¿Cómo seguirá todo? Una ética para cuando pase la pandemia
Las medidas de aislamiento impulsadas para frenar la expansión del nuevo coronavirus abren un abanico de preguntas que pone en cuestión tanto nuestra relación con la tecnología como los vínculos intersubjetivos y la vida urbana
Acaso como nunca antes nos ha invadido la angustiante sensación de haber perdido el horizonte. Estamos confinados en un presente instantáneo cuyos únicos síntomas de movimiento parecen brindarlos el mapa del avance del virus a nivel planetario y el impiadoso contador de muertes que lo acompaña. ¿Qué será del mundo tras la pandemia? ¿Cómo se reorganizarán la economía, la política, la vida cotidiana de quienes, para entonces, al menos por un tiempo, quizá se autoperciban como sobrevivientes? A falta de respuestas, detengámonos en algunas de las preguntas que nos interpelan desde esta situación novedosa para la humanidad.
¿Naturalizaremos la muerte? La muerte ha sido siempre un problema para los seres humanos, acaso los únicos seres que sabemos de su existencia. "Los hombres no saben vivir, pero no quieren morir", decía Séneca. Ese temor a la muerte es hoy, paradójicamente, el motor de nuestra inmovilidad. Nos encerramos, esperando que el virus no nos alcance. Pero, al mismo tiempo que nos atrincheramos, dejamos ingresar a la muerte a través de los medios de comunicación. Cifras, relatos, imágenes (nunca directas, sino simbólicas: el hospital, la ambulancia) saturan de muerte nuestro espacio vital. Como generación, hemos asistido ya a otras muertes masivas por enfermedades, guerras o desastres naturales. Lo inédito es la precisión y la velocidad con que ahora podemos registrarlas. ¿Llegará un punto en el que el parte diario deje de conmovernos? Sabemos que la muerte es un componente del ciclo vital y, en ese sentido, algo plenamente natural. Pero eso no implica que naturalicemos las causas que la provocan en circunstancias puntuales, sobre todo en los casos en los que podría haberse evitado. ¿Cómo nos afectará como humanidad la experiencia extrema de los países en los que debe decidirse a quién brindar asistencia y a quién dejar morir?
¿Nos pondremos en manos de la ciencia? Ni en las épocas más entusiastas del positivismo se alcanzó un nivel de adhesión al discurso científico tan próximo a la unanimidad como el actual. Autoridades de todo el mundo, medios de comunicación, redes sociales no hacen otra cosa que amplificar el alcance del mensaje de médicos e investigadores. Los pocos que se atreven a ponerlo en cuestión son duramente condenados por la opinión pública. ¿Esta confianza será patrimonio exclusivo de las ciencias biomédicas o se extenderá también a otras áreas del conocimiento, como las ciencias sociales, económicas o políticas? ¿Deberemos habituarnos a comités de expertos que sesionen de modo paralelo a los otros poderes de los Estados ante situaciones de crisis?
¿Seremos más responsables? Uno de los calificativos más utilizados para denostar a aquellos que incumplen las normas de aislamiento o que, aun dentro de la ley, tienen conductas que no condicen con el espíritu de las mismas, es el de "irresponsables". Impera la idea de que la acción particular debe ser evaluada teniendo en cuenta las consecuencias que puedan afectar al resto de la sociedad. El bien común se encuentra por encima de cualquier beneficio o perjuicio particular. Las características de la pandemia actual hacen que esto resulte incuestionable. Pero ¿esta ética de la responsabilidad no es en sí misma un componente de toda democracia? Nos preguntamos, entonces, si el vigor con el que hoy se exige la responsabilidad ciudadana -tanto desde el Estado como desde la propia sociedad civil- se sostendrá cuando el temor al contagio del Covid-19 haya desaparecido.
¿Construiremos espacios más habitables? ¿Viajaremos mejor? El encierro nos ha hecho ver que, en líneas generales, vivimos en espacios poco habitables. Muchas de las construcciones actuales, sobre todo en las grandes ciudades, no están pensadas para habitar, sino para hacer breves escalas o para alternar la permanencia de sus ocupantes. Departamentos muy pequeños a los que solemos llegar al final del día para ver televisión y dormir; casas en las que los miembros de familias numerosas no pueden permanecer juntos al mismo tiempo. También en estos días quedó en evidencia lo peligroso que es viajar hacinados. Sabemos que no se trata solo de enfermedades contagiosas. Situaciones de acoso sexual, hurtos, molestias de todo tipo han sido toleradas pasivamente hasta ahora. ¿Podremos volver a subir a un subte atestado? ¿O esta experiencia nos llevará a exigir transportes públicos que nos garanticen no solo una mejor salud sino también un respeto básico a la dignidad humana?
