Como San Jorge, si faltan enemigos entonces hay que inventarlos
Cuenta la leyenda que cuando San Jorge arribó a cierta ciudad de Oriente se encontró con un dragón gigante que devoraba a los habitantes, quienes debían entregarle todos los animales en sacrificio para no ser atacados. Una vez que se acabó el ganado, comenzaron a sacrificar a jóvenes mujeres. Cuando llegó el turno de la hija del rey, un San Jorge embravecido lo venció clavándole una lanza en el pecho. De la sangre del dragón brotó un rosal con rosas rojas, y San Jorge le regaló una a la princesa. El pueblo, agradecido, se convirtió al cristianismo. Sintiéndose honrado con semejante reconocimiento, el vencedor –sin nuevas acciones heroicas a la vista– de allí en más se consagró a buscar nuevos dragones. Un San Jorge que, a falta de dragones a los que vencer, acabó inventándolos.
Según el filósofo australiano Kenneth Minogue, este San Jorge jubilado representa acabadamente un fenómeno que irrumpió en el campo infinito y versátil de las distintas generaciones de derechos humanos: a los derechos civiles y políticos (libertad de expresión, de circulación, de religión, el derecho a un juicio justo), les siguieron los derechos económicos, sociales y culturales, luego los derechos de solidaridad que afectan al bienestar colectivo (derecho al desarrollo, a la paz, a la libre determinación de los pueblos, a un medio ambiente sano) y, con la aparición de internet, aquellos relacionados con el acceso a las tecnologías de la información y la comunicación. Y hasta se habla de una quinta generación de derechos, enfocados estos en los grupos históricamente marginados como, por ejemplo, las personas trans. Lo cierto es que nunca antes gozamos de tantos derechos –al menos en las democracias de Occidente–. Sin embargo, nunca como ahora se estuvo a la búsqueda constante de algún enemigo al que enfrentar.
En La masa enfurecida: cómo las políticas de la identidad llevaron al mundo a la locura, el columnista británico Douglas Murray ilustra con esta leyenda el destino común de los grandes relatos en las postrimerías del siglo XX: primero el laicismo desplazó a la religión en Occidente y luego la caída del Muro de Berlín selló el escepticismo en el poder emancipador de las ideologías políticas. De allí en más, incapaces de renunciar a un destino revolucionario, remedando al San Jorge jubilado, muchos activistas depositaron su afán reivindicatorio en una causa tras otra. Es así como, entre las novedosas batallas, Murray menciona la justicia social, la política identitaria y la interseccionalidad.
La batalla en defensa de la justicia social ha sido fácilmente ganada porque, al fin y al cabo, ¿quién se opondría a la justicia social? Se trata de una causa tan noble que quien se animara a desafiarla podría ser acusado de desear la injusticia social, y nadie quiere pertenecer a ese club. De la justicia social a la discriminación positiva o acción afirmativa hay un solo paso: desde cupos femeninos hasta ingresos de las minorías en desventaja en las universidades, medidas que desacreditaron la noción de mérito.
La segunda batalla fue la política identitaria, la cual atomiza a la sociedad en grupos de interés según la raza, la etnia, el sexo, el género o la orientación sexual. Consiste en separar un atributo esencial –el color de la piel, el órgano sexual o la autopercepción del género– y otorgarle a ese rasgo distintivo una cierta superioridad moral.
Gran parte de la moralidad sexual se intentó dirimir en términos de la distinción entre hardware y software, términos computacionales que sustituyen a los clásicos natura y nurtura, a lo natural y lo adquirido: si castigar o menospreciar a alguien por algo que escapa a su control es incorrecto, sostiene Murray, entonces no podemos juzgar a partir del equipaje con que hemos venido al mundo. Lo perturbador no es si alguien siente o no atracción hacia personas de su mismo sexo, sino si ese alguien, en función de ese factor, forma parte de un gran proyecto político, como lo intenta el movimiento queer, integrado por quienes no se identifican con las categorías tradicionales de sexualidad o género, sino que son no binarios (ni varones ni mujeres).
El feminismo enarboló la bandera de esta batalla. En este movimiento, podemos distinguir una primera ola que comenzó en el siglo XVIII y culminó con la proclamación del derecho al sufragio, signada por lo tanto por la exigencia de igualdad de los derechos jurídicos para varones y mujeres; una segunda ola comenzó en la década de 1960 y aspiró a que las mujeres pudieran competir en igualdad de condiciones con los varones en el ámbito laboral –baja por maternidad, derechos reproductivos, subsidio por desempleo, leyes de divorcio–. Durante esta ola se gestó la consigna “Lo personal es político”, que coronó un proceso en que la intimidad y la vida privada, percibidas hasta entonces como pertenecientes a la esfera individual, llegaron a ser reconocidas como estructurales, sistémicas. La tercera ola, datada en 1980, se enfocó en la actitud que las feministas debían adoptar hacia la pornografía o hacia la prostitución, mientras que la cuarta ola, de 2010, se tradujo en una especie de misandria, un odio al varón radicalizado a través de producciones académicas y mediatizado por las redes sociales.
La tercera de las batallas mencionadas por Murray es la interseccionalidad, una herramienta de análisis que toma en cuenta esos factores diversos ya mencionados –el género, la etnia, la clase social, la raza y hasta la ubicación geográfica– para determinar el grado de desigualdad social que pueden sufrir aquellos individuos que encarnan más de un factor. En otras palabras, una persona trans y afroamericana desempleada merece ser incluida en esta grilla mientras que no puede serlo una ejecutiva de una gran urbe de un país del Primer Mundo. Por más artificiosa que parezca, esta grilla fue determinante en la elaboración de políticas públicas respetuosas de la diversidad en empresas y organismos gubernamentales.
Estas tres batallas confluyen en la cultura woke. Este concepto nació y se popularizó en los EE.UU. durante la década de los ochenta, principalmente en el ámbito universitario. En busca de la corrección política, el wokismo propone eliminar las connotaciones discriminatorias en el lenguaje que utilizamos a diario. Este dispositivo lingüístico condujo a un revisionismo histórico rayano en lo ridículo: si Gran Bretaña nunca tuvo una reina negra, la ficción la crea. En otras palabras, si el pasado nos parece políticamente incorrecto, entonces cambiémoslo.
Estas batallas reivindicatorias en defensa de grupos considerados marginales proporcionan al activista comprometido cierto sentido de trascendencia que ilumina su vida, a menudo hundida en el hastío de la cotidianeidad. Tal vez una de las expresiones más inconsistentes de esta nueva religión sean los ciudadanos occidentales que participaron en la Marcha del Orgullo gay cubiertos por la kufiya, el pañuelo palestino, ignorantes de que la causa Lgtbiq+ habría sido imposible fuera de las democracias plurales.
Al fin de cuentas, sumergido en la cultura de la cancelación, San Jorge jubilado no tiene descanso: basta con rechazar públicamente al caído en desgracia en las redes para justificar la lucha por algún ideal, sin prisa y sin pausa. ß
Doctora en Filosofía
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