Cómo trabajan las mujeres de un comedor comunitario
Un trabajo silencioso y esforzado que revela otra cara de los planes sociales y la pobreza urbana
Descargar verduras y alimentos secos que envía el municipio. Separar alimentos y embolsarlos en paquetes individuales. Cocinar. Limpiar el comedor. Lavar los platos. Comunicar turnos para el retiro de alimentos. Distribuir bolsas de alimentos. Acercar las bolsas de alimentos a vecinos que por edad o discapacidad no pueden acercarse al comedor. Dar clases de lectura y manualidades. Organizar los turnos de trabajo. Preparar el desayuno y la merienda para estudiantes. Acomodar sillas y mesas, barrer y pasar el trapo luego de cada clase. Organizar paseos para los estudiantes. Asistir a cursos de formación para educadoras populares. Preparar regalos a mano para el día del niño y para el día de la familia. Buscar donaciones. Recibir donaciones …
Estas son las actividades que las mujeres a cargo de un comedor comunitario en una de las zonas más pobres de Quilmes llevan a cabo de lunes a viernes. Desde mediados de este año, dos veces por semana, uno de nosotros compartió con ellas sus jornadas mientras realizamos nuestra investigación sobre estrategias de subsistencia en los márgenes urbanos.
Las conversaciones sobre los planes sociales estatales suelen focalizarse en sus costos (un magro 0.5 % del PBI), en sus efectos materiales (cubrir apenas el 20% del presupuesto familiar de acuerdo a La Nacion, aún menos según nuestros cálculos) o simbólicos (crear una cultura de la dependencia, desalentar el trabajo, incentivar la reproducción familiar, ninguna de las cuales son empíricamente ciertas). Solemos también imaginar a beneficiarios que reciben individualmente sus subsidios (como si fueran muchos Robinson Crusoe con planes de asistencia), apenas realizan contraprestación alguna a cambio de la “generosidad” estatal, y sólo actúan colectivamente a la hora de reclamar por más.
Las actividades mencionadas son llevadas a cabo de manera grupal, como reza uno de los posters que adornan el prístino comedor: “Nadie hace nada sola”. Juntas, estas mujeres no sólo alimentan y enseñan a los más desprotegidos, sino que son quienes escuchan y “contienen” a otras mujeres cuando estas se acercan a contarles experiencias de violencia familiar, de consumos problemáticos de drogas o alcohol o de enfermedades en el seno familiar, etc. Son quienes consiguen a las vecinas un turno en un hospital, buscan información sobre tratamientos contra las adicciones, etc.
Además de sus trabajos (en su enorme mayoría informales) y del “doble turno” que implican sus tareas domésticas (cocinar, limpiar sus casas, criar a sus hijas e hijos, tareas que últimamente incluyen férreas rutinas de protección frente a la creciente violencia interpersonal que las rodea), de lunes a viernes estas mujeres cumplen un “tercer turno” con sus actividades en el comedor ocupándose y preocupándose por otras y otros – trabajando para quienes menos tienen en el barrio a cambio de lo que el estado denomina un “incentivo” de 15.500 pesos mensuales. No reciben un salario a cambio de sus varias horas de trabajo, sino un “incentivo”; no una jugosa cantidad sino menos de una quinta parte de lo que se necesita para cubrir la canasta básica de acuerdo al Indec. Además de este dinero, ellas, al igual que las personas que están inscriptas en el comedor, reciben una bolsa de mercadería que incluye: un kilo de papas, un kilo de azúcar, medio kilo de zanahorias, medio kilo de cebollas, un puré de tomate, una leche (líquida para los menores de seis años y en polvo para los más grandes), tres paquetes de fideos, dos de polenta, seis huevos, un kilo de harina, una lata de arvejas, dos de picadillo de carne, dos paquetes de lentejas y un paquete de galletitas de agua. Además, y esto es lo que diferencia a este centro de otros, se entrega un pollo a cada una de las 160 familias que hacen la cola para retirar sus alimentos. Es decir, 15,500 pesos, un bolsa con alimentos secos, y un pollo a cambio de alimentar y cuidar a 160 familias.
La única “condición” que los beneficiarios de esta mercadería tienen, por parte de las mujeres del comedor, es el compromiso de traer a sus hijos a hijas a las clases de apoyo escolar. Si bien ellas han tomado protocolos de seguridad muy estrictos contra el Covid, muchos padres siguen sin enviar a sus hijos por miedo al virus. Además de las clases para chicos de seis a trece años, también organizan talleres de jóvenes en donde tratan, con chicos de quince años en adelante, temas complejos como las adicciones, educación sexual y salud. Ellas no se ocupan solamente de distribuir mercadería, sino que se forman como educadoras para estar cerca de los jóvenes e intentar detectar y prevenir casos de abuso, evitar que dejen la escuela, prevenir que “caigan” en la delincuencia y las adicciones -lo que ellas llaman “malas juntas”-.
¿Por qué hacemos hincapié en la plétora de actividades que estas mujeres colectivamente llevan a cabo a diario? Porque nos parece que antes de categorizar (la raíz etimológica de la palabra significa “acusar públicamente”) a las beneficiarias de los planes sociales en base a las inconveniencias (muy reales, por cierto) que estas ocasionan cuando salen a reclamar en las calles, o en base su impacto (irrisorio) en el déficit fiscal, o en base a lo que manifiestan sus voceros o sus críticos, quizás valga la pena reflexionar un poco más detenidamente sobre lo que efectivamente hacen cotidianamente estas mujeres. Si bien ellas no dirían que son explotadas, su trabajo (tanto en sus primeros, segundos como terceros turnos) si lo es. En base a lo que observamos durante los últimos seis meses se nos ocurre pertinente que, en lugar de pensar cómo deshacernos de la ayuda estatal, conversemos de manera informada sobre el reconocimiento tanto material (transformando a los “incentivos” en salario) como simbólico del invisibilizado trabajo de estas mujeres. Quizás debamos comenzar por admitir la importancia fundamental de sus tareas, y de las redes en las que estas se insertan y fortalecen.
Servian, estudiante de antropología en la Universidad de Buenos Aires; Auyero, sociólogo, autor de Pacientes del Estado y de Entre narcos y policías