX en toda América Latina no fueron refractarios a la intervención reguladora del Estado en la vida social y económica. Todo lo contrario. De hecho, una de las claves del éxito de esa etapa dorada de la historia nacional fue la construcción de un Estado moderno que estuviera a la altura del desarrollo capitalista que se perseguía para la Argentina agroexportadora. Esto implicaba, entre otras muchas tareas, poner en orden las finanzas, tener una moneda fuerte y estable, consolidar una banca estatal y el crédito público, dar garantías al capital extranjero y, sobre todo, mantener una acrecentada burocracia –desde las Fuerzas Armadas hasta los docentes, pasando por el funcionariado y estructuras de los tres poderes del Estado–, todo lo cual se financiaba con un sistema impositivo que gravaba sobre todo el comercio exterior, con la venta de tierra pública y con la emisión de deuda, tanto interna como externa. También implicó avanzar sobre ciertas libertades individuales, creando obligaciones y deberes en la ciudadanía en aras de la consolidación del mercado y la construcción de la nacionalidad (la educación obligatoria, la conscripción militar, la limitación de movimientos a quienes no tenían empleo documentado, el registro civil, la expulsión de extranjeros indeseables, entre otros).
Así, la nostálgica mirada de los libertarios sobre la Argentina modélica de Alberdi y Roca está sesgada: por un lado, tuvo mucho Estado, sin el cual sus logros no se hubieran alcanzado, y, por el otro, no tanta libertad como se sostiene, ya que no funcionaba para todos y algunos eran más libres que otros.
En segundo lugar, el consenso liberal sufrió una crisis terminal en la primera mitad del siglo XX en todo el mundo occidental, con el agravamiento de la “cuestión social”, que conmovió todo su edificio teórico. Las imágenes de obreros hacinados en viviendas precarias y fábricas insalubres, de niños y mujeres cumpliendo largas jornadas en condiciones de extrema explotación desnudaban la ficción de la igualdad de oportunidades en la que se basaba el orden liberal y ponía en evidencia que el capitalismo, librado a las fuerzas del mercado, generaba todo tipo de injusticias y abusos de los poderosos hacia los más desvalidos. La idea de que la persecución del interés individual derivaba en el bienestar colectivo (base del laissez-faire) se había demostrado errónea.
El paradigma liberal individualista sucumbió así ante otro guiado por el principio de la solidaridad social. El nuevo paradigma quedó plasmado en la Parte XIII del Tratado de Versalles de 1919 (“la Sociedad de las Naciones tiene por objeto establecer la paz universal, y una paz de tal naturaleza solo puede fundarse sobre la base de la justicia social”) y en el texto de las constituciones llamadas “sociales” que se escribieron en el mundo, a partir de las pioneras de Weimar en ese mismo año y la de la república mexicana, promulgada dos años antes. En esos textos, todos los preceptos sagrados de los liberales más extremistas, fueron puestos en cuestión: la libertad y la propiedad ya no serían valores absolutos, sino que debían limitarse en virtud de un interés mayor, el del cuerpo social, mientras que el Estado estaba llamado a atender el problema social y a proteger a los más débiles de los más poderosos. Surgieron así los “Estados de bienestar” o “Estados sociales”, que tuvieron como premisa los principios de la justicia social y se construyeron a través de distintas modalidades de distribución de la riqueza, como la previsión social, reformas impositivas progresivas, legislación laboral, ingreso universal, seguros de desempleo, entre otras.
En tercer lugar, este último paradigma también tuvo –o mejor dicho, está teniendo– su crisis desde fines del siglo XX. Porque, como era el caso del consenso liberal del siglo XIX, este también fue hijo de su época. En este caso, de esos “treinta años gloriosos” del capitalismo, en el que las sociedades se organizaban en torno al pleno empleo y al trabajo estable y formal de sus individuos en una fábrica o empresa. Sin embargo, esa “sociedad salarial”, en el decir de Castel, es ya solo un recuerdo lejano, con una mayoría de la población en países como la Argentina (y que alcanza al 90% en otros, como la India), que solo conocen el trabajo informal, no han tenido nunca una relación de trabajo tradicional en una fábrica o empresa, ni les espera una jubilación al final de su vida activa. Como contrapartida, los Estados sociales del siglo XX han quedado obsoletos, atados como estaban a la provisión de “bienestar” a esos trabajadores, que ahora están desapareciendo.
Pero de la advertencia de esta crisis no se sigue que el Estado ha fracasado y por lo tanto debe ahora retirarse de la escena para que la sociedad, a través del mercado, resuelva sola los problemas. En todo caso, si las estrategias de intervención de los Estados de bienestar clásicos son inadecuadas para atender los nuevos desafíos sociales (desempleo, informalidad, marginalidad, trabajo eventual, “uberización”), se tratará de reformularlas, como se está haciendo en todo el mundo, con éxitos disímiles, en un proceso que está vivo. Pero así como no hay otro planeta como opción si se nos da por terminar de destruir este, tampoco hay lugar en este mundo para salvarse solo. A menos que en un futuro distópico los poderosos se recluyan en una isla lejana y fortificada o, como en el pasado, en castillos con puentes levadizos rodeados de aguas infestadas de caimanes. De lo contrario, el Estado deberá seguir intentando formas de redistribuir el ingreso y garantizar la justicia social. Pero, para desgracia de los libertarios más extremistas, cualquier solución que se conciba, por más imaginativa que sea, siempre será con una parte de “la mía”.