Con Borges y contra Terminator: David Foster Wallace ataca de nuevo
Se sentía vacío literariamente, frustrado por no poder avanzar en el proyecto de una novela que quedaría inconclusa
Hace exactamente cinco años Karen Green entró, pasadas las nueve de la noche, a su casa de Claremont, California, y encontró a su marido colgando de un árbol del patio con una soga al cuello. La escena, que imaginamos poco menos que escalofriante, no sería más que una triste anécdota, o un número más para las estadísticas generales, si el cuerpo sin vida, de apenas cuarenta y seis años, no hubiera sido el de uno de los más talentosos narradores estadounidenses de las últimas décadas. David Foster Wallace había nacido en Nueva York en febrero de 1962, había estudiado filosofía y, para entonces, había escrito dos largas novelas y tres volúmenes de relatos (por los que era considerado en su país como la mente más brillante de su generación), y dos libros de ensayos, crítica y crónicas periodísticas (por los que era considerado en buena parte del mundo como el cronista más brillante de su generación y alrededores). Una mirada ajena a las complejas fuerzas que se debatían en su mente podría señalar lo absurdo de la decisión: en apariencia lo tenía todo para tirarse a descansar y cosechar elogios y contabilizar ceros en su cuenta bancaria. Pero Foster Wallace sufría profundas depresiones desde hacía más de veinte años, había probado medicaciones y terapias de electroshock, y pocos días antes había intentado suicidarse con una sobredosis de pastillas. Se sentía vacío literariamente, frustrado por no poder avanzar en el proyecto de una novela que quedaría inconclusa (El Rey Pálido), y aterrado por la posibilidad de que el uso de antidepresivos hubiera minado su voluntad de trabajo y su talento creativo. Eligió entonces, ese 12 de septiembre de 2008, una muerte brutal y paradójica: una muerte anacrónica para el que era uno de los autores más modernos de la literatura contemporánea.
Uno de los mayores talentos de DFW consistía en volver atractiva cualquier historia y cualquier tema, aun los que uno jamás creería estar interesado en leer
Con su habitual pasión por las efemérides, la industria editorial decidió recordar el aniversario de su suicidio con la publicación de dos nuevos libros que vienen a engrosar su obra traducida al castellano: Todas las historias de amor son historias de fantasmas, la biografía que le dedicó D.T. Max, y En cuerpo y en lo otro, una recopilación de quince textos de crítica y periodismo. Los dos títulos acaban de aparecer en España, y mientras el primero llegará pronto a la Argentina editado por Debate, para el segundo, de Mondadori, habrá que esperar al primer semestre del año que viene. En nuestro país, Foster Wallace es más conocido o admirado por sus textos de no ficción que por su literatura, y probablemente no sea un juicio errado. Si bien era un lector sofisticado (entre sus autores favoritos estaban Borges, Puig y Gombrowicz, Schulz, Musil, Faulkner, Nabokov, Robbe-Grillet, Handke, Ozick y David Markson, por ejemplo), sus ficciones son tan ambiciosas como desparejas. No sucede lo mismo con sus textos de no ficción: como crítico literario y de la cultura de masas de su país, como cronista deportivo, como narrador impresionista, como ensayista de los temas más diversos Foster Wallace dejó en claro que era uno de los pensadores más lúcidos y divertidos de la generación posterior a las de Susan Sontag y Christopher Hitchens. Lo que podría definirse, si el adjetivo no sonara un poco pomposo y hasta afectado, como un verdadero intelectual.
Uno de los mayores talentos de DFW consistía en volver atractiva cualquier historia y cualquier tema, aun (o sobre todo) los que uno jamás creería estar interesado en leer. Bastaría para demostrarlo la lectura de los textos incluidos en Hablemos de langostas (donde viaja a cubrir el Festival Anual de la Langosta en Maine) o de Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (donde narra la experiencia de un viaje en crucero por el Caribe). La recopilación En cuerpo y en lo otro presenta una quincena de textos de intenciones variadas, algunos de los cuales, como adelanto, ya pueden leerse en la web. Entre ellos, un ensayo reverencial, con todo lo excepcional que esto tiene en la obra de DFW, dedicado a Roger Federer ("Federer, en cuerpo y en lo otro"), una diatriba contra la segunda parte de la saga de películas de Terminator ("La (por así llamarla) enorme influencia de Terminator 2") e incluso una crítica demoledora ("Borges en el diván") de la biografía literaria de Jorge Luis Borges firmada por Edwin Williamson.
