Con esta ley de medios, el lobo cuida a las gallinas
En el siglo XXI, Venezuela, la Argentina, Ecuador y Bolivia sancionaron leyes de comunicación. No se trata de leyes de radiodifusión, es decir, leyes que tengan por objeto disciplinar la utilización del espectro radioeléctrico. Antes bien, todas ellas regulan el contenido de la comunicación, sin importar el medio de transmisión.
La ley argentina lo reconoce cuando declara que la comunicación audiovisual, en cualquier soporte, es una actividad de interés público. También afirma que contenidos audiovisuales similares deben ser reglamentados por el mismo marco normativo, con independencia de la tecnología de transmisión. De modo similar, la reciente ley orgánica de comunicación del Ecuador considera a la comunicación social un servicio público que abarca a la prensa escrita.
Además de ser leyes de comunicación y no de radiodifusión, todas, aun con sus particularidades, tienen en común una idea rectora clara: los gobiernos deben determinar quién puede intervenir en el debate público y cuánto espacio puede ocupar en él.
Una expresión clara de estas ideas la vemos en la opinión de la procuradora general, Alejandra Gils Carbó, con motivo de la causa "Clarín". Allí afirma que el paradigma de la escasez del espacio radioeléctrico para justificar la regulación estatal de la radio y la TV ha devenido obsoleto. Hoy la adjudicación de una licencia para operar servicios de comunicación audiovisual necesita una habilitación estatal, cuyo otorgamiento está orientado a la satisfacción de un interés social relevante, a saber, la participación de una pluralidad de voces en el debate público. En su sentencia del día martes, modificando su doctrina histórica, la Corte Suprema ha aceptado expresamente esta posición.
El argumento utiliza la pretensión, en ocasiones postulada por sectores sinceramente democráticos, de asegurar que todas las opiniones puedan ser escuchadas, aun a costa de hacer callar a alguien. Uno de los autores que fundó esta línea de pensamiento, Alexander Meikeljohn, lo explicaba con claridad: "Lo esencial no es que cada uno pueda hablar, sino que todas las cosas valiosas sean dichas". De esta forma, sostienen otros, la libertad de expresión se referiría a un estado de cosas social y no a la acción de un individuo o institución (Owen Fiss). No es casualidad que la Corte Suprema cite expresamente a estos dos autores.
En un funcionamiento ideal de estas teorías, el gobierno debería intervenir en el debate público a fin de que los ciudadanos reciban todos los mensajes y puedan tomar la mejor decisión cuando son convocados para escoger a sus representantes o incidir en el diseño de las políticas públicas.
Esta imagen idílica tiene varios problemas. Uno de ellos es que resulta incorrecto sostener que todos participamos al mismo tiempo del mismo debate. Nuestras diversas inquietudes nos conducen a intervenir en distintos foros con temáticas también distintas. Foros que pueden coexistir de modo simultáneo, por lo que no suele ser necesario hacer callar a alguien, para que otro hable en un foro distinto.
Pero el problema más grave es que esta doctrina exige un elevado grado de neutralidad en los gobernantes, el que rara vez está presente, ya que ellos son los principales interesados en el resultado del debate público que deberían regular. La experiencia nos muestra que, en la práctica, la intervención de las autoridades en el debate público se convierte en una herramienta más para perpetuarse en el poder.
Semejante atribución de competencia a las autoridades puede funcionar con algún éxito -y no sin grandes críticas- en países con instituciones sólidas y con burocracias estatales que subsisten a los cambios políticos. Pero en países con gran debilidad institucional, donde quienes asumen el poder consideran que Estado y gobierno son la misma cosa y que además les pertenece, permitirles controlar el debate público no parece un acto de sensatez.
Aspirar a que las autoridades de turno distribuyan democráticamente las cuotas de participación en el debate es olvidar que si bien el mercado puede producir información insuficiente, el sistema político tiende, aun con mayor fuerza, a regular en exceso la información.
No alcanza, para eso, con pretender distinguir, como lo hace la Corte, entre dimensiones individuales y colectivas de la libertad de expresión, afirmando que en la primera se admiten restricciones estatales mínimas, mientras en la segunda la regulación puede ser mayor. En ambos casos esas restricciones recaen sobre individuos y sus alcances son incompatibles entre sí. O se opta por una regulación mínima o se permite una regulación amplia, pero la regulación será siempre una.
Al incorporar el artículo 32 a nuestra Constitución, el cual prohíbe toda ley de prensa, los constituyentes advirtieron que "ninguna nación del mundo había arribado a establecer principios regulares; pues, dejando a sus legisladores la facultad de reglamentar la libertad de la prensa no habían podido detenerse en la fatal pendiente que lleva hasta suprimirla".
Esa norma es una muralla de contención frente a los gobiernos. En ella los constituyentes depositaron sus esperanzas de que las autoridades no arrebaten al pueblo su derecho de examinar y criticar a sus representantes. Del otro lado, entregar a los gobiernos la custodia de la libertad de expresión es delegar en el lobo la defensa de las gallinas. La libertad de expresión no se debe justificar a partir del sistema político, del mismo modo que los individuos no deben justificar su existencia como células del gran Leviatán. El Estado y las instituciones tienen sentido y están moralmente justificadas, si procuran asegurar a cada persona la libertad de pensamiento y de crítica.
Hoy la Corte Suprema ha abandonado su postura tradicional y ha colocado en cabeza de los gobiernos la tutela de la libertad de expresión. Frente a ello, sólo cabe esperar que sea la sociedad quien ponga límites al lobo.
© LA NACION