¿Nos entregaremos a la virtualidad? Si hay una época en la historia en la que el aislamiento físico parece ser viable, es esta: contamos con ventanas electrónicas que nos abren a múltiples maneras de estar en contacto con el exterior. Y eso es, sin duda, un alivio. Pero en estos días comenzamos a ver que hay aspectos importantes de las relaciones que no se compensan con una imagen en la pantalla o con la transmisión de caracteres. La presencia física de los otros -tan soslayada desde ciertos discursos milenialistas- se presenta como insustituible. "La escuela es irreemplazable", frase pronunciada con énfasis por el ministro de Educación apenas horas antes de anunciar el cierre provisorio de las escuelas- es una muestra cabal de ello. "Aprender" -tanto en el caso de los niños como de los adolescentes y adultos- es algo muy diferente de "informarse". Las "visitas" virtuales a nuestros afectos también resultan un paliativo al aislamiento. Pero ¿llegan a ser tan satisfactorias como el encuentro cara a cara? Quizás esta nueva situación nos permita evaluar con mayor profundidad beneficios y falencias de la comunicación virtual.
¿Cambiaremos nuestra relación con el entorno? La escena se repite hasta dejar de asombrar. Avenidas, playas, plazas vacías; museos, teatros, estadios cerrados. El planeta parece disfrutar de una "temporada libre de seres humanos". La contaminación sonora y ambiental ha descendido a los niveles de un siglo o dos atrás. Si se tratara de una película, podríamos titularla: El año en que la humanidad se detuvo. Dejando de lado la causa de esta detención, es evidente que genera efectos favorables para muchos de los otros habitantes del planeta y, en buena medida, para nosotros mismos. ¿Volveremos, en cuanto se nos habilite a hacerlo, a la vida frenética que desarrollábamos hasta hace unos pocos meses? ¿Volveremos a ser -como se nos viene advirtiendo desde hace tiempo por las corrientes ecologistas una amenaza para otras especies, para las generaciones futuras, para el planeta en su totalidad, o esta experiencia nos mostrará que podemos vivir con otro ritmo, con otros cuidados, dando lugar a una vida más armónica con los otros seres?
¿Enfrentaremos los grandes desafíos como humanidad o como colectividades locales? En las estrategias para hacer frente a la pandemia se visualizan dos movimientos que parecen contradictorios. Por un lado, identidad planetaria en las acciones; por otro, cierre cada vez más estrecho de fronteras. ¿Somos los mismos o somos "otros", unos respecto de los demás? En una primera apreciación, parecería ser que las sociedades han seguido un comportamiento global, probablemente alentado por el contacto horizontal de las redes sociales, mientras que los gobiernos (nacionales, provinciales, municipales) han tendido a reforzar la importancia de las fronteras. Presumiblemente, este recurso a la localización tiene más que ver con el ejercicio de un mejor control sobre la propia jurisdicción que con la idea de que el que está "del otro lado" ya no es parte de un "nosotros". ¿Estaremos avanzando hacia un proyecto de humanidad global o, como algunos vaticinan, los efectos post Covid-19 acentuarán aún más las diferencias locales?
¿Volverán a llenarse las tribunas de los estadios, los campos en los recitales, los pasillos en los museos, las calles en maratones, peregrinaciones religiosas o manifestaciones políticas? ¿Volveremos a compartir el mate, a abrazarnos con un extraño al gritar un gol, a bailar tango con un desconocido, a saludarnos con un beso? ¿Seguiremos lavándonos las manos al llegar a casa, guardando distancias en las filas, lavando con lavandina las frutas y verduras?
Las preguntas se multiplican, las respuestas serán gestadas lentamente por la historia y expuestas por intelectuales, comunicadores, artistas en un futuro que aún no alcanzamos a entrever. Por ahora, no nos queda más que esperar el día en el que se anuncie que lo peor ya ha pasado, que podemos recuperar el curso normal de nuestras vidas. Aun cuando en el fondo sospechemos que esa normalidad se ha trastocado para siempre.
Filósofo, Universidad de Buenos Aires