Cómo nos convertimos en Belindia
Un país imaginario, en el que una pequeña porción de la población vive como en Bélgica y la gran mayoría, en condiciones de pobreza estructural, como en la India de los años 70
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En los años 90, un término se repetía entre los críticos de las reformas estructurales de la economía argentina que llevaron al país a vivir en la ilusión del primer mundo. Si la Argentina continúa por ese camino, decía Raúl Alfonsín con el aporte de Jesús Rodríguez, se convertiría en Belindia: un país imaginario en el que una porción pequeña de su población viviría con el estándar de Bélgica y la mayoría lo haría en condiciones de pobreza estructural, como en la India. Aquel presagio tomado de una fábula se cumplió y la cuarentena derivada de la pandemia lo cristalizó.
Hoy, la Argentina, modelo en los 60 y 70 en América Latina por su pujante clase media, no logra salir del ciclo de crisis recurrentes que la ha empujado cada vez más abajo, a un sumidero en el que se escurren ilusiones y sueños de progreso. La clase media que medio siglo atrás superaba el 70% de la población hoy ronda el 45% y lucha para no seguir cayendo. El ideal del modelo de movilidad social ascendente ha ido mutando con las crisis y una porción importante de aquellos que se identifican como miembros de ese segmento de clase media destinan su energía a mantener el statu quo y no seguir descendiendo.
Si se toman en forma caprichosa los parámetros económicos de comienzos de los 70 de la Argentina y de Bélgica, como punto de partida para imaginar Belindia –término que le encantaba usar al economista brasileño Edmar Bacha, uno de los padres del Plan Real y coetáneo del creador del Plan Austral, Juan Sourrouille, en los 80–, se encuentra con lo siguiente a partir de las estadísticas del Banco Mundial: con una población de 9,7 millones, Bélgica tenía un ingreso nacional bruto per cápita de US$2790 y la Argentina, de US$1320 con 23 millones de habitantes, de los cuales el 74% eran de clase media. Cincuenta años después, Bélgica tiene un ingreso per cápita de US$47.960 y la Argentina, de US$8930, con una clase media que cayó al 45% y con el 42% de la población en situación de pobreza, según el Indec.
El faro de América Latina se fue transformando en un pabilo sin energía. La pobreza infantil es un flagelo que castiga al 62,9% de los menores de 14 años. La inflación y el freno de la actividad económica a causa de las medidas extremas contra la pandemia contribuyeron de manera dramática a condenar a 7 millones de menores a vivir en hogares pobres. La región más golpeada es el conurbano bonaerense, donde siete de cada diez chicos viven en la pobreza.
Cuando el sueño macrista comenzaba a apagarse, a mitad del mandato de Mauricio Macri (2015-2019), la pobreza alcanzaba a 4,3 millones de menores, el equivalente al 39% de la población infantil. Pero ese número entró en una espiral ascendente en los últimos dos años a raíz del deterioro constante y acelerado de las condiciones económicas y sociales, en particular en los grandes conglomerados urbanos. El conurbano bonaerense, donde se jugarán las ilusiones electorales del oficialismo y de la oposición, es donde el deterioro ha sido más brutal.
En este escenario dramático con bolsones de la sociedad viviendo en condiciones de extrema vulnerabilidad, se consagran algunos proyectos que galvanizan las iniquidades. Un ejemplo es el de la ley que amplió los subsidios al gas para zonas frías. Como ocurrió durante el gobierno de Cristina Kirchner cuando se subsidiaba indiscriminadamente para pisar las tarifas y era más caro el gas en garrafa que el de red de las casas en zonas residenciales con piletas climatizadas, ahora la reducción al costo del consumo de gas de las casonas sobre el lago Nahuel Huapi o en el barrio Los Troncos en Mar del Plata, por caso, será subsidiada por pobladores de Santiago del Estero o de Chaco sin acceso a gas de red.
Es el mismo país de las distorsiones que está tercero en el ranking de naciones tenedoras de dólares fuera de Estados Unidos. Pero no son reservas como en el caso de China, segundo después de Rusia, sino billetes físicos que los argentinos guardan en el colchón, fuera del sistema, para no perder valor frente al ciclo maldito inflación-devaluación y medidas económicas arbitrarias. Ejemplos sobran. El economista Claudio Zuchovicki ha estimado que, estadísticamente, cada argentino tiene unos 1600 dólares.
La frustración por no poder progresar y sentir que el horizonte se aleja instala, cada tanto, una oleada de sueños de emigración. Los jóvenes, pertenecientes en gran medida a esa clase media que lucha por no caer, sienten que se les cierran todas las puertas y exploran posibilidades en países que asoman atractivos en lo laboral y desarrollo personal. Según un estudio de D’Alessio-Irol Berensztein, el 47% de los argentinos consideran emigrar porque el país les resulta frustrante.
Herejías de un país que supo tener islotes de pobreza, que hoy podría llamarse Belindia, y en el que, en cambio, hay algunas islitas de riqueza.