¿Qué es lo que hace a DFW un cronista magistral, un referente del ensayo narrativo? Su vertiginosa forma de escribir, por supuesto, su enorme capacidad reflexiva y su talento para las bromas y la ironía. También algunas creaciones estilísticas más reconocibles, como las largas notas al pie, que crecen y se desbordan, logrando independizarse del relato central. Pero, sobre todo, que es consciente de que cada uno de los asuntos a los que dedicará su atención deberán servir como excusa para contar una historia mayor. El tema elegido, como metáfora de un problema universal. Por ejemplo, cuando asegura que Terminator 2: El juicio final inaugura "el que se ha convertido en el nuevo género de películas de gran presupuesto propio de esta década: el Porno de Efectos Especiales. 'Porno' porque, si sustituyes los efectos especiales por contactos sexuales, los paralelismos entre ambos géneros se vuelven tan evidentes que resultan inquietantes. No son realmente 'películas' en sentido estándar. Lo que son realmente es media docena aproximada de escenas espectaculares aisladas -escenas que entre todas suman veinte o treinta minutos de gratificación sensual y fascinante- engarzadas por medio de otros sesenta a noventa minutos de narración sosa, muerta y a menudo hilarantemente insípida".
¿Qué es lo que hace a DFW un cronista magistral, un referente del ensayo narrativo?
Desde allí, DFW establece, en una profecía que hoy podemos ver cumplida con total claridad, el problema que trasladarán al cine en general estas producciones de presupuestos multimillonarios: "Se llama la Ley del Coste Inverso a la Calidad, y afirma que, cuanto más grande sea su presupuesto, más mierda va a ser una película. El caso de T2 muestra que gran parte de la fuerza de la LCIC deriva de la simple lógica financiera. Una película que cueste cientos de millones de dólares únicamente va a recibir apoyo financiero si sus inversores pueden estar seguros al máximo -al máximo- de que por lo menos van a recuperar sus millones de dólares. Es decir, que una película con megapresupuesto tiene prohibido fracasar y, por tanto, debe cumplir con ciertas fórmulas fiables que los precedentes hayan demostrado que aseguran al máximo el taquillazo brutal".
Algo similar hace con el texto sobre Federer. No solo enumera, en 2006, las razones por las cuales el suizo encarna la perfección a la cual todo tenista puede aspirar ("Roger Federer pertenece a esa categoría: una categoría que se puede denominar genio, mutante o avatar"), sino que aprovecha la cobertura de la final de Wimbledon de ese año para describir cómo fue evolucionando el deporte en sí mismo, impulsado por dos factores determinantes: el desarrollo de la tecnología aplicada a las raquetas, y la evolución de los golpes, sobre todo a partir del topspin, de Iván Lendl en adelante. Con el artículo sobre Borges, DFW liquida en unas pocas páginas las pretensiones de su biógrafo. Primero, agrega en una nota al pie: "El hecho de que su narrativa siempre vaya varios pasos por delante de sus intérpretes es una de las razones de que Borges sea tan grande y tan moderno". Y después agrega: "El gran problema de Borges. Una vida es que Williamson es un lector atroz de la obra de Borges; sus interpretaciones constituyen una modalidad totalmente simplista y deshonesta de crítica psicológica".
Es curioso que no exista en nuestro país una figura analogable a la de Foster Wallace. Para dar una idea de su estilo, de sus intereses y de la calidad de su trabajo periodístico habría que convocar a un Frankenstein formado por Enrique Raab, Charlie Feiling, María Moreno, Martín Caparrós y Edgardo Cozarinsky. Por otra parte, la disparidad del tamaño de ambos mercados, sumado al fervor populista y el prejuicio antiacadémico de la Argentina actual no habilitan siquiera la posibilidad de imaginar la figura de un intelectual que, desempeñando un papel similar, proyecte una influencia semejante.